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El festín pandémico de Iker Jiménez


Aunque haya mucho de leyenda, también hay mucho de verdad en el arquetipo del viejo periodista canalla. Hubo un tiempo en que la profesión era un refugio acogedor para buscavidas, jetas y noctívagos, y no era del todo raro que el mismo cronista que por la tarde firmaba unas cuartillas escandalosas sobre el incremento del alcoholismo terminara la noche más cocido que una gamba en el peor tugurio de la ciudad. Al empleador del cronista no le importaba nada, siempre que el cronista entregase su texto a tiempo.

En el siglo XXI, la imagen típica de la degradación no es que te echen a patadas de un tugurio de las afueras ni que un matón te reclame los tres sueldos que perdiste anoche en una timba. Lo abyecto hoy para un periodista reputado es revolcarse en los basurales de Twitter, y como es una forma de degradación pública, y no privada, como la de antes, la BBC ha decidido que sus reporteros, encarnación de la virtud, no deben ensuciarse allí. Un reportero de la BBC puede compadrear con un señor de la guerra afgano para conseguir una entrevista, pero ya no puede llamar idiotas a los idiotas que le eructan en Twitter.

Prohibido opinar en Twitter. Como las antiguas señoritas de provincias, que no podían dejarse ver en según qué sitios, los reporteros de la BBC (y de cada vez más medios) deben guardar el decoro y volver de la misa directamente a casa sin pararse a hablar con nadie. Entiendo los motivos que asisten a la BBC, que tiene un compromiso con la seriedad, el estiramiento facial y la correcta pronunciación del inglés, pero me dan pena estos pobres periodistas que, sin el desahogo de un tuit donde soltar una fresca de vez en cuando, van a acabar volviendo a frecuentar los antros donde abrevaban sus mayores.


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