En un comunicado emitido en la madrugada del sábado, el Frente Polisario ha anunciado la ruptura de relaciones con el Gobierno de Pedro Sánchez. Esa decisión supone que España queda invalidada, de momento, como posible mediadora en el conflicto entre el Polisario y Marruecos, pese a su especial responsabilidad como antigua potencia colonizadora del Sáhara Occidental. Esta ha sido la respuesta del movimiento saharaui al cambio de posición de Sánchez y a la escenificación, con motivo de su viaje a Rabat, de las nuevas relaciones con Marruecos. El regreso de su embajadora a Madrid el 20 de marzo y las declaraciones del presidente del Gobierno en la madrugada del jueves, tras reunirse con Mohamed VI, daban por resuelta una crisis diplomática que tuvo su punto culminante con la entrada irregular de más de 10.000 inmigrantes en Ceuta hace 11 meses. La actitud hacia las dos ciudades autónomas españolas es un elemento de presión que Marruecos esgrime sin disimulo, mientras España ha accedido a favorecer la vía de resolución del conflicto del Sáhara Occidental que promueve Mohamed VI. El Gobierno de Sánchez se ha mostrado partidario de explorar la vía de una autonomía bajo soberanía marroquí, aunque subrayando que la solución debe ser fruto de un acuerdo entre las partes en el marco de Naciones Unidas. El Polisario, por su parte, alega que el giro del Gobierno español solo sirve para “legitimar la anexión de los territorios del Sáhara Occidental” y supone una cesión “ante el chantaje y la política del miedo utilizada por Marruecos”. El Consejo de Seguridad de la ONU aprobó en 1991, tras el alto el fuego entre el Polisario y Marruecos, la celebración de un referéndum de autodeterminación en la antigua colonia española y creó una misión para prepararlo (Minurso), pero desde entonces ha sido imposible su celebración ante la negativa de Rabat, que controla la mayor parte del territorio. En 2007, Marruecos propuso un plan de autonomía que el Polisario se ha negado a discutir.
El resultado ha sido el bloqueo de un conflicto que, lejos de solucionarse, se ha agravado, con el retorno a las hostilidades en noviembre de 2020, en una guerra de baja intensidad en nuestra región vecina. Desde hace décadas, más de 100.000 saharauis viven en campos de refugiados en Tinduf (Argelia), una zona inhóspita, con escasez de agua, en condiciones de máxima precariedad, dependientes de la cooperación internacional y del apoyo argelino. Otros 30.000, aproximadamente, viven en la llamada zona liberada del Sáhara, tras el muro de 2.200 kilómetros, sembrado de minas, que atraviesa de norte a sur la antigua colonia española.
La falta de sensibilidad del Gobierno español en la gestión de esta crisis —olvidando la solidaridad que el pueblo saharaui ha despertado históricamente en la sociedad española— puede remediarse en parte si España pone todos sus esfuerzos en favorecer el desbloqueo de esta situación. La amenaza migratoria ha sido el detonante de este giro, pero el objetivo debe ser la mejora de las condiciones de vida de los saharauis, hoy sin expectativas de futuro. Un pueblo entero no puede ser rehén del fracaso de la diplomacia y de la impotencia de los líderes políticos para alcanzar una solución. El protagonismo corresponde al nuevo enviado especial de la ONU, Staffan de Mistura, que, casi tres años después de la dimisión de su antecesor, ha retomado las conversaciones con las partes para tratar de encontrar una salida. La obligación de España es apoyarlo, dar una oportunidad a la diplomacia para resolver un conflicto que dura ya casi 47 años y que no debería prolongarse medio siglo más.
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