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El factor terrorífico


Sin el arma nuclear, ya esgrimida por Putin, nada se puede comprender de la guerra de agresión emprendida contra Ucrania. No es la primera ocasión en la que el mundo camina por el alambre sobre el abismo de una guerra atómica, pero constituye una novedad que se libre una contienda entera y desde el primer día bajo tal amenaza apocalíptica.

El Kremlin goza de una ventaja estratégica, adquirida gracias a un belicismo incrementalista que ha ido elevando el techo de la tolerancia con sus intervenciones en el Cáucaso, Siria y Ucrania desde hace 25 años. A excepción de la primera guerra de Chechenia, responsabilidad de Borís Yeltsin, toda la cabalgada militarista pertenece por entero a Putin, que ha usado además armas químicas para eliminar a sus adversarios, perseguido a la oposición, los medios y las ONG de derechos humanos y, sobre todo, utilizado astutamente las asimetrías de la globalización y el estancamiento del desarme balístico y nuclear.

Tal estrategia no se ha enfrentado durante todos estos años con otra estrategia simétrica de contención, primero, y luego de disuasión por parte de Washington y sus aliados. Al contrario, ha sido Rusia la que ha bloqueado cualquier posibilidad de intervención occidental sobre el terreno en ayuda de Ucrania con su desvergonzada amenaza nuclear, en una exhibición práctica de que persisten las áreas de influencia y Ucrania se halla bajo la del Kremlin.

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Estados Unidos y Europa han desatendido la petición tanto de una zona de prohibición de vuelos sobre Ucrania para evitar el enfrentamiento directo con la aviación rusa como de suministro de aviones de combate a la fuerza aérea ucrania. Lavrov, a su vez, ha denunciado la demanda polaca de una fuerza de mantenimiento de la paz para proteger a la población civil como una propuesta de entrada en guerra por parte de la OTAN.

Putin ha recibido más regalos estratégicos. En 2002, George W. Bush rompió el tratado ABM (de defensa antimisiles) y en Irak vulneró la legalidad internacional y las convenciones de guerra y de derechos humanos, y convirtió la guerra preventiva en dogma, un pésimo ejemplo de lo que Putin podía hacer en el futuro y ha hecho ahora. Obama le abrió las puertas de Siria al dejar a Bachar el Asad sin castigo cuando usó armas químicas contra la población civil, lesionando de paso la credibilidad disuasoria de la Casa Blanca. Trump llegó más lejos, puesto que confió más en Putin que en la CIA, abandonó los restantes tratados de desarme y actuó como un agente del Kremlin al erosionar desde dentro la democracia detestada por el presidente ruso. Sin contar con la pereza estratégica de los europeos, que se han echado en brazos de Moscú para asegurar el suministro de energía o se han vendido al dinero putinista, en vez de asegurar sus capacidades de defensa y su independencia estratégica.

Putin osó firmar en enero un documento con las otras cuatro potencias nucleares del Consejo de Seguridad en el que se descartaba el arma nuclear como instrumento de guerra, e implícitamente el primer disparo. ¿Alguien puede creer en su palabra? Ahora no solo ha vulnerado toda legalidad internacional y destruido la globalización económica, sino que se ha llevado por delante la fiabilidad mínima entre adversarios, imprescindible para que funcione la mutua disuasión nuclear como sucedió durante la entera Guerra Fría. Es un misterio saber cómo contener en el futuro el chantaje de las autocracias nucleares, dispuestas a exhibir la eventualidad de lanzar la bomba con la excusa, ya mencionada en la más reciente estrategia nuclear del Kremlin, de que solo se utilizará ante un peligro existencial. ¿Lo es Ucrania?

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