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Existe una corriente de pensamiento que defiende que la historia, cíclicamente, se repite. Y que determinados hechos podrían volver a producirse si no se les presta la suficiente atención. En el Valencia estos ciclos son anuales. La llegada de José Bordalás inauguraba un proyecto nuevo. Uno basado en un entrenador de carácter al que Meriton Holdings facultaba para tomar decisiones, a diferencia de lo sucedido con Albert Celades o Javi Gracia, limitados en sus competencias. Se volvía a depositar el proyecto en un entrenador personalista, aunque con menos dinero y sin una dirección deportiva competente.
Bordalás se adaptó a la economía de mínimos de la entidad. Trabajó en consenso con el club y, paciente, demandó perfiles para fortalecer la plantilla. Insistió en un mediocentro defensivo, su obsesión, y en otro central. Se le prometió una reunión telemática con Peter Lim para pactar los refuerzos de invierno, que nunca se produjo. Aceptó ser el portavoz de una institución que no tiene voz y se desgastó respondiendo cuestiones que no eran de su competencia. Se enfrentó con el jefe de los servicios médicos, Pedro López Mateu, por los tratamientos con los jugadores. Habló con futbolistas para convencerlos de jugar en Mestalla a partir del mercado de invierno, pero todo se torció. El presidente, Anil Murthy, le dio largas con el mercado abierto. No se firmó el seis, llegó Ilaix Moriba, un rol que no había demandado, y el central fichado, Eray Cömert, no cumple con sus expectativas.
Surgieron las hostilidades y el técnico anunció que se apartaba de la política de fichajes y que no iba a ser portavoz más que del equipo. Murthy, en un momento de tensión, le permitió la incorporación de Bryan Gil después de tumbar los nombres de Wakaso Mubarak y Aridane Hernández. La dirección deportiva, en manos del propio Murthy y de Miguel Ángel Corona, filtró una catarata de posibles refuerzos que no trabajó a fondo. VCF Radio, la radio oficial, explicó que, si el técnico hubiese querido, el club habría firmado a Álvaro González, central del Olympique de Marsella, en realidad un ofrecimiento; mientras un empleado comentó en un corrillo de periodistas que Bordalás “se había enrocado con Aridane”.
Similares acontecimientos desembocaron en las destituciones de Javi Gracia o Albert Celades. Antes, el primero en denunciar que Meriton no cumplía con sus compromisos fue Cesare Prandelli, que dimitió en la Navidad de 2016.
La escalada de tensión ha sido evidente pese a las fotografías que el club exhibe con empeño en redes sociales para escenificar, entre Murthy y Bordalás, una relación que es distante. El técnico, condicionado porque jamás ha entrenado en una entidad tan grande, más allá de un par de andanadas en rueda de prensa se ha mordido la lengua. Firmó dos años, pero al término del primero ese compromiso se puede resolver amistosamente. El lunes, en El Larguero, preguntado por si sabía cuál era la opinión de Peter Lim sobre su trabajo, respondió: “Desconozco su nivel de satisfacción. Murthy me dice que Lim está contento con mi dedicación y compromiso. Estoy obligado a creer a mi presidente. Esto es el fútbol, no hay seguridad para los entrenadores”.
La Copa ha suavizado el enfrentamiento, pero la apuesta del entrenador y del vestuario es arriesgada. En las últimas fechas han descuidado la Liga para priorizar la Copa, aunque la reciente victoria en Mallorca ha roto una racha de siete jornadas sin ganar y ha impulsado al equipo. Si no se accede a la final de La Cartuja, el equipo se quedará sin horizontes deportivos, condenado a vagar de nuevo en la mediocridad de la tabla. Y, en ese supuesto, las señales que emite el entorno indican que el proyecto de Bordalás corre el riesgo de derrumbarse.
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