Los flechazos todavía existen. Las seducciones irrefrenables, las epifanías. A veces acontecen en torno a un hombre o una mujer, pero sus destinatarios también pueden ser los nutrientes intangibles del alma. Lo puede atestiguar Demian Reolid, madrileño de 38 años al que le cambió la vida para siempre aquella tarde de adolescencia en que su padre acertó a presentarse en casa con un ejemplar de De los álamos de Sevilla, un disco del vihuelista Juan Carlos Rivera editado por la Junta de Andalucía. Pocos oídos habrían reparado en el encanto de ese instrumento humilde y de sonido quedo, el tatarabuelo de la guitarra durante el siglo XVI español. Pero Demian se quedó prendado, absorto, conmovido. Y desde aquel mismo día, decidió que la vihuela y él serían para siempre compañeros de fatigas.
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Reolid se gana hoy la vida como lutier o artesano de instrumentos musicales, que no es la más común de las profesiones. Pero ni siquiera ha adquirido habilidades para desenvolverse con guitarras o violines, que sí son razonablemente demandados entre estudiantes de Conservatorio y escuelas de música. Tirando más de pasión que de pragmatismo –una característica muy extendida en su gremio–, nuestro protagonista se ha especializado en la música del Renacimiento. No le pregunten por los grupos que suenan en la radio: Demian se quedó en “Led Zeppelin o Jimi Hendrix, y solo algunas canciones”. Pero háblenle de laúdes, archilaúdes, teorbas o, por supuesto, vihuelas. Pregunten al respecto cuanto gusten. Sabrá darles respuestas a todo.
No, Demian Reolid no es un personaje convencional, aunque él se resista a reconocer sus singularidades. Se trata de un exponente de la artesanía más tradicional, pero adscrito a la generación de los mileniales. Le bautizaron con el nombre de la novela de Herman Hesse, una extravagancia que, en la España de 1983, le costó a su padre largas horas de discusiones con los responsables del registro civil. Vive en un bajo sin televisión ni wifi, “para no perder el tiempo con tanta pantalla y tantas maquinitas”. Y ha fijado su residencia en Olmeda de las Fuentes, un pueblito pequeño, lindo, pintoresco y recóndito al este de Madrid, a un paso ya de Mondéjar (Guadalajara), con menos de 350 habitantes y en las estribaciones de lo que se ha dado en llamar la Alcarria madrileña. Una especie de reducto o aldea gala para hombres y mujeres más bien peculiares; lo bastante como para fijar su residencia a 55 minutos de la Puerta del Sol, que son 85 (una expedición en toda regla) en caso de que nos aventuremos a tomar el autobús interurbano 261.
Las cosas, bien es cierto, casi nunca suceden por casualidad. Demian es el hijo único de Jesús Reolid, de 64 años, hoy vecino de Pelayos de la Presa y uno de los más afanados constructores de zanfonas –el gran tesoro musical del medievo– en medio mundo. Quienes conocen a los dos se tronchan avisando de que, en comparación con su padre, Demian pasaría por un tipo normal y corriente, incluso un poquito aburguesado. Jesús aprovechó el final de la mili para dejarse crecer unas luengas barbas hasta mitad del torso, lleva sus buenas cuatro décadas sin pisar la capital y cuentan que nunca se molestó en utilizar el metro. Sin embargo, arrancaría ahora mismo su automóvil como le propusieran visitar alguna ignota ermita románica en sabe Dios qué municipio de Palencia. Si hay posibilidad de contemplar de cerca algún pórtico con reproducciones de músicos medievales, él estará encantado de la vida.
Demian creció a su vera en una casa baja, hoy impensable, en el corazón del pueblo de Móstoles. Por aquella parcelita de la calle Navarra, adquirida por sus abuelos albaceteños, desfilaban algunos de los músicos tradicionales más ilustres del país. Acudían a hacerle encargos a Reolid e intercambiar saberes, hallazgos y enseñanzas. Sonaba el timbre de la casa y entraba el zanfonista Rafa Martín, hoy integrante de la banda riojana Tündra; el buzukista Carlos Beceiro, uno de los fundadores de La Musgaña, o el infatidable investigador y compositor Luis Delgado, el mayor coleccionista español de instrumentos antiguos y raros, como podrá corroborar cualquiera que haya visitado su museo en Urueña (Valladolid).
Demian, timidez en estado puro, no articulaba ni media palabra, pero tomaba buena nota mental de cuanto acontecía. “Todos eran unos curiosos impenitentes, unos investigadores apasionados”, rememora hoy aquel chiquillo. “Calibraban la sonoridad de cada cuerda, de cada madera. Me despertaron el gusto por aprender. Durante el instituto, me gastaba la paga semanal en la revista Geo”. Ahí leyó, “cautivado”, el primer artículo que cayó en sus manos sobre la vihuela. Y poco después ya llegaría el disco de Juan Carlos Rivera. Ya saben, el del flechazo.
Sucedió lo inevitable. Al finalizar el bachillerato, aquel chaval parco en palabras decidió marcharse a estudiar a la escuela de lutería del Conservatorio de Bilbao. Fueron los tres años más urbanitas de toda su vida, entre 2002 y 2005, aunque él se pasaba noches enteras leyendo cuanto encontraba sobre el siglo XVI. Las lecciones del gran lutier Javier Guraya iban encaminadas a los instrumentos de arco, desde el violín a la viola o el violonchelo, pero Demian se volvía aún más renacentista con cada nueva lectura. “Cada cosa que descubres de la vihuela es un puro enigma”, relata. “Solo quedan cinco o seis vihuelas originales de la época, todas bastante diferentes entre sí. Pero se conservan, en cambio, siete manuales para vihuelistas con obras transcritas en forma de tablaturas: esquemas de los trastes que debías pulsar y con qué dedos. Era relativamente sencilla de tocar”.
– ¿Cómo le describiría el sonido de una vihuela a alguien que no lo haya escuchado nunca?
– Es un instrumento cordófono, pero de timbre pequeño y recogido, más cercano al laúd que a la guitarra. En realidad, se concibió para ser tocado para uno mismo, no en conciertos. Era una música más humana y relajante, pensada casi como fuente de relajación.
A Demian le hace feliz ofrecer a precios asequibles estas criaturas sonoras que el ser humano concibió cinco siglos atrás. Encargarle una vihuela, laúd o archilaúd puede suponer un desembolso de entre 2.000 y 2.500 euros, “IVA y funda incluidos”. Para los fondos utiliza maderas duras, entre el arce o el ciprés, el nogal o el palosanto, a gusto de cada cual. Pero con las tapas, donde radica el secreto último de la sonoridad, es inapelable: habrán de ser siempre de abeto. Si no, no hay trato.
– Y ahora sincérese, Demian. Llevamos ya casi dos horas de charla. ¿Ha conocido a alguien tan peculiar como usted?
– He conocido incluso a otro Demian, un estudiante italiano de Erasmus con el que coincidí en un bar de Madrid. Al principio pensé que me estaba tomando el pelo, pero no. Y en cuanto a mi actividad o mi forma de ver la vida, me sigo considerando uno más. No sé por qué deberíamos pensar en términos de rareza. En mi instituto, el Velázquez de Móstoles, era compañero de clase de Javi Ovejero, un chaval que tocaba la tiorba barroca. Pues bien, lleva ya varios años afincado en París y ejerciendo como profesor de instrumentos antiguos. ¿Deberíamos tomarle por raro a él también?
El rincón donde nada es como usted se imagina
Si a alguien le soltasen desde el cielo en paracaídas y aterrizara en Olmeda de las Fuentes, no encontraría de antemano un solo indicio para sospechar que se encuentra a 60 kilómetros escasos de Madrid. Frente a la algarabía y las multitudes de la metrópoli, es casi imposible cruzarse con nadie por las empinadas callejas de Olmeda antes de las diez de la mañana, y ninguno de sus dos bares (el tercero solo opera los fines de semana) levanta la persiana antes de las once. El pueblo dispone de un colmado para adquirir lo más básico y un pescadero recorre las calles con su furgoneta un par de veces por semana, pero para hacer la compra no queda más remedio que subirse al coche y conducir los cuatro kilómetros que nos separan de Nuevo Baztán. Eso sí, entre los 345 habitantes podremos coincidir en el paseo con Demian, nuestro lutier de vihuelas. Pero también con Paco Cejudo, de oficio bombero y apicultor. O con la eminente retratista de Burdeos Lucie Geffré, que también puede hablar de flechazos y se mudó con toda su familia en 2014.
Tal vez apuren un café a nuestro lado el pintor Roberto Terreros o el ilustrador Miguel Ángel Sáez. O conozcamos de primera mano los proyectos del fotógrafo conceptual Juan Cañamero. O nos ponga al corriente de sus andanzas Rafael Lamata, actor de la compañía teatral Los Torreznos.
El paisanaje invita a un asombro acaso estupefacto. Como los olmedeños se han acostumbrado a que todo es posible, ni siquiera se sorprendieron hace unos años cuando se cruzaban a cada rato por la calle Mayor con la escritora Maruja Torres. No es que la autora de Un calor tan cercano hubiera engrosado este muy culto padrón, sino que la agente literaria Raquel de la Concha, que sí es vecina, le había ofrecido acomodo para que terminase de escribir una novela “alejada del mundanal ruido”.
Si hiciera falta ponerle banda sonora a estas escenas cotidianas, siempre podemos llamar a la puerta de otro vecino de renombre, Josete Ordóñez, guitarrista de cabecera para Manolo García, Pasión Vega, Rosario, Lamari, Amancio Prada, La Shica o Eliseo Parra. A través de él, y con las mismas, aprovecharemos para incorporar a la tertulia a su pareja, Victoria Roldán. Ella no es artista en sentido estricto, sino abogada especializada en derecho civil. Pero también se precisa de arte e imaginación para gestionar un presupuesto municipal de 684.000 euros y que con esta cantidad más bien exigua siga todo en funcionamiento.
Roldán, de 58 años, había sido concejal de Cultura durante dos legislaturas consecutivas, pero en 2019 le correspondió ya encabezar la lista de la Candidatura Independiente de Olmeda (CIO). Y arrasó. Cinco de los siete concejales pertenecen a su grupo. La legislatura está siendo endemoniada, entre la covid (ella misma estuvo ingresada una semana en invierno con neumonía bilateral), los desastres de Filomena y el empeño de la industria fotovoltaica por sembrar toda la comarca de paneles solares, que tiene soliviantados a los vecinos. Pero pese a las pandemias y los contratiempos de todo signo, la esencia de Olmeda como microparaíso cultural sobrevive. Dirijamos la mirada, por ejemplo, a este próximo cuarto domingo de agosto, cuando se conmemora al Cristo del Olvido. ¿En qué otro pueblo de 300 habitantes sucedería que el grupo invitado en sus fiestas patronales es Viceversa, la banda clásica de acompañamiento de Joaquín Sabina?
No es un caso aislado. En las fiestas de 2020, ya con el coronavirus haciéndonos la vida imposible, las invitadas en la sala EMO (Espacio Multidisciplinar de Olmeda) fueron las ilustres Maui y Pasión Vega, y en años anteriores habían desfilado Javier Ruibal, Antonio Serrano, La Musgaña, Ana Alcaide o Luis Delgado, entre otros, por este confín madrileño. Otra ocasión propicia para la visita la proporciona la Fiesta de las Culturas, siempre en el fin de semana más próximo al 12 de octubre. Aprovechando que el 20 por ciento de la población olmedeña proviene de otros países, el Ayuntamiento sufraga las materias primas a los vecinos foráneos para que estos cocicen en la plaza algunas de sus especialidades gastronómicas. Y las procedencias son variadísimas: de Francia a Japón, pasando por Argentina, Uruguay, Países Bajos, Rusia o Vietnam.
¿Durará el espejismo de esta pequeña Arcadia cultureta y feliz? Su alcaldesa confía en que sí, al menos mientras a nadie se le ocurra modificar esa severa ordenanza municipal que obliga a que todas las casas estén rematadas con teja vieja, paredes blancas o de piedra y ventanas de madera. Lo único no demasiado bonito en el pueblo era su denominación histórica, Olmeda de la Cebolla, que se corrigió y dulcificó con las Fuentes actuales allá por 1954. Nos quedaremos con la duda de saber qué habría pensado de este cambio el cebollero más célebre que han dado todos los tiempos, el jesuita Pedro Páez, nacido por estas lindes en 1564. Páez desarrolló durante 34 años una vida apasionante en Etiopía, donde ejerció como sacerdote, arquitecto, filólogo y asesor del emperador Susinios, además de descubrir las fuentes del Nilo Azul. No contento con todo ello, dejó testimonio para la posteridad de sus andanzas con su monumental Historia de Etiopía, escrita originariamente en portugués y que a ratos puede leerse como una novela fascinante. La versión definitiva en castellano, publicada en 2014 por Ediciones del Viento, alcanza la mareante cifra de 1.276 páginas.
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