Son las cuatro de la tarde de un día brumoso en Madrid, una ciudad que hoy parece vestida con el manto de niebla del Londres de Sherlock Holmes. No he ido a recoger a mis hijos al colegio para charlar unos minutos con una niña apenas unos años mayor que ellos. Tras tres tonos de teléfono alguien descuelga al otro lado de la línea móvil. Intuyo que será Mari Carmen, su madre, pero pronto una voz infantil me cambia el guion de conversación que tenía previsto con su desparpajo y seguridad. Es la voz de Nayara Granados, que a sus nueve años acaba de publicar un precioso e inspirador libro ilustrado con delicadeza por Leire Salaberria. “¡Ahora serás famosa en el cole!”, le digo. Ella se ríe con esa naturalidad y sinceridad con la que solo lo hacen los niños. “¡Sí!”, exclama. Y luego añade: “¡Mis amigos me dicen que les gusta mucho, que enhorabuena y que escriba más cuentos!”.
El cuento se titula Los abrazos perdidos (Destino) y Nayara lo escribió durante el confinamiento como una actividad con la que los alumnos de su escuela alimentan cada año la revista del pueblo donde vive y estudia 4º de Primaria: Algarinejo, en Granada. El libro narra la historia de una mujer anciana que cuenta a sus nietos cómo cuando ella tenía ocho años una pandemia les obligó a encerrarse en casa y a renunciar durante semanas a los abrazos de familiares y amigos. Esa anciana es Nayara, claro. O será algún día Nayara. “Como mis abuelos siempre me cuentan historias de cuando ellos eran pequeños, yo pensé que también me gustaría contarle en un futuro a mis nietos lo que estamos viviendo ahora mismo”, explica con una naturalidad sorprendente.
De esa experiencia lo que más marcó a Nayara fue no haber podido estar con sus amigos (“Eché en falta las risas que nos echamos siempre jugando”) y, sobre todo, con sus abuelos. “Los he echado mucho de menos”, reconoce. Unos abuelos que hoy presumen orgullosos de nieta. “Nayara nació muy prematura y llegamos a pensar que no iba a sobrevivir. Desde entonces los abuelos siempre han dicho que su nieta iba a hacer algo grande. Lo que no esperaban es que fuese tan pronto”, tercia con humor Mari Carmen.
Si ya es difícil que una niña con nueve años publique un libro, más en apariencia lo es aun si esa niña apenas tiene visión como consecuencia de su prematuridad (Nayara nació a los seis meses de gestación y con apenas un quilo de peso). La pequeña nació con vista, pero también con nistagmo, un movimiento involuntario, rápido y repetitivo de los ojos. Desde los nueve meses hasta los dos años pasó por varias intervenciones en las que se le inyectó bótox para tratar el nistagmo. En una de esas intervenciones y a consecuencia de una bacteria Nayara perdió por completo la visión en un ojo (en el que hoy lleva una prótesis), mientras que la del otro quedó seriamente mermada.
“Nayara tiene una discapacidad visual grave, pero conserva restos de visión de un décimo en su ojo izquierdo. Esto quiere decir que lo que normalmente nosotros vemos a 10 metros de distancia ella necesita acercarse a un metro para verlo. Si eso lo traspasamos al trabajo de clase significa que lo que nosotros leemos o escribimos a 20 cm de distancia ella tiene que tenerlo a dos centímetros, muy cerca de la cara”, explica Verónica Rodríguez, profesora del equipo de atención educativa de la ONCE para impulsar la inclusión de estudiantes como Naiara en las aulas. Para la pequeña, “su seño”.
Nayara, pese a su discapacidad, estudia hoy 4º de Primaria en el centro público de Algarinejo que eligieron sus padres gracias al trabajo de personas como Verónica. Su limitada visión obliga a hacer determinadas adaptaciones. Nayara, por ejemplo, tiene un atril que le ayuda a leer y escribir cómodamente a una distancia de dos-tres centímetros del libro o la libreta sin hacerse daño en la espalda. También dispone de una Tablet táctil donde tiene versiones en PDF de los libros escolares, para poder ampliar la letra en la pantalla todo lo que necesite y facilitarle la visión del trabajo en pizarra, ya que puede hacer fotos a la misma y ver lo que pone la profesora sin necesidad de levantarse continuamente. Como explica, Verónica, desde el equipo de atención educativa de la ONCE inician a los niños y niñas muy pronto en el uso de las nuevas tecnologías, sobre todo con la idea de que utilicen programas de síntesis de voz para reducir su fatiga visual. “Hay que pensar que el esfuerzo que hace Nayara para realizar las tareas es mucho más grande que el que hacen sus compañeros, por eso puede ser normal que le duela la cabeza y la espalda. Esos programas de síntesis de voz le permiten reducir el esfuerzo de visión”, explica.
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La última adaptación son unas gafas fotocromáticas para combatir su fuerte fotofobia. De esa forma puede salir al patio o a educación física sin que el sol la deslumbre y le anule la poca visión que tiene. En todo lo demás Nayara es una alumna como cualquier otra y que se relaciona con total normalidad con sus compañeros. Tanto que, como señala su seño, muchas veces pasa desapercibida y hay que recordarle que tiene una discapacidad visual. “Trabajamos mucho en niñas como Nayara el ajuste a su discapacidad visual para que ella comprenda y acepte su situación visual y las implicaciones que tiene. Esto es importante trabajarlo para que pueda dar una respuesta adecuada a las diferentes situaciones que se le planteen y también para que acepte sus adaptaciones, que es algo que cuesta mucho con algunos niños aunque no es el caso de Nayara”, explica.
¿Es Nayara un ejemplo de la importancia y los beneficios de la inclusión educativa?, le pregunto a Verónica. “Nosotros estamos convencidos de que de sí y de que la integración de nuestros alumnos es la mejor opción. Para ellos, pero también para sus compañeros, porque se enriquecen cada día al ver un alumno que con una discapacidad visual puede hacer las mismas tareas que ellos”, responde.
Cuando le pido que me defina a Nayara como alumna, Verónica habla sin dudarlo de una niña “muy buena, muy trabajadora, muy cariñosa y muy madura para su edad”. Para los padres nunca es fácil hablar de nuestros hijos, pero también le pido lo mismo a Mari Carmen. Dice que le faltan palabras. Con niñas como Nayara a veces el diccionario se queda corto. Eso sí, si tuviese que destacar algo de ella sería que es una luchadora incansable. “Hemos pasado mucho y ella siempre ha sabido estar a la altura de las circunstancias”, susurra emocionada.
A mí lo que más me ha gustado del libro, le digo a Mari Carmen poco antes de colgar, es el mensaje que deja, la lección de vida que nos da a los adultos su hija de nueve años pidiéndonos cuidar el planeta, abandonar el materialismo vacío y levantar la vista de las pantallas de nuestros teléfonos para mirar de frente a esas pequeñas cosas que de verdad importan. Cuántos buenos momentos y abrazos perdidos por nuestra incapacidad de vivir y valorar las cosas simples del presente. “Creo que todo lo que ha vivido mi hija le ha servido para ver las cosas de otra forma, para fijarse en esas cosas pequeñas que nosotros no vemos. Por eso desde que nació siempre nos está dando lecciones de vida a quienes la rodeamos”.
Ahora, también, a quienes la leemos. Lo primero que voy a hacer tras escribir el punto final de este artículo es abrazar muy fuerte a mis hijos.
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