El ex hombre de confianza de Carlos de Inglaterra dimite mientras se investigan sus favores a un millonario saudí


La tentación sigue siendo tan irresistible como para arriesgar la humillación pública. En ambas direcciones. Tanto por quien desea añadir un título honorífico a su tarjeta de presentación como por el que utiliza el sistema para generar caja. El mayordomo que elegía cada mañana para Carlos de Inglaterra el traje y la camisa que iba a vestir, Michael Fawcett, ha renunciado temporalmente a su puesto de director ejecutivo de la fundación del príncipe mientras una investigación aclara si intercedió en nombre de su jefe para conceder honores, y hasta la nacionalidad británica, a un empresario multimillonario saudí.

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La investigación ha sido publicada por The Sunday Times y añade otra nota embarazosa al comportamiento de la familia real británica. Mahfouz Marei Mubarak bin Mahfouz, por su parte, ha optado, también temporalmente, por retirar de la página web de la Fundación Mahfouz, creada en 2012 para “promover el conocimiento del público británico de la historia, cultura, lengua y literatura de Oriente Próximo”, las fotografías en las que el heredero de la corona le entregaba el título honorífico de Comendador de la Orden del Imperio Británico (CBE, en sus siglas en inglés). Fue en 2016, después de que el empresario donara 1,75 millones de euros para los proyectos de restauración de dos edificios históricos por los que Carlos de Inglaterra siente especial pasión: Dumfries House, una casa de campo en Ayrshire (Escocia), y el Castillo de Mey.

El entusiasmo por el millonario saudí de Fawcett, a quien los conocedores del arcano mundo de Windsor han señalado siempre como el conseguidor de Carlos de Inglaterra, llevó a que se comprometiera a colaborar para que Mahfouz pudiera lograr la ciudadanía británica, y hasta mejorar su título de CBE con la concesión del de caballero, para poder firmar con el sir delante de su nombre. Ninguna de la dos cosas, en cualquier caso, llegó a ocurrir. Es la tercera vez que Fawcett se ve obligado a dimitir para proteger la reputación de su empleador y master. En las dos ocasiones anteriores una ellas, después de que fuera acusado de acoso laboral— no tuvo problema en regresar al servicio de Carlos. Se ha dicho de él que el nivel de confianza llegó al punto de que fuera el encargado, cada noche, de poner la dosis exacta de pasta dentífrica en el cepillo de dientes del príncipe de Gales. Tuvo constancia de todo ello Lady Di, y lo primero que hizo cuando se atrincheró en el palacio de Kensington fue cambiar la cerradura para impedir que Fawcett pudiera entrar.

Del mismo modo que el entorno de Carlos de Inglaterra ha procurado siempre transmitir la sensación de que permanece ajeno a los procesos de recaudación de sus fundaciones, todas las instituciones presuntamente involucradas en el asunto han tomado distancia. “Los administradores han ordenado ya una investigación independiente a un auditor externo”, ha asegurado la fundación del príncipe en un comunicado público. “Todos los nombramientos de título honoríficos pasan por el mismo escrutinio riguroso y examen, para comprobar los méritos de cada caso”, ha dicho el ministerio de Exteriores británico. En esta segunda afirmación radica la explicación de que todo este asunto sea especialmente turbio. Aunque todos los títulos procedan de una fuente primigenia que les otorga una relevancia especial, la reina Isabel II, está en realidad en manos del Gobierno de turno su concesión. Y por eso, cualquier maniobra para facilitarlos, por muy legítima que sea, tiene aroma a intercambio de favores.

Son varios los primeros ministros, conservadores y laboristas, que han intentado dotar de mayor transparencia y simpleza a un tráfico de títulos que siempre ha despertado la sospecha de basarse más en influencia, poder y contactos que en mérito y contribución a la sociedad. Con poco éxito en su empeño, porque, paradójicamente, toda la tropa de altos funcionarios por cuyas manos ha pasado el proceso de selección aspira, en última instancia, a beneficiarse ellos mismos con algún título. Y por eso los quieren altisonantes e incomprensibles. Cuando la reina entregó en 1966 al entonces primer ministro laborista, Harold Wilson, un documento de cuatro hojas elaborado por su esposo, Felipe de Edimburgo, el establishment se echó las manos a la cabeza. El duque de Edimburgo, siempre en el papel de advenedizo provocador, sugería deshacerse de la terminología que rodeaba la Orden del Imperio Británico, porque de imperio quedaba ya poco, por no decir nada.

Laurence Helsby, que ocupaba el puesto de jefe del Home Civil Service (el prestigioso cuerpo británico de altos funcionarios), descartó la idea por demasiado costosa, y justificó el mantenimiento de los títulos con un exquisito cinismo: “Cuanto menos relación con la realidad tenga el nombre de una orden, mejor; y cuanto más desaparezca el imperio en las arenas del tiempo, más fácil será retener el nombre”, explicó. Eso ayuda a entender que un multimillonario saudí haya removido sus contactos, y pagado comisiones astronómicas a mediadores dudosos, para añadir a su tarjeta de presentación el título de comendador de la Orden del Imperio Británico. De hecho, sus fotos con Carlos de Inglaterra han podido desaparecer de la página web de la Fundación Mahfouz, pero las siglas CBE permanecen visibles para presentar a su principal patrón.


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