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Estado de la cuenta personal de Trump en Twitter, en una pantalla de móvil.MICHAEL REYNOLDS / EFE

Como el canario en la mina, sensible a las emanaciones de grisú, el pajarito que representa el logo de Twitter ha barruntado el riesgo de combustión de los mensajes de Donald Trump en Internet. La red social suspendió el viernes de forma permanente la cuenta personal del republicano, tras hacerlo cautelarmente durante 12 horas a consecuencia del asalto de una horda de trumpistas al Capitolio el miércoles.

El pajarito que avisa de la pestilencia y el riesgo de explosión en la galería ha considerado que, en vista de las arengas del tuitero en jefe de Estados Unidos, “la posibilidad de que siga incitando a la violencia” es notable. La Casa Blanca, mediante la cuenta oficial del Gobierno, cargó contra la decisión por limitar la libertad de expresión que consagra la Primera Enmienda, y las acciones de la compañía que dirige Jack Dorsey cayeron un 3% tras el anuncio.

¿Un desencuentro inevitable? ¿Un cierre tardío e insuficiente tras inflamar la opinión pública durante cuatro años? ¿O la simbiosis perfecta de un mandatario que ha usado Twitter para gobernar, y una compañía cuyo valor se ha visto retroalimentado por el volumen de inputs debido a él? “Después de una revisión profunda de los tuits recientes de la cuenta @realDonaldTrump y el contexto que los rodea, hemos suspendido permanentemente la cuenta debido al riesgo de una mayor incitación a la violencia”, explicó la compañía. En la letra pequeña del anuncio aparecía la información: que sus partidarios planean, “dentro y fuera de Twitter”, un segundo ataque al Capitolio y otros edificios oficiales el 17 de enero.

Durante sus cuatro años de mandato, y aun antes, el magnate inmobiliario devenido presidente ha gobernado desde Twitter, como un espejo a la medida de su narcisismo. Anuncios de destituciones, medidas de calado, comentarios sobre líderes extranjeros, retuiteo de memes para desacreditar a adversarios, de los medios de comunicación tradicionales, a la activista climática Greta Thunberg; insultos a granel y sobre todo mentiras, muchas mentiras, o cuando menos hechos alternativos, como los definió en el arranque de la presidencia su consejera áulica Kellyane Conway.

En sus primeros 11.000 tuits en la Casa Blanca había más de 1.700 mensajes en los que tuiteaba o retuiteaba teorías de la conspiración e información falsa, según un análisis de The New York Times. Todo ello, sin que la red social haya puesto coto a los excesos hasta que sus mensajes sobre la covid-19 rizaron el rizo de la desinformación. Fue entonces cuando Twitter glosó los trinos del presidente con comentarios de “información potencialmente engañosa”, apenas un paño caliente para la magnitud de la tergiversación. En noviembre se repitieron las correcciones, para matizar sus mensajes sobre el supuesto fraude del voto por correo o el presunto robo de las elecciones.

Cuando anunció su candidatura a la presidencia en 2015, Trump tenía 2,98 millones de seguidores en Twitter. La cifra aumentó a 13 millones cuando ganó las elecciones en noviembre del 2016. El viernes, antes de ser clausurada, le seguían 88 millones. Trump ha sido el gran amo de Twitter, igual que en su día Obama lo fue de Facebook, John F. Kennedy de la televisión o Roosevelt de la radio. Su cuenta personal ha convertido en comparsas los dos perfiles oficiales (@potus y @whitehouse), pese a las numerosas críticas recibidas por pervertir su función institucional con la incontinencia verbal y las pulsiones del individuo. Su uso de las redes sociales “no es presidencial, es MODERNAMENTE PRESIDENCIAL”, arguyó, mayúsculas incluidas, otro de sus histriónicos tics habituales a la hora de tuitear.

Porque el gran éxito de Trump, el que explica que en noviembre le votaran 74 millones de estadounidenses y que el partido republicano no haya podido abjurar de él, es convertir a la ciudadanía en audiencia, ofreciéndole un marco binario, tipo Barrio Sésamo, tan fácil de digerir como un anuncio publicitario o un programa de telerrealidad, el ámbito en que forjó su estrategia comunicativa y, por extensión, política. Además de una catarata de exabruptos, alaridos o patadas a la realidad y al lenguaje, su actividad en Twitter ha sido el nexo orgánico y el instrumento de polarización de la mitad del país. No le han frenado ni siquiera fallos judiciales, como el que en 2019 consideró que no tenía ningún derecho a bloquear a seguidores críticos porque hacerlo supondría violar la libertad de expresión; o las quejas en febrero de 2020 del fiscal general, William Barr, sobre el exceso de ruido provocado por sus tuits, que le impedía hacer su trabajo (a lo que Trump respondió afirmando su derecho legal a “intervenir en la justicia”).

“Trump usa las redes sociales para controlar el ciclo de la información”, escribió en 2018, también en Twitter, George Lakoff, profesor de Lingüística de la Universidad de California, y para ello sigue un esquema muy claro: dotar de marco a una idea, desviar la atención de los asuntos reales, matar al mensajero -los medios tradicionales- y, como guinda, el globo sonda, para poner a prueba la opinión pública. Así ha conseguido marcar la agenda durante cuatro años, en detrimento de los medios, y así aspira a continuar haciendo si se confirma la información de Reuters de que pretende crear su propia plataforma. Después de tirar la piedra y esconder la mano, generando instantáneas para la historia como la infame avalancha de vándalos sobre el Capitolio.


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