Noche y día retumba el cielo en Kramatorsk. Son los golpes secos e intermitentes de los cañones ucranios que disparan a las posiciones rusas, a unos 25 kilómetros de distancia. En las calles de esta ciudad que antes de la guerra contaba con 150.000 habitantes, último bastión ucranio en la provincia oriental de Donetsk, los que pueden se apresuran a abandonarla. En la estación de autobuses esperan vehículos de transporte humanitario para trasladar a los últimos que pueden o que quieren irse. Sofía Onichenko es voluntaria de una ONG local que asiste a los que marchan. Reparte comida para el largo viaje. Tiene 13 años y se quedará en su casa, con sus padres. Todos sus amigos ya están lejos de allí.
Pase lo que pase no abandonará su ciudad, promete Sofía. En el edificio donde vive su familia tienen un refugio listo para pasar días, incluso semanas. Tomar Kramatorsk es un objetivo primordial en los planes de Rusia para dominar Donbás, la región ucrania donde se encuentra la provincia de Donetsk. Miembros de las unidades militares ucranias estacionadas en la región confirmaron a este diario que prevén que el municipio sea objeto de un severo bombardeo en las próximas semanas. Pese a ello, Sofía afirma que allí seguirá. Reparte bollos rellenos de carne o de manzana entre los que suben a los minibuses y furgonetas rumbo a destinos más seguros. Sus manos se distinguen por unas largas uñas postizas de color turquesa. Explica que continuará contando su vida en Instagram y que seguirá el curso escolar, a distancia, como todos los niños ucranios: mientras no corten la luz, en el búnker funcionará la conexión a internet.
Kramatorsk es hoy un núcleo urbano fantasma. En las calles prácticamente no hay movimiento. Todavía quedan 50.000 personas, en torno al 30% de la población, según informó el ayuntamiento, pero pocos se dejan ver. Las grandes plantas siderúrgicas de la región y sus minas de carbón han detenido la producción. No hay establecimientos comerciales abiertos, solo en los cajeros automáticos todavía en funcionamiento hay algunas aglomeraciones.
Un portavoz del equipo municipal de evacuación en la localidad afirma a EL PAÍS que el número de residentes es menor, próximo al 25%, porque el ritmo de salida de personas se había acelerado desde el pasado 6 de abril, cuando el alcalde, Oleg Honcharenko, pidió a la población que abandonara el lugar. Dos días más tarde, la principal vía de evacuación, la estación de tren, quedó interrumpida por un ataque con misiles que causó la muerte de 57 civiles y dejó 100 heridos. La estación era el único lugar de Kramatorsk en el que había un trasiego de personas, de aquellas que salían de la región en dirección a las provincias más seguras del oeste.
El anuncio del Ministerio de Defensa ruso a finales de marzo de que iba a concentrar su poderío militar en someter todo Donbás terminó por convencer a miles de sus habitantes de que lo mejor era dejar atrás su vida para buscar cobijo en el oeste o en los países de la Unión Europea. La matanza de civiles de la estación de ferrocarriles de Kramatorsk fue el golpe definitivo: el mismo viernes, día de la tragedia, decenas de convoyes de autocares partían en dirección a Dnipró, a cuatro horas por carretera y la principal urbe del este de Ucrania junto a Járkov.
Las colas de transporte de evacuados habían desaparecido este domingo. Quien quería marchar, ya lo había hecho en las 48 horas anteriores. Un laberinto de carreteras secundarias, atajos y caminos campo a través conectan de forma segura Kramatorsk con Dnipró, una ruta más larga pero necesaria para evitar el área controlada por Rusia y sus aliados separatistas de Donetsk. Por el recorrido se observan campos agrícolas minados, en los que se han cavado trincheras y en los que esperan vehículos blindados camuflados. El trasiego de los vehículos militares es constante pero siempre de dos en dos, evitando columnas mayores que las convierta un blanco deseado para los drones rusos. La zona es también de un increíble valor ecológico: los faisanes, las liebres o los zorros se dejan ver por el arcén, ajenos a la violencia humana.
No todo el mundo quiere irse de Kramatorsk. Andrei Andriyenko es un fotógrafo local, el primer periodista que llegó a la estación de tren tras el ataque con misiles. “Eso fue por la mañana, por la tarde fui a casa de mis padres. Tenían una botella de ron, me lo bebí de un trago. La experiencia fue demasiado terrible”. Andriyenko seguirá en su ciudad porque sus padres no pueden salir de ella, son demasiado mayores, y porque quiere dejar testimonio de todo lo que sucederá.
Andriyenko ha pasado los dos últimos días tomando fotos en la terminal de autobuses. Un cartel de propaganda de guerra dedicado a Ivan Panteelev da la bienvenida al aparcamiento de la estación. Panteelev era de Donetsk y es uno de los cien mártires de la revolución de 2014, el Maidán, que derrocó al presidente prorruso Viktor Yanukovich. Panteelev era músico y en la pancarta aparece dibujado con su guitarra y uniformado como soldado. Frente al cartel, una madre ha dejado abandonado un carrito de bebé que no cabía en la furgoneta que la llevaría a Polonia. Un equipo de conductores de este país, protegidos con chalecos antibalas, esperan a llenar los asientos para ir rumbo a la frontera, a 1.100 kilómetros de distancia.
Hay vecinos de Kramatorsk que aseguran no tener recursos económicos para dejar su casa. Eso asegura Svetlana Rievtova, septuagenaria y madre de Sergei, un hombre desempleado que pasado diez años en la cárcel. Viven cerca de la escuela número 15 de la ciudad, destruida por un misil balístico ruso. Generaciones diferentes pero ambos estudiaron en ese colegio, a escasos cincuenta metros de su vivienda. En el edificio donde residen hay seis apartamentos y solo tres continúan ocupados. Madre e hijo pasean a su perro por el solar en ruinas del centro escolar. El cráter que dejó el misil está inundado de agua y Svetlana tira de la cadena para evitar que el perro se meta en el estanque artificial.
Hay ciudadanos de la provincia de Donetsk que podrían marchar pero no lo hacen porque llevan muchos años tirando adelante en una situación bélica. Es el caso de Svetlana Tverskova, propietaria del centro de hípica Allur, uno de los mejores del este de Ucrania. Se ubica en Sloviansk, a 15 kilómetros del frente. En sus cuadras hay 40 caballos, propiedad de 40 jinetes, de los que solo cuatro no se han marchado. Al mediodía del domingo, Maria Tukar, que ha formado parte del equipo nacional de salto de Ucrania, hacía trotar a su caballo Nifrid en el picadero. Sobre todo lo acariciaba, con pausa, durante un largo tiempo. El animal había pasado una noche terrible, explicaba Tverskova: la artillería de los dos bandos se ubica cerca de su centro de hípica y el estruendo altera a los caballos.
Tverskova afirma que ya es imposible logísticamente evacuar a los 40 caballos y el material de los jinetes, por lo que se quedará en su establecimiento. Reside sola en una casa contigua; le echan una mano los pocos empleados que tiene y que continúan en Sloviansk. Afirma que en la guerra de 2014, la que provocó Rusia dando apoyo a las facciones separatistas de Donbás, ya sufrió mucho. Bombardeos, interrupción del agua y de la electricidad. Cree que ahora está mejor preparada que entonces porque tiene un refugio mejor acondicionado. No sabe qué sucederá si los rusos llegan al centro de hípica, prefiere no expresarlo en voz alta, pero asegura que quiere ser optimista y lo expresa con un dicho popular ucranio: “Las paredes de tu casa son las que te protegerán mejor”.
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