El mundo de la moda ha acudido al rescate de Jean Dunand. Gracias a admiradores tan ilustres como Marc Jacobs, Yves Saint Laurent o Karl Lagerfeld, el artista suizo, fallecido en 1942, ha recuperado en las últimas décadas parte de la popularidad y el enorme prestigio del que disfrutó en vida. Su obra vuelve a cotizarse muy al alza.
Porque la de Dunand es una historia de auge sostenido, olvido póstumo y resurrección tardía, cuando ya nadie lo esperaba. Nacido en Lancy, en el cantón suizo de Ginebra, y emigrado a París a los 20 años, echó raíces muy firmes en la capital francesa, aunque pronto, por puro pragmatismo, decidió aparcar su primera vocación, la escultura, para centrarse en las artes decorativas. Gracias a ellas lo fue todo en aquel París de la década de 1920, uno de los entornos creativos más estimulantes de la historia de la cultura y las bellas artes. Con su estilo pulcro, preciosista y exquisito, muy asociado al art déco por entonces en boga, Dunand llegó a dirigir un taller con más de 60 empleados, decoró transatlánticos y hoteles de lujo, tuvo grandes clientes entre la alta aristocracia parisina y retrató a celebridades como la cantante estadounidense Josephine Baker.
Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, la obra de este triunfal verso suelto pasó de moda. Su nombre se convirtió en una nota a pie de página en el gran libro del arte contemporáneo. París dejaba atrás su etapa art decó y ese estilo, asociado a un periodo de hedonismo y euforia, fue sustituido por vanguardias menos frívolas, más conceptuales. Hubo que esperar varias décadas para que Andy Warhol reivindicase a Dunand, al que veía como un eslabón perdido entre la exuberancia ornamental del París de entreguerras y el pop art. Más tarde, ya a finales del siglo XX, Lagerfeld se convirtió en coleccionista implacable de su obra y contribuyó a popularizar su nombre entre la élite de los diseñadores de moda. Esta reevaluación tardía ha consolidado a Dunand entre los artistas más cotizados precisamente ahora, casi 80 años después de su muerte y a casi un siglo de distancia de su etapa creativa más exitosa y fértil.
La última travesía del Normandie
Hace apenas una semana ha vuelto a quedar claro hasta qué punto Dunand disfruta de una inesperada vigencia. El pasado sábado 20 de febrero se subastó en la ciudad portuaria francesa de Le Havre un muy sugerente lote de obras suyas, 18 panales decorativos realizados en 1934 para el crucero de línea Normandie. Se esperaba que alcanzasen un precio de alrededor de 300.000 euros, pero al final fueron vendidos por una cantidad muy superior: 770.000. Casi 400 coleccionistas, 370 para ser exactos, participaron en la puja, aunque solo 50 de ellos, elegidos por sorteo, pudieron estar presentes en la sala en que se realizó la subasta.
Según Amélie Marcilhac, autora de un monográfico sobre Dunand, el lote subastado incluye “algunas de indiscutibles sus obras maestras”. Marcilhac explica que el artista dedicó un año entero a trabajar en este ambicioso conjunto de piezas decorativas: “Cobró por ellas muchísimo dinero, pero trabajó día y noche, sin descanso, y al final del proceso estaba extenuado. Tenía 58 años, llevaba más de 30 trabajando a un altísimo nivel de exigencia y su organismo nunca se recuperó del todo de tan intenso esfuerzo”.
El Normandie, un lujoso transatlántico de 313 metros de eslora que cubrió durante años el trayecto entre Le Havre y Nueva York, con escala en el puerto británico de Southampton, era, según el galerista neoyorquino Jake Baer, “un palacio flotante”. Y así quiso Dunand decorar sus paredes, empezando por las de su salón de té y su sala de fumadores: como las de un palacio. Por entonces, había dejado atrás los motivos abstractos y geométricos que predominaban en su obra de juventud. Influido por el estilo del pintor Henri Rousseau, el Dunand tardío hacía suntuoso arte figurativo laqueado y en relieve con acabados de orfebrería. Escenas de caza en entornos paradisíacos que recuerdan al jardín del Edén, cebras, osos, gatos, conejos y pingüinos, árboles con la textura de un tapiz y el colorido delirante de la cola de un pavo real.
Un ermitaño feliz
Dunand daba rienda suelta a su fantasía recluido en su estudio de la parisina rue Hallé, un lugar que tenía algo de zoco persa y de zoológico. En él criaba gallinas y palomas e incluso conservaba en una jaula a una cría de leopardo chileno, obsequio de un cliente, a la que llamaba Toya y alimentaba con dos kilos de carne cruda diaria. El reino animal con sus formas caprichosas, se había vuelto ya a esas alturas la principal fuente de inspiración para él. Pero como su trabajo no le permitía apenas pisar la calle, se rodeaba de animales en el único espacio que frecuentaba: su estudio. Sus nietos, según recordaba uno de ellos, Jean-Paul Dunand, eran siempre bienvenidos en el arca de Noé de su abuelo: “Él era un rehén de su trabajo, pero también una persona alegre y bromista, que se tomaba la vida con un entusiasmo casi infantil y adoraba a su familia”.
Con sus paneles para el Normandie, el artista pudo desquitarse de un desastre que le dolió en el alma: la destrucción de otro gran crucero de línea decorado por él, el Atlantique. El barco había ardido en 1933, apenas un año más tarde de su primer viaje, con lo que se perdió para siempre lo que Dunand consideraba una parte esencial de su propia obra de madurez. El Normandie fue para él la oportunidad de recuperar parte de lo que habían consumido las llamas. Aquel fue, según Marcilhac, su último gran proyecto, su testamento artístico.
El hombre que captó la esencia de Josephine Baker
Años antes de ese éxito crepuscular, en marzo de 1927, Dunand había retratado a Josephine Baker en su estudio de la rue Hallé. Quiso mostrarla, según dejó anotado en sus diarios, “como una diosa de ébano, la única habitante de un reino tropical de fantasía”. En la lámina barnizada en laca de apenas medio metro de altura que fue resultado de aquellas sesiones, Baker aparece descalza y semidesnuda al pie de una palmera, luciendo un collar exótico, un taparrabos de fantasía y pulseras de colores en la muñeca, con su habitual pelo corto, ensortijado y cubierto de brillantina y una sonrisa rebosante de carmín en los labios.
La diva de Harlem tenía por entonces 21 años y acababa de establecerse en París, donde el agregado comercial de la embajada de Estados Unidos, Donald J. Reagan, le había ofrecido un sueldo de 250 dólares semanales por “contribuir a traer a Europa la cultura norteamericana”. En Francia, Baker causó sensación. Su espectáculo de jazz y variedades fue valorado como un ejemplo excelso de arte popular de vanguardia. La prensa francesa empezó a referirse a ella como la Venus de ébano. Tanto el París nocturno y canalla como la élite intelectual se enamoraron de ella, de su frescura y su feliz desparpajo.
Dunand la conoció a finales de 1926, cuando le pidieron que se hiciese cargo de los decorados de It, una de las funciones protagonizadas por Baker. A la cantante no le pasó desapercibido que el tal Dunand era un hombre de ideas originales y gusto exquisito, el primero que quiso ir más allá del tópico y la rodeó de deliciosas fantasías geométricas en vez de plátanos gigantes, coronas de fruta, boas y cocoteros. Congeniaron, y la diva nacida en Misuri pasaría a convertirse en una de las clientes VIP del suizo, al que valoraba también por su sentido del humor y sus formas siempre corteses.
En la época de su primera colaboración con Baker, Dunand estaba en la cresta de la ola. A sus 50 años, el pintor, escultor, diseñador, decorador, interiorista y orfebre dirigía un taller multitudinario, una factoría de exquisiteces ornamentales siempre a pleno rendimiento. Su éxito fue fruto del talento, la abnegación y el esfuerzo. Según recordaba su nieto Jean-Paul, el abuelo “trabajaba a destajo, hasta 19 o 20 horas diarias, sin fines de semana ni vacaciones que fuesen más allá de una semana en el campo muy de vez en cuando. Salía del estudio apenas un instante, para comer con la familia. Devoraba su par de platos, hacía alguna broma a los niños y volvía al trabajo”.
Este estilo de vida estajanovista le permitió hacerse con una cartera de clientes envidiable y dejar muy atrás los sinsabores y penurias de su primera juventud, pero también acabaría quebrando su salud. Pese a todo, se mantuvo en activo hasta su muerte, a los 65 años, en plena guerra mundial. La experta en arte contemporáneo Caroline Legrand le considera “uno de los representantes más significativos del Art Decó parisinos de los años 20 y 30”. Un profesional de extraordinario talento “que tocó todos los palos siempre desde una sensibilidad muy personal”. Lo que le hace distinto de la mayoría de sus contemporáneos es, según Legrand, “su aplicación de la técnica tradicional japonesa del laqueado, que aprendió del maestro Seizo Sugawara y fue desarrollando hasta convertirla en su elemento diferencial, su sello de autor”.
El caso es que la obra del hombre que retrató a Josephine Baker como una diosa de ébano pop no ha dejado de incrementar su cotización en lo que llevamos de siglo XX. En febrero de 2009, por ejemplo, una vasija monumental que Dunand había vendido por 5.000 francos (el equivalente a unos 7.500 euros actuales) en 1925 superó los 3,5 millones en una subasta en Christie’s.
Según Caroline Legrand, a Dunand le hubiese encantado ver las auténticas fortunas que se están pagando ahora mismo por piezas de su catálogo: “Él era un profesional perfeccionista y muy ambicioso, pero siempre tuvo dudas sobre el valor real de su obra. Se consideraba más artesano que artista. Estaba seguro de haber creado gran cantidad de objetos bonitos, pero sabía que, en arte, lo “bonito” se considera con frecuencia enemigo de lo sublime”. Hoy en día, lo bonito sigue cotizándose muy bien. Y lo sublime, se pague lo que se pague por ello, sigue sin tener precio.
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