La nueva guerra de Crimea que se escenifica en Europa oriental no sólo está frenando la recuperación poscovid (ya de por sí lastrada por la energía y la inflación) sino que amenaza con desarticular las líneas maestras del juego político español. Por primera vez, el líder de la oposición le ha ofrecido su leal apoyo al jefe del Gobierno, suspendiendo por esta vez su campaña de confrontación. Una oferta de tregua que muchos esperábamos del presidente Sánchez, pero que este no ha tenido la lucidez o la astucia de ofrecer. Por su parte, el socio menor de la coalición de Gobierno ha aprovechado el anuncio de hostilidades en Ucrania para recolocarse en la posición de no alineado en esta nueva guerra fría entre el Este y el Oeste, con una reivindicación del “no a la guerra” de 2003 que olvida que hoy los papeles están cambiados, pues esta vez el ultimátum agresor del trío de las Azores no lo ha dado el posimperialismo yanqui sino el neoimperialismo del Kremlin. Y encima los caballistas de Vox aprovechan el río revuelto de la beligerancia geopolítica para escenificar su propia representación del putinismo disfrazados de Peaky Blinders al galope por Castilla.
No hay duda, Putin es el hombre político de moda. Con sus juegos de guerra está trastocando en su favor el escenario geopolítico y el repertorio de estrategias de poder, hasta el punto de que su estilo de juego, de una eficacia arrolladora, es hoy el más imitado del planeta de Turquía a Filipinas, de Arabia Saudí a Marruecos. Todo ello sin justificación ideológica, más allá del “hacer grande a Rusia otra vez” (make Russia great again), llevándolo a cabo como simple y desnuda política de poder, que escenifica con eficacia demostraciones de fuerza que le permiten disponer de todo lo que está a su alcance sin pedir permiso ni avisar, sin presentar disculpas ni ofrecer explicaciones.
Es el viejo ideal del Príncipe de Maquiavelo, el catecismo de Napoleón, de Bismark y de Lenin, que no busca hacerse amar, sino hacerse temer. Y aquí está el origen de su epopeya, pues el ciclo de poder de Putin se inició contra el buenismo de Barack Obama, al que desafió en un duelo de poder mediante ruleta rusa, primero en el teatro de operaciones de Siria, después en el de Crimea, escenarios en los que el presidente de EE UU no se atrevió a aceptar el envite y prefirió retirarse a tiempo para no perder su prestigio y popularidad manchándose con un baño de sangre. Y de aquellos polvos vinieron estos lodos, pues con el precedente de su impunidad geoestratégica, Putin prosiguió su escalada hacia adelante, convirtiéndose en el puto amo de Eurasia, área de influencia en la que hace y deshace a su antojo. De ahí que hoy todos los matones de barrio quieran ser como él, de Trump a Bolsonaro, de Boris Johnson a Éric Zemmour, y del grupo de Visegrado a los Peaky Blinders de Vox. ¿Por qué?: porque funciona.
De ahí que Rabat se haya aprendido la lección de Crimea, y hoy la aplique sin complejos en Ceuta, Melilla y las aguas de Canarias. ¿Quién será el guapo que les pare los pies? ¿Biden? ¿Sánchez?
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