El Gobierno toma aire en Bruselas tras una semana acorralado

Pedro Sánchez se lo jugó todo a una carta y, de momento, le ha salido bien. Acostumbrado a flirtear con el riesgo, el presidente parecía sordo ante un clamor que le llegaba de la calle, de sus socios de Gobierno y del Congreso, donde esta vez sonaban al unísono las voces de sus aliados y de la oposición.

Todos le pedían actuar ya, sin esperar, como él insistía, al Consejo Europeo del jueves y el viernes. La calle hervía y además el PSOE se había metido en un lío por el secretismo con el que manejó el giro de su posición sobre el Sáhara Occidental, repudiado por todos, desde su socio de Gobierno al último diputado del Grupo Mixto. Un fracaso en Bruselas habría dejado a Sánchez muy frágil, tras una semana en la que el Ejecutivo se ha visto más acorralado que nunca, más incluso que en los peores días de la pandemia, porque entonces la agitación solo provenía de la derecha. Sánchez apostó todo a Europa, le salió cara y logró así dar la vuelta a una semana hasta entonces para olvidar.

El acuerdo en Bruselas no es una solución a todos los males, admite el Gobierno aun dentro de la euforia por lo conquistado (la autorización para desvincular los precios del gas y la electricidad). Pero supone un enorme alivio. En un mes el Ejecutivo espera reducir la factura de la luz, con los efectos en cadena que eso tendrá sobre los hogares y sobre las miles de empresas a las que esos costes están asfixiando. Ahora falta por saber el paquete de medidas que permanecía pendiente de cómo acabase la partida en Bruselas y que el Consejo de Ministros aprobará el próximo martes.

Los dos socios del Gobierno todavía las están negociando. Unidas Podemos reclama decisiones fuertes para cargar los costes sobre las eléctricas. Su propuesta de imponerles un impuesto especial choca con el rechazo de la parte socialista. Hay más acuerdo, en cambio, según fuentes gubernamentales, para actuar contra los conocidos como “beneficios caídos del cielo de las eléctricas”, un sistema de primas que repercute en el precio al consumidor. El Gobierno ya había anunciado su eliminación, pero más tarde se echó atrás.

Si el Gabinete de Sánchez salió vivo de la prueba de la pandemia, entre sus miembros se ha extendido ahora la sensación de que esto va a ser peor. “Vienen tiempos muy difíciles”, repiten en el Gobierno. “Las consecuencias económicas de la guerra van a ser mucho más persistentes que las de la pandemia y ya se está notando en las cifras de paro”, comenta una ministra con gran preocupación. “La guerra ha trastocado todos los planes”, admite otro miembro del Gobierno. “Después de la pandemia, la recuperación iba muy fuerte y teníamos —tenemos aún— 72.000 millones de fondos europeos para hacer política expansiva y transformar la economía. Todo estaba pensado para dos años de crecimiento y de cambio profundo de la economía. La guerra hace muy difícil cualquier previsión. Si se alarga, puede complicar muchas cosas. Es un cambio de escenario total”. En cualquier caso, el sector económico del Ejecutivo sigue confiando en que los fondos europeos, cuya tramitación se está acelerando precisamente por la guerra en algunos sectores, como el de las energías renovables, tirarán de la economía y podrán contrarrestar el efecto negativo de la crisis por la invasión rusa de Ucrania.

No es solo el Ejecutivo el que está preocupado por lo que pueda venir. Sus aliados parlamentarios reproducen las mismas reflexiones inquietantes. Que la calle se agite, y que parezca sintonizar más con los sones de la derecha, ha contribuido al nerviosismo de la izquierda. Por ese flanco parlamentario aumenta cada vez más la presión al presidente y eso dificulta su propósito de lograr un gran acuerdo de Estado que abarque también a la derecha. De momento, el Gobierno ya ha abandonado la idea inicial del plan, que parecía centrado en bajadas de impuestos significativas que el PP aplaudía. El Ejecutivo opta ahora por vías que considera más eficaces como las ayudas directas para bajar el precio de la gasolina sin tocar los impuestos, como se ha hecho en Francia.

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La semana desnudó fragilidades diversas en el Gobierno. En primer lugar —ya nadie lo niega— su falta de reflejos ante el malestar social por la escalada de precios, cuya muestra más visible son las movilizaciones del campo y de los transportistas. El Ejecutivo comenzó desdeñándolas como parte de la agitación de la extrema derecha, un error ahora unánimemente admitido que se ha tenido que corregir sobre la marcha. “Es evidente que fue un error llamarles de ultraderecha, aunque su líder pueda tener cercanía a Vox”, confiesan fuentes del Ejecutivo. “Pero el problema que hemos tenido es la propia guerra dentro de los transportistas, entre los que están organizados y son representativos, que son a los que recibía la ministra, y un sector que combate precisamente esa representación”, añaden.

El paro del transporte, algo que no ha sucedido en los demás países europeos, ha desbordado por momentos al Gobierno. El lunes creía tenerlo controlado, pero se le fue de las manos de nuevo porque los representantes del Comité Nacional del Transporte por Carretera que se sentaron con el Ejecutivo no aguantaron la presión de las bases y temían que la Plataforma nueva que convocó los paros, no reconocida por ellos, empezase a llevarse a sus afiliados.

El martes, en una reunión en La Moncloa, Sánchez dio una orden muy clara: hay que acabar ya con este paro, hacer todas las reuniones que sean necesarias y sentarse las horas que hagan falta, no salir de la sala hasta resolverlo. La ministra de Transportes, Raquel Sánchez, intentó adelantar al miércoles la reunión prevista para el viernes, pero era imposible para muchos llegar a Madrid y lo dejaron para el jueves. Ahí, una vez alcanzado un acuerdo millonario —1.125 millones para compensar a los transportistas por el aumento de los costes de los carburantes—, la ministra aceptó finalmente reunirse con Manuel Hernández, líder de la Plataforma Nacional por la Defensa del Transporte, que arrancó el paro y mostró una gran capacidad para bloquear el país. La reunión no sirvió para que Hernández desconvocara la protesta, lo que el Gobierno interpreta como la confirmación de que ese grupo tiene intenciones políticas. No ha aceptado ni siquiera, subrayan fuentes del Ejecutivo, un desembolso de dinero público muy superior al de otros países para ayudar a los transportistas. Aun así, el Gobierno confía en que poco a poco Hernández y su grupo pierdan peso una vez los transportistas empiecen a beneficiarse de las medidas tomadas.

En el Ejecutivo, tanto en el PSOE como en Unidas Podemos, está muy asumida la idea de que la crisis de los últimos días se gestionó mal y fue un error poner todos los huevos en la cesta de la negociación europea de Sánchez. Finalmente, ha salido bien, y nadie discute el éxito del presidente y de su equipo en este campo. Pero el desgaste producido por casi dos semanas de paros del transporte y la psicosis por posible desabastecimiento —que nunca fue un riesgo real, según el Gobierno— es algo que pasa factura en un Ejecutivo que necesita mucho capital político para afrontar la segunda gran crisis de su mandato.

Tan evidente fue ese error que, tras esa reunión en La Moncloa del martes, el Gobierno, que había prometido que no detallaría ninguna medida hasta después de la cumbre europea, se enmendó a sí mismo y empezó a hacer lo mismo que los demás países: anunciar medidas millonarias para calmar los ánimos en los sectores más afectados, como la pesca, aunque se concreten más adelante.

Y, además, el Sáhara

En medio de la agitación social, Sánchez aún tiene enfrente la tormenta política por la cuestión del Sáhara, que, para completar el calvario semanal, reveló de nuevo las tensiones dentro del Gobierno. Nunca se había visto a la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, criticar con tanta acritud a Sánchez como el pasado lunes. La misma Díaz que dos semanas antes se había enfrentado a sus compañeros de Podemos para defender el envío de armas a Ucrania atacaba esta vez al presidente por su “opacidad” en la gestión del asunto del Sáhara. Era la primera vez que la habían mantenido al margen, sin informarla ni siquiera, de una decisión de envergadura.

Algo parecido sucedió con los grupos parlamentarios. El ministro de Exteriores, José Manuel Albares, era de los miembros del Gobierno que con mayor frecuencia mantenía al tanto de asuntos importantes a las demás fuerzas políticas. Esta vez no hubo llamada, ni antes ni después.

La cuestión del Sáhara ha arrinconado al PSOE como nunca desde que recuperó el Gobierno. Lo pudo comprobar Albares el miércoles en su comparecencia en el Congreso, donde le llovieron piedras de todas partes, incluida la de Unidas Podemos. Y aún está por ver cómo acaba el asunto, ya que algunos grupos pretenden forzar una votación para hacer visible que la posición del Gobierno no tiene apoyo parlamentario. A Sánchez le espera otro previsible chaparrón el próximo miércoles en una comparecencia larga ante el Congreso, aunque el presidente tratará de amortiguarlo llevando el debate a su éxito en la cumbre europea.

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