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El Ejército de Myanmar corteja a los monjes


Como cada año a mediados del mes de abril, salvo en 2020 debido al coronavirus, Myanmar (antigua Birmania) y sus países vecinos se sumergieron la pasada semana en la festividad anual budista más importante, el Año Nuevo o Thingyan. Conocida como Fiesta del Agua, por la costumbre de arrojársela para purificar los pecados, la actual coyuntura, con el país al borde del colapso tras la asonada de febrero, ha enterrado cualquier festejo: en lugar de agua, los manifestantes salpicaron las calles de algunas ciudades con pintura roja como símbolo de las más de 700 vidas segadas por la represión militar. Los opositores al régimen castrense aprovecharon para criticar que los generales busquen apropiarse de las tradiciones budistas mientras intentan legitimar su poder seduciendo a los respetados monjes, divididos tras el golpe.

“El régimen militar no es dueño del Thingyan. El poder está en las manos de la gente”, proclamó en Facebook Ei Thinzar Maung, portavoz del movimiento de desobediencia civil, que lleva convocando huelgas masivas desde el golpe de Estado del 1 de febrero. La mujer urgió a los birmanos budistas —alrededor del 90% de los 54 millones de ciudadanos del país— a rezar en grupo y participar en actos de protesta simbólicos. Así, en vez de los habituales rituales de limpieza de las representaciones de Buda en los templos, los manifestantes conmemoraron el Año Nuevo portando pancartas de protesta, tiñendo de rojo las calles y convocando jornadas silenciosas en algunas ciudades.

Se trató de su forma de mantener las protestas y respetar la tradición sin recurrir a festejos, en señal de respeto a las más de 700 víctimas mortales, entre ellas 46 niños, a causa de la represión de las fuerzas de seguridad desde la asonada, según la Asociación para la Asistencia de Prisioneros Políticos (AAPP, por sus siglas en inglés). Unos ataques que no cesan. Hace algo más de una semana, más de 80 personas perdieron la vida en Bago, a unos 80 kilómetros al noreste de la mayor ciudad del país, Yangón, cuando el Ejército y la policía dispersaban con violencia las manifestaciones allí convocadas. La tensión aumenta en las regiones donde operan guerrillas formadas por minorías étnicas. En el estado sureño de Karen, más de 24.000 civiles han huido en los últimos días debido a los enfrentamientos entre los grupos rebeldes y el Tatmadaw, como se conoce al Ejército birmano, que lleva a cabo bombardeos aéreos en la zona.

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El cuerpo monástico, o Sangha, juega un rol instrumental en otorgar legitimidad al Gobierno. Y la cúpula militar, encabezada por el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Min Aung Hlaing, es plenamente consciente de ello. El nuevo hombre fuerte de la antigua Birmania dedica tiempo y fondos a la causa; en las semanas previas al golpe, el general, de quien corre a cuenta en parte la financiación de la construcción de la estatua de Buda más grande de la capital, Naypydó, aumentó el ritmo de visitas y donaciones a importantes monasterios. Poco después de tomar el poder, anunció la reapertura de grandes pagodas en Yangón y Mandalay, las mayores ciudades del país, cerradas por la pandemia. Y tras el desfile militar celebrado en dicha urbe el pasado 27 de marzo, día de las Fuerzas Armadas, se apresuró a visitar la pagoda más cercana, mientras los militares mataban a más de 100 personas por todo el país.

Aunque la junta militar mantiene de su lado a algunos líderes budistas mediante incentivos, hay divisiones entre los monjes y en el seno del propio Mahana, el poderoso comité de 47 abades designado por el Gobierno, acerca del borrador de un documento filtrado a mediados de marzo que pedía el fin de la violencia. “La cúpula monacal puede que esté del lado del Tatmadaw, pero muchos monjes de rangos inferiores querrían unirse al movimiento de desobediencia civil y a las protestas. Los monjes ordinarios tienen experiencia en las protestas y simpatizan con la gente que sale a las calles”, considera Thitinan Pongsudhirak, profesor de la Universidad Chulalongkorn, de Bangkok.

Disenso en el comité de abades

Los desacuerdos dentro del Mahana quedaron patentes a raíz de la filtración del documento, sin firmar, y que no fue publicado oficialmente. El día de las Fuerzas Armadas, un representante del comité budista acudió a una ceremonia religiosa atendida por Min Aung Hlaing, lo que fue interpretado como una posible retractación. “Más que apoyo a la junta, su asistencia podría indicar neutralidad. El Mahana siempre ha intentado mantener una apariencia de unidad, sobre todo en asuntos políticos. Su posición es difícil, pues están bajo la batuta del Ministerio de Religión, y su relación con el Ejército se ha definido por una lucha constante de poder”, observa Melyn McKay, antropóloga y especialista en Myanmar.

Las supuestas divisiones parecen influir a la hora de ver menos monjes en las calles que en ocasiones anteriores, como en las revueltas de 1988 o en las de 2007, llamadas revolución azafrán por el color de las túnicas de los monjes, protagonistas entonces de un movimiento motivado por una crisis más económica que política. A la situación particular generada por el coronavirus, que mantiene recluidos a muchos monjes, se suma la falta de liderazgo. “Hay monjes que querrían participar en las protestas y se sienten impotentes porque no hay liderazgo dentro del cuerpo monacal, que por tradición prefiere seguir directrices centrales a tomar iniciativas propias”, indica desde Myanmar Peter, nombre ficticio de un monje que pide hablar desde el anonimato.

“La creencia de que el Tatmadaw es el único que puede salvaguardar el budismo está muy extendida en algunas comunidades budistas”, añade el religioso. El Gobierno civil de Suu Kyi, líder de facto del país desde 2015 hasta el golpe, fue considerado por algunos monjes como una amenaza a sus intereses, ante la perspectiva de una mayor pluralidad religiosa (con un 4,6% de cristianos y un 3,9% de musulmanes, además de otros credos, en el país).

No obstante, la menor presencia de monjes en las protestas no parece que vaya a ser determinante en el éxito o fracaso de las mismas. “Su participación tiene más bien un impacto psicológico en el Ejército, en vez de ser decisiva a la hora de movilizar a la gente. Esa voluntad ya existe y no va a desaparecer”, apunta McKay. El religioso, por su parte, anota: “Los monjes o líderes religiosos pueden añadir más fuerza al movimiento, pero esta generación no va a quedarse esperando a que tomen el protagonismo visto en movimientos pasados”.


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