El día en que los ricos mexicanos despertaron de su placidez


Las apariencias engañan. Pero no siempre y no a todos. En 1982, la clase alta sufrió en sus carnes una crisis económica que llevó al presidente López Portillo a nacionalizar la banca. Se acabaron los cumpleaños con ponis, adiós a comprar vestidos de gala en el extranjero, a bailar a Julio Iglesias y su Me olvide de vivir… Incluso algunos tuvieron que abandonar el exclusivo barrio de Las Lomas, donde vivían ajenos a cualquier problema exterior. La caída en desgracia de una de esas niñas bien, encarnada prodigiosamente por Ilse Salas (Cantinflas, Güeros) pone en marcha el guion de, nunca mejor dicho, Las niñas bien, de Alejandra Márquez Abella (San Luis Potosí, 37 años), realizadora de Semana Santa (2015), que ahora ha logrado su consagración al ganar la Biznaga de Oro en el festival de Málaga a mejor película iberoamericana.

Márquez arranca a explicar la aparición de la música de Iglesias en su tragicomedia: “Quería usar su furor para llevar al espectador a otro furor, el de la adicción de las élites mexicanas a España, país que nos colonizó. Ellos, con esa pasión musical, quieren pertenecer a otro mundo, incluso étnicamente, por encima de los demás. Con Julio Iglesias puedo hablar de forma casi pop de esa aspiración. Salía en el ¡Hola!, una revista que en los ochenta en México era un privilegio. Tardaba en llegar un par de meses y solo para las elegidas”. Lo mismo vale para la mención de El Corte Inglés. “Era la tienda donde todas las mamás y las tías querían comprar la ropa de sus hijos y sobrinos, porque era superexclusivo… Es toda la colección de aspiraciones mexicanas por ser españoles colocada de forma divertida”.

En la semilla de Las niñas bien está la novela homónima de Guadalupe Loaeza de 1985. “Este proyecto me llegó como encargo de los productores, que apostaron por mí para escribirlo y dirigirlo”, recuerda Márquez. “Y me negué la primera vez. Rotundamente. Por unos prejuicios similares, por no decir idénticos, que han tenido muchos espectadores ante el estreno de la película. Pronto me di cuenta de que ese material me permitiría hablar de las desigualdades de una manera original, con una mirada nueva, yendo a la clase alta en vez de quienes fueron más dañados por la crisis y, obviamente, por la opulencia de la élite”, recuerda la cineasta por teléfono. “Había que entender qué les aferraba al poder, a mantener la desigualdad que aún hoy en países como México”, insiste. “Fue una adaptación difícil en cuanto el libro recopila una serie de crónicas periodísticas publicadas a lo largo de tres años en un diario”. La directora subraya que el principal rasgo del volumen era el humorístico, “y ya”. Ella quería alejarse de la farsa. “Siento que la comedia, aunque es un arma afilada para estos retratos, ha dado una vuelta a esos personajes en México y les ha salvado. No les cuestiona. Y yo quería mirarles a los ojos”.

En Las niñas bien hay opresión y, sobre todo, absoluto desprecio a los opresores. Hay momentos en que la clase alta se escandaliza porque sus criados no se dejen avasallar. “Tuve mucho cuidado en mostrarlo, aunque no podía perder de vista que el espectador debe acompañar a los personajes a lo largo del metraje. No puedes odiarles a la primera”. De fondo, además, el machismo imperante, entonces y ahora. “Ellas lo incentivan, sobre todo en la élite, con esa comprensión de sí mismas como niñas -algo que me interesaba muchísimo-, como eternas menores de edad que necesitan de un hombre que las proteja, que tomen las decisiones por ellas. La vida real pasa por delante de ellas como si no fuera con ellas en absoluto”.

Un último detalle. Márquez Abella es muy consciente del paralelismo entre la clase alta mexicana y la española. “Clarísimo, me gusta que la gente lo vea. El pijo español es idéntico al fresa mexicano”. La directora sabe de lo que habla, porque estudió en Barcelona hace 13 años. Y también los ecos con la situación actual: “Siempre habrá que iluminar y denunciar a quienes oprimen”.


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