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El granjero de manos grandes que peinó a las damas de la Casa Blanca

De vez en cuando, el padre de Israel llegaba de madrugada con unos amigos y como estaban a gusto lo llamaba para que bajara al salón.

—¡Hijo, anda ven y cántale algo a estos señores!

Al niño le gustaba tanto cantar. No había cosa que le gustase más, pero eso de salir de la cama a las tres de la mañana y ponerse a interpretar en calzoncillos una bulería o un fandango para aquellos caballeros le requería cierta resignación: “Lo hacía por respeto a mi padre”, dice Israel Fernández sentado a la mesa en una comida en casa de su abuela Petra.

Hace un calor manchego afuera. Las cortinas de la casa están cerradas para dar fresco. Zumba el ventilador y hay embutidos, ensalada de pasta, filetes de pollo empanados.

Detrás de Israel hay un cuadro que trajo su tía Encarna de la emigración en Alemania, un bodegón con un faisán de bello plumaje.

—Mira si le gustaba cantar que a las ocho de la mañana en cuanto despertaba ya lo tenías tarareando por casa —dice su primo Ezequiel—. ¡No podías hacerlo callar ni a palos!

Por cantar, cuenta su familia, aquel niño le cantaba hasta a sus coches de juguete. En vez de imitar el ruido de un motor acelerando, ¡brrrum, brrrum!, los movía y acompañaba con esa bambera que decía “qué bonita va la niña, en el columpio subía, entre los trigales verdes, disfrutando de ese día”.

A sus 30 años, Israel Fernández, nacido en el pueblo de Corral de Almaguer (Toledo) y nueva figura del flamenco, publica el 25 de septiembre Amor, su cuarto disco y el primero del que es letrista y compositor, con Diego del Morao a la guitarra. Es el tercero que saca con Universal Music. Su estreno con este sello fue Con hilo de oro fino (2014) y le siguió en 2018 Universo Pastora, un homenaje a Pastora Pavón, la majestuosa Niña de los Peines (1890-1969), que supuso la confirmación de un talento natural para el cante al que se entrega desde siempre “con devoción”.

Israel Fernández toca para su abuela Petra,

Hace cinco años que entró en la compañía de la bailaora Sara Baras. Justo antes se había pasado cuatro de gira con Flamenco hoy, de Carlos Saura. En 2008 sacó su primer álbum, Naranjas sobre la nieve. Con 14 lo amadrinó María Jiménez en un programa de La 1, y por entonces llevaba ya tres años cantando por La Mancha, había andado por España con un espectáculo de Fernando Esteso y a los 10 había aparecido en la tele.

Pero todo esto se remonta aún más atrás, más atrás aún de cuando tenía que bajar de noche a cantarle a los amigos piripi de su padre; se remonta a cuando tenía cinco años y ya cantaba en las fiestas y en las juergas de su familia, lo que nos lleva a la figura fundacional de su historia, la abuela Petra, de 88 o 90 o 92 años —según a quién le preguntes de la familia— y que nos mira desde el sofá con el ceño algo fruncido, un andador a su vera y un vestido azul de estampado fractal.

—Ya no me acuerdo de los cantares… —dice Petra cuando la animan a que se eche a cantar.

Israel insiste en que es “la artista de la familia” y que sin ella no se entiende nada.

La abuela de joven quiso ser artista flamenca, pero su padre no se lo permitió. Le preguntan si aquello la dejó dolida y responde que hizo lo que tenía que hacer una mujer por su familia.

—Ella no se frustró porque sabía cuáles eran las leyes gitanas —explica su hija Encarna.

Petra se casó con un gitano de Jaén que era tratante de caballos. Crio a sus hijos, vendió mantelería y volcó su arte en casa entre su gente. Tenía una voz de tanta calidad y empaque que en Semana Santa salía al balcón a cantarse una saeta y abajo en la calle los gitanos se rompían la camisa de la emoción.

—Es un don que se tiene o no se tiene —dice Israel.

—¿Y cuál es el origen de ese don?

—Esa es una pregunta muy fácil —responde—. El único que te puede dar un don es Dios.

—¡Aleluya! —exclama Ezequiel.

—¿Es verdad o no, primo? —le dice Israel, y explica—: Yo te puedo dar a ti 100 euros, pero no te puedo dar un don. Eso solo te lo da él.

Encarna, tía de Israel, baila mientras toca la guitarra Petra hija, la madre del cantaor.

El cantaor tiene porte de príncipe. Luce una exuberante melena negra. Viste una camisa de los años noventa heredada de un tío suyo, pantalones estrechos, botín de tacón cubano. Suele preferir los adornos de plata a los de oro “porque la plata es más sencilla y en la sencillez está la grandeza”. Al cuello lleva colgada una media luna como la que tenía tatuada en la mano izquierda Camarón de la Isla. Él no se la grabó en la piel porque un día su madre le dijo: “Yo te quiero como te parí”.

La otra portadora del don, Petra hija.

Durante la comida apenas habla porque lleva un tiempo baja de ánimo. Pero luego cuando le piden que cante, aunque le cuesta, se arranca al final con una fiera voz, potente y sentida, que es impactante que salga de la misma alma que hace unos minutos permanecía abstraída ante una mesa repleta de alimentos.

—Así cantaba yo —le susurra al oído la abuela a Israel, que acompaña con la guitarra.

Petra está tan dichosa con su nieto en el sofá. Lo mira y le dice “qué guapo mi chico” y “cómo toca su guitarra mi chico” y “a este gitano hermoso lo quieren todos los señores allá adonde vaya”; e Israel se ríe y va rasgando poquito a poco las cuerdas, hasta que envereda con mimo a la matriarca familiar del cante hacia una soleá.

“Tiro piedras por la calle, tiro piedras por la calle, al que le dé, que perdone, tengo la cabeza loca de tantas cavilaciones”.

“¡Ole!”, le dice Israel.

Hay un niño de cuatro años llamado Levi que, mientras cantan, tocan, bailan los mayores anda entre ellos jugando a ser músico. Primero está con una guitarrita de plástico, se va y aparece luego golpeando los cilindros de tabaco picado de su abuelo Ezequiel, y después se aúpa a un cajón de percusión y lo aporrea al alimón con las manos y con los pies.

El cantaor sale al patio, con una pared encalada llena de macetas de colores, se sienta con sus finas piernas cruzadas y prende un cigarro.

—Esto es gitanería pura y dura.

La escuela de Israel Fernández ha sido esta familia y este ambiente. También su disciplinada aplicación al estudio del flamenco. “Lo que hay que hacer es beber de las mejores fuentes”, dice. “Si tienes al alcance un arroyo de agua fresca, no vas a ir a un charco a beber. ¿Tú me entiendes?”.

El agua de su arroyo han sido sobre todo La Niña de los Peines y Camarón, pero también, entre otros clásicos de épocas distintas, Antonio Mairena, Paco de Lucía y Enrique Morente. Él dice que la nueva generación se mira en ese espejo, como debe, para actualizar la tradición, y que su estilo personal de actualizarla no es “meter el flamenco en el laboratorio” y hacer experimentos, sino “cocinar hoy flamenco con flamenco”: decantar y aderezar lo puro con la sensibilidad de su tiempo.

“Israel Fernández es un cantaor que tiene una gran afición”, opina el experto en la materia José Manuel Gamboa. “Los grandes de cada género se caracterizan por conocer su cultura mejor que nadie, y por eso son capaces de hacerlo avanzar. Él destaca por eso y puede llegar al máximo en el escalafón”. Fermín Lobatón, crítico de flamenco de EL PAÍS, coincide en definirlo como un aficionado de altura y recuerda que esa palabra es una cosa tan seria en el flamenco que el maestro Enrique Morente dijo: “Solo soy un buen aficionado”.

Martín Guerrero, patrono de la Fundación Casa Patas, elogia su erudición y que desarrolle una voz propia con la influencia —pero no como remedo— del genio del cante moderno: “Sabe que Camarón puede ser una jaula”.

Camarón de la Isla, que no era Shakespeare pero era Camarón, dijo que el arte consistía en “transmitir o no transmitir”. Sara Baras ha dicho que Israel “transmite”. Farruquito ha dicho que su cante “suena a pájaros tempranos”. E Israel dice que cree que él es “un cantaor largo con mucha afición” —largo por su rango de palos—, de voz limpia —“antes más laína, más finita, y ahora un poco más tostada”—, y cuyo único sueño es “hacer bien a los corazones” con su música y mantenerse “con salud y trabajo”. “Con eso y con que mi familia esté bien, yo estoy feliz”, dice el cantaor, casado y con dos hijos pequeños, Sansón y Romeo. Las últimas semanas, comenta, se ha dormido escuchando un audiolibro de Lao-Tse: Hua Hu Ching. Meditaciones taoístas.

La casa de la abuela Petra está en Manzaneque. A media tarde, recorremos 60 kilómetros para visitar el piso de Israel en Corral de Almaguer.

La sala de estar está ordenada e inmaculada. En una mesa tienen una Biblia abierta y en una mesilla un bote de Nenuco, la colonia que usa el artista. En la cocina, sobre una repisa, exhibe un juego de loza de colores con la cara de Camarón, y en un armario atesora más de un centenar de camisas, bastantes de ellas muy viejas. En la calle tiene aparcado su coche, un Mercedes de 1990. “Ahora se ronea de ropa nueva, de perfumes caros, de coches deportivos. Yo no soy quién de criticar, pero a mí no me gusta tanta pretensión. Tanto en el arte como en la vida creo que no tienes que pretender enamorar. Tienes que ser lo que tú eres y, si gustas, enamorar”.

Entonaba en La plazuela y el tardón su admirado Manuel Molina (1948-2015): “Dinero, que yo no quiero dinero, yo quiero cantarle al aire, como cantan los jilgueros”.


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