Mahsa Amini, la joven cuya muerte bajo custodia policial el pasado septiembre desató las actuales protestas contra el régimen iraní, era kurda. Desde el cementerio de Saqqez, su ciudad natal y donde fue enterrada, el lema del movimiento feminista kurdo (Mujer, vida y libertad) se ha extendido a todo Irán. A lo largo de estos tres meses, algunas de las manifestaciones más numerosas se han producido en las regiones kurdas, con una larga historia de desencuentros con el Gobierno central. Pero también en Sistán-Baluchistán, provincia oriental iraní que asimismo alberga a una minoría que se siente marginada, los baluchis. ¿Influye el factor étnico en lo que está sucediendo en Irán?
Amini no fue detenida por kurda, sino porque su modo de vestir o su forma de cubrirse el cabello desagradó a una patrulla de vigilantes de la moral. Al mismo tiempo, es significativo que el régimen respondiera a las primeras protestas de esa comunidad intensificando su represión en las regiones kurdas y atacando, incluso más allá de sus fronteras, en el Kurdistán iraquí, a grupos a los que acusa de alentar la revuelta. Lo mismo ha sucedido en Sistán-Baluchistán. Allí el estallido se produjo dos semanas después, el 30 de septiembre, para denunciar la violación, por un responsable policial, de una niña de 15 años detenida en la ciudad portuaria de Chabahar. La brutal respuesta, que dejó decenas de muertos, se justificó por el “ataque de extremistas”. Desde entonces, el descontento baluchi se expresa cada viernes a la salida de la Gran Mezquita y su rechazo al Gobierno islamista se ha unido al del resto de los iraníes.
Irán ―con 85 millones de habitantes― es bastante más diverso de lo que a algunos de sus dirigentes les gustaría. Más allá de las divisiones entre tradicionalistas y modernizadores, religiosos y laicos, revolucionarios y liberales, conservadores y reformistas; el país, que tras la revolución de 1979 se proclamó República Islámica, es un mosaico de etnias. Los persas, con los que frecuentemente se les asimila, rondan el 60% de la población. El resto son azeríes (16%-20%), kurdos (10%-12%), lores (6%), baluchis (2%-5%), árabes (2%), turcomanos y otras minorías.
Ante esa pluralidad, la teocracia chií ha utilizado el islam, que profesan el 98% de los iraníes, como elemento homogeneizador. Al mismo tiempo, sus portavoces subrayan que zoroastrianos, cristianos y judíos cuentan con escaños reservados en la cámara de resonancia del régimen que es el Parlamento (quedan excluidos los bahaís, que no están reconocidos y son marginados de forma institucional). Pero la diversidad también alcanza al islam y aunque los iraníes suníes apenas sumen el 10%, se da la circunstancia de que son mayoritarios entre los kurdos, baluchis, turcomanos y árabes que pueblan gran parte de las regiones fronterizas.
En todas ellas, las quejas de los habitantes se repiten: sufren un paro superior a la media nacional, reciben menos inversiones oficiales y las infraestructuras están lejos de las que cuentan otras zonas del país. Pero no solo se sienten relegados en lo económico. También denuncian la marginación de sus lenguas maternas frente al persa ―Mahsa era conocida entre los suyos como Jina, su nombre kurdo, vetado para los documentos oficiales― y la discriminación de su credo. Están obligados a estudiar la historia sagrada de los chiíes y, a menudo, no les queda más remedio que rezar en mezquitas chiíes porque en la mayoría de las localidades no se otorgan permisos para construir aljamas suníes.
Los kurdos, un pueblo que habita las montañas donde confluyen Irán, Irak y Turquía, aspiran a la independencia desde el final del imperio otomano. Del lado iraní, donde consiguieron una breve República de Mahabad en 1946, se concentran en una estrecha franja lindante con Irak que va desde la frontera con Armenia (en el norte) hasta la ciudad de Kermanshahr (en el sur). Esas regiones se resistieron inicialmente a la República Islámica. Aunque tras la guerra contra Irak (1980-1988) Teherán logró acallar los brotes separatistas, desde principios de este siglo afronta una insurgencia de baja intensidad.
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Menos conocido es el irredentismo de los baluchis, una minoría que se extiende por las regiones limítrofes entre Irán, Pakistán y Afganistán. En los tres países, se trata de las zonas más atrasadas, lo que ha dado lugar a la aparición, desde mediados del siglo pasado, de diferentes grupos insurgentes (desde separatistas hasta islamistas radicales) que a menudo se entremezclan con las redes de tráfico de drogas y de personas que proliferan ante el abandono del Estado. A pesar de su escaso peso demográfico, Amnistía Internacional afirma que en 2021 al menos un 19% de todos los ejecutados en Irán pertenecía a la minoría étnica baluchi.
Hasta ahora, estas reclamaciones funcionaban de forma aislada. La protesta que las mujeres iraníes iniciaron tras la muerte de Amini ha desencadenado una ola de solidaridad sin precedentes desde 1979. No solo ha logrado el apoyo de numerosos hombres, sobre todo entre los más jóvenes, sino que ha trascendido los particularismos regionales. La excusa de las “guerrillas étnicas” (de hecho poco activas en la última década) sirve al régimen para militarizar la represión e intentar fragmentar la revuelta.
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