Las áridas tierras del desierto de Atacama, en el norte de Chile, se han convertido en el escenario de una imagen que parece sacada de una novela de ciencia ficción. En ellas se pueden encontrar montañas de ropa de segunda mano que llegó de Estados Unidos, Canadá, Europa y Asia, fue descartada para su reventa y acabó en este vertedero al aire libre emitiendo gases tóxicos mientras se descompone. Un auténtico símbolo de cómo la sociedad de usar y tirar y el consumismo extremo están dañando el planeta. Y también de la desigualdad: a ese lugar plagado de los que algunos desecharon llegan otros en búsqueda de prendas para vestir o revender y ganarse la vida.
Ese basurero clandestino se ha ido levantando de los descartes de las 59.000 toneladas de ropa que llegan cada año a Chile —el primer importador de prendas de segunda mano de América Latina— a través de la zona franca del puerto de Iquique, a 1.800 kilómetros al norte de Santiago. La mayoría son artículos usados, pero también hay algunos sin estrenar con la etiqueta de venta todavía puesta.
Reportes sobre la industria textil han expuesto el alto costo de la moda rápida, con trabajadores infrapagados, denuncias de empleo infantil y condiciones deplorables para producir en serie. A ello hoy se suman cifras devastadoras sobre su inmenso impacto ambiental, comparable al de la industria petrolera. Según un estudio de la ONU de 2019, la producción de ropa en el mundo se duplicó entre 2000 y 2014, lo que ha dejado en evidencia que se trata de una industria “responsable del 20% del desperdicio total de agua a nivel global”. Además, la fabricación de ropa y calzado genera el 8% de los gases de efecto invernadero.
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