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El eterno retorno de Pinocho

El otro día me quedé frito con Los siete samuráis, en mitad de una escena de asamblea campesina que, antes de hacerme perder el sentido, me trajo repetidos flashbacks del 15-M. Cuando desperté de la siesta le dije a mi mujer que algunas cosas parecían hechas para ser rehechas. El pionero no debería vencer por defecto; ciertas obras exigen depuración y modernización (de lo contrario aún volaríamos en zepelín). Lo primero que hizo John Sturges al emprender el remake de Los siete samuráis fue cargarse las cansinas –aunque exquisitamente filmadas– juntas aldeanas de Kurosawa. La nueva versión, Los siete magníficos, iba directa a la épica y la balacera, a lo que había que añadir la sugerente calva de Yul Brynner. Y duraba una hora menos. Con esta jamás me hubiese quedado dormido, le sentencié a mi incrédula esposa.

Pinocho, la fábula que el italiano Carlo Collodi publicó por entregas entre 1881 y 1883, comparte con Los siete samuráis su prestación a la reinterpretación. Desde que en 1911 se estrenó en Italia la primera versión muda, el libro ha originado decenas de adaptaciones al celuloide. Sería tedioso citarlas aquí, pero la lista incluye una producción belga-americana de 1965 donde Pinocho va al espacio (un genio sustituyó a Pepito Grillo por una tortuga alien), un atroz family fantasy film de 1996 con Martin Landau en el papel de Gepetto (la secuela fue directa a vídeo), y un filme alemán de 1941 donde Pinocho es un oficial gay de las SA que escapa de las SS durante la noche de los cuchillos largos, y que me acabo de inventar.

Pinocho regresa ahora a los cines para solaz de todos los infantes. Pinocho (2019), la versión dirigida por Matteo Garrone, protagonizada por Roberto Benigni (Gepetto) y un joven con cara de cómoda sin pulir (el personaje homónimo), publicita su “fidelidad” al clásico de Collodi como ingrediente cardinal. Benigni, por cierto, había interpretado al muñeco de madera en Pinocchio (2002), una adaptación tan “fiel” como desasosegante. En ella, el maduro actor, ataviado como John Wayne Gacy en pleno telele, demostró que ceñirse al original no era garantía de éxito. Ni de calidad artística.

En cualquier caso, nadie supo ver las proverbiales barbas del vecino cortar. El consenso continuó afirmando que el panfleto toscano era el patrón a seguir, y que toda versión que se hubiese desviado de él, como Pinocho (1940) de Disney (luego volveré a él), sería impura desde su gestación. Guillermo del Toro estrenará aún otro Pinocho, en Netflix, cuando llegue 2021. Será animación en stop motion y, cómo no, fiel al libro como nadie lo ha sido nunca.

Dibujo presentado en 2011 por Gris Grimly y Del Toro para mostrar cómo será ‘Pinocho’.

En todo esto nadie parece haberse leído de verdad el librito de marras, lo que resulta inquietante. Pues podría ser que a) estuviésemos ante un clásico que precisamente pide a gritos la adaptación infiel, b) la versión de Disney no fuese el bodrio diabético que consideran algunos, y c) como sucedía con Los siete samuráis (o Moby Dick), procediera eliminar unas cuantas resmas del italiano antañón, pues después de todo se escribieron en 1881, para otra gente y otro mundo, y poner el meollo de la cosa a buen uso.

Es solo una idea.

El original: Las aventuras de Pinocho o Historia de un buritano (1883)

El libro fue escrito para entretener, pero también, especialmente, para educar. Se trata de un libro pedagógico a la usanza de las fábulas moralizantes de nuestros ancestros, donde los niños díscolos o mimados siempre acababan enjaulados o despedazados por las fieras. Para que aprendan. Y si algún lector sádico se carcajea, mejor que mejor.

La historia de Pinocho, recientemente reeditada por Navona, es de sobra conocida, arquetípica, y por ello doblemente difícil de leer. Como suele suceder con las grandes sátiras –La rebelión de la granja, Cándido, etc.–, uno siempre tiene la impresión de conocer el chiste. Empieza con un anciano, Gepetto, que quiere un muñeco de madera. Tras liarse a puñetazos con un vecino carpintero (sic), consigue un tocón. Dicho tronco cobra vida al ser tallado y se convierte en un niño de madera, aunque con alma de boñiga. Sí, Pinocho es un personaje odioso, concebido como modelo de Todo Lo Malo: yonqui, mal mentiroso (recuerden la napia retráctil), crédulo, respondón y estulto. Y reincidente: como un cocainómano en pleno teching, Pinocho promete y promete que nunca más lo hará, pero al mínimo percance está marcando el número del camello.

A las pocas trastadas, al insufrible títere se le aparece El Grillo Parlante (aquí no se llama Pepito), “paciente y filósofo”, para ofrecer un par de consejos morales. Pero, por suerte o desgracia, Pinocho lo aplasta de un martillazo (chúpate esa, Disney), sin darle tiempo a cantar las primeras notas del When you wish upon a star. Y aún estamos en la página 36.

Gepetto, ancianete con paciencia de Santo Job, lleva su abnegación a extremos histéricos: le fabrica a Pinocho “un trajecillo de papel floreado, un par de zapatos con corteza de árbol y un gorrito con miga de pan” para que pueda ir a la escuela, vende su casaca para comprarle la cartilla escolar, y algo más tarde vende su avejentado trasero en un lupanar de Shanghái. No, a lo último no llega, pero lo previo sí. Pinocho, ingrata marioneta del infierno, vende la cartilla para ir a un teatro de marionetas. Lo que sigue se parece tanto a la película de Disney como Eduardo Manospenes (1991) al original de Tim Burton. El titiritero Tragafuegos incorpora al burattino a su teatro ambulante, pero más tarde le lanza al fuego, calcinándole los pies. Zorra y Gato, los escamoteadores con los que topa en los dibujos animados, son aquí absentistas escolares (“Por la loca pasión de estudiar he perdido una pierna”), pues para Collodi saltarse álgebra era como inyectarse basuco. Primero le roban, luego planean asesinarle.

El Grillo Parlante, que al final no estaba muerto, trata de prevenir al chaval, pero él hace oídos sordos. Escapa por poco de los infanticidas y va a dar con sus ramas a la cárcel. Al salir se mete en nuevos líos, y todos los animales de la creación, junto a “la niña del cabello azul” (el hada), se turnan para impartirle admoniciones paternalistas. Pinocho regresa al colegio, pero en una salida a la playa se lía a leches con sus compañeros de clase, inspirando Quadrophenia. Luego un pescador le confunde con un pez y trata de freírle en una sartén, un papagayo le conmina a enmendarse, un caracol le chulea, y un atún no me acuerdo lo que hace, pero da igual, porque Pinocho termina en el País de Jauja, que por fuera parece el Oktoberfest pero por dentro es un gulag estalinista.

A diferencia del filme de 1940, Pinocho acaba allí convertido en burro de cuerpo entero. Como pollino que es, le ponen a tirar del carro. Su nuevo amo, al ver que es un animal inoperante, le arroja al mar para ahogarlo y despellejarlo (¡adapta esto si te atreves, Walt!). Por suerte (ya termino), los peces le comen la piel burresca, y Pinocho regresa al deseable estado previo de anaquel parlante. Al final rescata a Gepetto del vientre del Tiburón, y se convierte en niño, en niño bueno, y todo se llena de alegría en la casa del vejete, porque “cuando los niños que eran malos se vuelven buenos, tienen la virtud de lograr que todo adquiera un aspecto nuevo y sonriente incluso dentro de sus familias” (uf).

No hace falta ser una lumbrera para ver de qué va Pinocho: haz caso a tus padres, niño de las narices, de hecho, obedece a cualquier figura de autoridad, policía y curas incluidos, estudia y trabaja de sol a sol, honra a tus familiares (infalibles de nacimiento, como el Santo Padre), realiza actos de caridad, produce bienes de consumo y todo irá de perlas. Italo Calvino, en un acto de aventurada exégesis, nos señala en el prólogo que el libro de Collodi está, para colmo, repleto de simbología “cristológica” y bíblica, desde el Niño Jesús bromista de los evangelios apócrifos a la historia de Jonás y la ballena, pasando por la circuncisión (cuando a Pinocho se le comen la nariz los pájaros).

La adaptación de Disney: Pinocho (1940)

Walt, viejo zorro como era, tomó del libro de Collodi lo mejor, y le metió tijeretazo a las superfluidades y la tabarra ejemplarizante. El autor de libros infantiles Maurice Sendak escribió en The Washington Post que “el Pinocho de la película no es la marioneta rebelde, malhumorada, viciosa, taimada (…) que creó Collodi. Tampoco es un hijo del pecado, malvado innato, condenado a la calamidad. Es más bien adorable, y en eso reside el triunfo de Disney. Su Pinocho es un niño de madera travieso, inocente y muy ingenuo. Lo que hace que nuestra ansiedad por su destino sea soportable es la sensación tranquilizadora de que Pinocho es amado por sí mismo, y no por lo que debería o no debería ser”. Sendak terminaba diciendo que Disney había “corregido un terrible error”.

La versión de Disney de Pinocho.

Resulta difícil no darle la razón. La versión de Disney elimina la repelencia y el aleccionamiento, dejando lo bueno (la trama y los personajes). Como todas las producciones Disney de los cuarenta y cincuenta es tenebrosa, expresionista y suspensera.

Una última cosa que sustituyó Tío Walt sería el look del protagonista: el siniestro pierrot anoréxico del libro mutó en guiñol de rubicunda mejilla e improbable traje bávaro, lederhosen y sombrerete tirolés incluidos. Para esto tengo una teoría final: a) Disney era de derechas. b) Hitler solía llevar lederhosen. c) Pinocho se estrenó el 7 de febrero de 1940, dos semanas después de que Herman Göring encargase a Reinhard Heydrich la solución de la “cuestión judía”.

¿Coincidencia? No lo creo.


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