Puesta en práctica por Atenas en el siglo de Pericles, la hegemonía fue uno de los legados políticos más fértiles de la Grecia clásica. En su origen, designaba la situación de poder en que una unidad política, sin un dominio absoluto sobre otra u otras, ejercía sobre ellas una triple preeminencia: a) como guía, esto es, de iniciativa en la acción exterior, su primer significado, b) de control de sus actuaciones y, en fin, c) de detracción directa o indirecta de recursos para la obtención de los fines perseguidos por su condición de hegemon. La definición encaja tanto para la Atenas de 430 a. C. como para el papel desempeñado por Estados Unidos en la OTAN hasta el fin de la guerra de Afganistán, o por la URSS en el marco de los extintos Pacto de Varsovia y Comecon. La pretensión del hegemon es siempre la permanencia, incluso la expansión de su esfera de poder, lo cual puede acarrear una debilidad para su ejercicio, al llevarle a ignorar la entidad de las oposiciones que suscita y emprender intervenciones que desbordan sus recursos. El ejemplo de Afganistán sería válido, tanto para la URSS como para Estados Unidos.
La construcción de una hegemonía y su destrucción son procesos donde inciden una pluralidad de factores, e incluso variables externas que los promueven o erosionan. Resultan suficientemente explícitos los casos de la conquista de América para la aspiración hegemónica de la monarquía hispana en el siglo XVI, en positivo, o en negativo de la explosión del yihadismo a fines del siglo XX para el imperio estadounidense. En sus orígenes griegos, la hegemonía era regional, y esta dimensión se mantiene hoy, según muestra la Turquía de Recep Tayyip Erdogan. Tal persistencia resulta compatible con la formación progresiva de un espacio mundial, hoy ya consumada con la globalización. De ahí la perspectiva finisecular de una hegemonía universal, el sueño del “nuevo siglo americano”, al calor del “fin de la historia”, tras el desplome de la URSS, y casi desde ayer el proyecto alternativo del comunismo chino como hegemon, planteado por Xi Jinping, y ahora consagrado por su partido. Un objetivo que ha requerido siempre en el pasado una transmisión violenta del testigo. Para entender lo que esto representa, vuelve a ser útil otro viejo concepto, el medieval de la translatio imperii, del relevo en un poder que se afirma como universal.
A escala europea, en los últimos cinco siglos, cabe registrar con cierta claridad tres períodos en que una potencia trató de constituirse en hegemónica, siempre de modo imperfecto por la pluralidad de Estados y la consiguiente facilidad para formar alianzas opositoras. De Carlos V a la década de 1640, la monarquía de España —fundida y luego aliada con el Imperio— lo intentó sobre la base de una superioridad militar, asentada sobre los recursos extraídos de América, que al mismo tiempo financiaban guerras sin fin y socavaban la economía castellana. Tropezó además con la oposición francesa y con el Imperio otomano, cuya amenaza militar subsiste hasta 1689; también con la Reforma, agente de convergencia frente al imperio católico de los Austrias. Recursos económicos, fuerza militar, tecnología, ciencia y religión como factor de cohesión (o de fractura) fueron el conjunto de factores que entonces ya, y hasta hoy, intervienen a la hora de cimentar una hegemonía.
La suerte de las batallas va marcando su principio, crisis y final, desde Pavía, la Armada Invencible y Rocroi para España, y a continuación, el recorrido hasta Waterloo para Francia. La forma hegemónica de Inglaterra será diferente, al tener como base el dominio marítimo, logrado en 1805 con Trafalgar y consolidado por tierra en Waterloo, cuya proyección le adscribe a la función de vigilante sobre el continente europeo. Vigilante armado —ejemplo, Crimea 1854— que permite prolongar una estabilidad precaria, eso sí salpicada de conflictos, hasta que el imperialismo alemán desencadena las dos guerras mundiales. Más que una guerra civil europea, tiene lugar entonces el estallido total de Europa, pero al ser resuelto por la nueva potencia heredera de Inglaterra, Estados Unidos, fue posible un relevo pacífico y armónico en el poder mundial a partir de 1945. Su solidez con el proceso de unificación económica europea permitió resistir al reto de un imperialismo alternativo, esta vez de raíz ideológica: el comunismo soviético. Al derrumbarse este, pareció abrirse la puerta a un duradero predominio estadounidense, entrado rápidamente en crisis para sorpresa general, y hoy definitivamente amenazado por China. Esta vez la batalla, librada con o sin armas, de donde saldría el nuevo hegemon, tiene ya nombre: Taiwán.
En la presente crisis del imperio americano, antes que la economía, ha contado la catastrófica gestión de su política exterior en momentos claves. Fueron decisiones adoptadas solo para el corto plazo, sometidas a los grandes intereses económicos, generando efectos bumerán en cadena. Así, la desestabilización de todo reformismo en Irán por el petróleo sentó las bases de la revolución islámica del ayatolá Jomeini, dando vida al primer Estado islámico. En Latinoamérica, esa misma actitud, al apostar siempre por tiranos, generó la desestabilización general, de donde emergió el castrismo. Nada mejor que leer Tiempos rudos, de Mario Vargas Llosa, para entenderlo. Hasta llegar al estúpido crimen contra la humanidad de la invasión de Irak. Salvo excepciones, islamólogos y gobernantes estadounidenses han coincidido en no entender el yihadismo, sus raíces en el origen de la doctrina y su adecuación técnica a la modernidad, por no hablar de los alicientes sociales y políticos —corrupción, dictaduras— que lo hacen atractivo. Y de esta manera, de tumbo en tumbo, hasta el ISIS y la caída de Kabul. La hegemonía solo militar de Estados Unidos ha fracasado. Su correlato es la grave degradación de los valores democráticos, de George W. Bush a Donald Trump, que repercute sobre Europa.
Frente a ello, el reto chino, formulado por Xi Jinping, no cuenta únicamente con una base económica y tecnológica en progresión, más el apoyo del neoestaliniano Vladímir Putin en la ofensiva contra América (y Europa). Estamos ante el diseño de un totalitarismo expansivo a cargo de un aspirante a hegemon, en el cual se funden la vocación de dominio supranacional del maoísmo y el recurso sistemático a los valores de la disciplina confuciana. Sirve de telón de fondo una historia de China tan mitificada como la propia figura del líder. Entretanto el capitalismo de Estado, con las grandes empresas sometidas al control del Gobierno y bajo el monopolio de gestión política del Partido Comunista, descansa sobre un aparato de vigilancia universal de los ciudadanos, en todas las facetas de su existencia. George Orwell puro. Por algo desde que llega al poder en 2012, Xi declara la guerra en su primer documento a los “valores occidentales” (democracia, derechos humanos, libertad de expresión).
La lógica consecuencia es la proyección económica hacia el exterior, de signo estrictamente imperialista y fachada engañosa (Ruta de la Seda, “nunca someteremos a país alguno”), definiendo un expansionismo ilimitado, sin respetar los derechos ajenos (Hong Kong, mar de China). Estados Unidos es el enemigo a doblegar, por las armas si hace falta. Pasado y futuro enlazan en la propaganda: la exaltación del antiguo general victorioso en El dios de la guerra, película de 2017, sirve de prólogo hace un año a El dios de la guerra ataca de nuevo, falso documental donde la aviación china destruye la base estadounidense de Guam. Ahora toca al peplum de la batalla triunfal sobre los americanos en Corea. Xi Jinping reina y, como Mao, es objeto del culto de la personalidad. Partida decisiva, siempre Taiwán: en la conversación con Joe Biden, mientras este se replegaba, Xi mantuvo íntegra su exigencia. Una translatio imperii cargada de riesgos para la humanidad.
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