Un devastador año de pandemia obligó al nuevo líder laborista, Keir Starmer, a presentarse a la ciudadanía a través de videoconferencias desangeladas, y a medir su estrategia de oposición, en medio de una crisis en la que una población atemorizada no perdonaría ataques oportunistas. Ese mismo año, con una gestión errática y torpe, Johnson dilapidó la popularidad que había conseguido con el Brexit. Las tornas han girado. La exitosa campaña de vacunación y las perspectivas de un nuevo crecimiento económico favorecen al político conservador, que ha puesto todo su empeño en recuperar la prerrogativa del Gobierno de decidir un adelanto electoral, hoy prohibida por ley.
Bajo la actual Ley de Mandato Parlamentario Fijo, aprobada en 2011, las elecciones generales en el Reino Unido no podrían celebrarse hasta mayo de 2024, casi cinco años después de los últimos comicios. La medida fue una imposición de los liberaldemócratas de Nick Clegg a los conservadores de David Cameron: era la condición para entrar en un gobierno de coalición y anular el riesgo de quedarse con la brocha en la mano cuando la situación fuera más ventajosa para los tories. La ley nunca fue del agrado de los dos principales partidos británicos, y cuando Johnson activó a mediados del pasado mayo los trámites parlamentarios para derogarla, contó con el apoyo del Partido Laborista de Starmer.
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Respaldó la iniciativa, pero le sirvió también para activar las alarmas. El líder de la oposición ya ha advertido a los suyos de que deben comenzar a prepararse para volver a las urnas en 2023. Y tiene al menos cuatro razones para ponerse en guardia. Johnson ha recuperado gran parte de la popularidad perdida durante la pandemia, y las encuestas sitúan a los conservadores en una situación de ventaja. Un 43% de los votantes respaldaría a la derecha británica, frente a un 29% que lo haría a los laboristas, según el sondeo de YouGov del 28 de mayo.
A principios de mayo, el partido de Johnson destrozó sin contemplaciones a la izquierda británica en las elecciones municipales celebradas en gran parte del país; retuvo su segunda posición en los comicios autonómicos de Escocia; y, sobre todo, arrebató por primera vez en la historia a los laboristas el escaño de la circunscripción de Hartlepool, que forma parte de la que hasta ahora se conocía como la muralla roja. Las aguas se agitaron en el seno del laborismo, y surgieron voces críticas contra Starmer, que apenas lleva un año al frente de la formación. “El Partido Laborista no revivirá simplemente con un cambio de líder. Necesita una deconstrucción y reconstrucción total. Ninguna otra estrategia servirá”, escribía el ex primer ministro Tony Blair en la revista New Statesman. Los ataques de los aliados del anterior líder laborista, el veterano izquierdista Jeremy Corbyn, se daban por descontados.
El golpe de Blair, quien pese a todo respalda a un Starmer que intenta rescatar el impulso de su exitoso Nuevo Laborismo, fue la llamada de atención que más dolió. Y la que ha escuchado con mayor atención, ha reconocido esta semana en una relevante entrevista con el controvertido periodista Piers Morgan. Fue en el canal ITV, dentro de la serie de programas que Morgan realiza bajo el título de Life Stories (Historias Vitales). El político utilizó una conversación con pretensiones intimistas para deshacerse de la imagen de robot frío y calculador que ha transmitido hasta ahora al electorado. Pero también para pedir a sus compañeros de formación un nuevo voto de confianza, ante lo que describió como unos próximos meses decisivos en los que el laborismo se juega su relevancia política. “Dejadme salir a la calle, sin máscara [el término con que, en inglés, se denomina a la mascarilla]. A medida que salimos de esta situación, y el espacio político se abre, permitid que yo también me abra”, rogaba Starmer. “La oportunidad de las próximas elecciones no se repetirá otra vez. Y ya llevamos cuatro derrotas consecutivas. No se trata de mí, sino de lo que sea mejor para el país”.
Downing Street niega con insistencia que el primer ministro vaya a utilizar su nueva prerrogativa para adelantar elecciones, cuando la nueva ley entre previsiblemente en vigor el año que viene. El equipo de Johnson asegura que ahora es el momento, superada la pandemia, en que el político podrá comenzar a cumplir su promesa electoral de “nivelar” la situación económica de las distintas regiones del país. Sería en cualquier caso la primera vez que un Gobierno revelara sus cartas y anticipara su estrategia electoral.
Johnson se ha comprometido a poner en marcha una investigación independiente sobre la gestión de la crisis del coronavirus, pero ha fijado como fecha de inicio de los trabajos la primavera del año que viene. A pesar de que comisiones en esa línea, como la que indagó en la guerra de Irak y el engaño de las armas de destrucción masiva, suelen tardar años en arrojar frutos, el Gobierno conservador preferiría convocar las urnas antes de que se hicieran públicas unas conclusiones que a buen seguro serán duras para los gestores de la crisis. Y siempre ayudaría a Johnson una legitimidad reforzada en las urnas para hacer frente a la mayor amenaza política a la que hace frente en la actualidad: el resurgir del impulso secesionista en Escocia. Si la economía del Reino Unido repunta con la fortaleza que ha anticipado el Banco de Inglaterra, el próximo año y medio situará irremediablemente a laboristas y conservadores en una constante especulación electoral.
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