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El héroe del exilio español


Quienes nos dedicamos en México al cultivo de las humanidades somos deudores del exilio republicano. No hay disciplina en que no perdure su benigna huella. La lista de historiadores, filósofos, sociólogos, juristas, escritores, musicólogos, antropólogos, economistas, editores, traductores pertenecientes a aquella migración cultural, que José Gaos bautizó como “los transterrados”, incluye decenas de personas de inmensa valía cuya obra educó a generaciones de lectores en toda Iberoamérica.

Aquel exilio intelectual no sobrevino por azar ni por generación espontánea. Alguien tuvo la idea de que ocurriera. Alguien leyó a tiempo la trágica circunstancia española y la posibilidad de que México (en plena reconstrucción institucional tras la Revolución) diera abrigo a esos creadores y se beneficiara de su conocimiento. Alguien bautizó el proyecto como “la operación inteligencia”, la instrumentó y la llevó a buen fin. Ese alguien, que merecería un monumento en la Casa de México en España, fue el creador de la Casa de España en México. Ese alguien fue Daniel Cosío Villegas (1898-1976).

Hace cuarenta años, al escribir su biografía, encontré la carta probatoria de ese momento visionario. Fue dirigida a Luis Montes de Oca (entonces director del Banco de México, con acceso natural al presidente Cárdenas) y fechada el 16 de octubre de 1936 en Lisboa (donde Cosío era el encargado de negocios de la Legación Mexicana). “Los militares –señalaba Cosío, con realismo clarividente– van triunfando y no pasará mucho tiempo sin que su victoria se consume”. México había sido el único país “confesadamente amigo de la república”. Esa amistad era “uno de los rasgos más generosos de México, pero un rasgo no es la generosidad misma; es, apenas, un paso, un primer paso”. A partir de ese diagnóstico, lo instaba a que “encabezara un movimiento para que México siga siendo generoso con España y ya no en un terreno que, por ser político, es discutible, sino que, por ser humano, está a salvo de toda sospecha o mala interpretación”.

Ese acto de generosidad consistía en invitar a México a un “puñado de españoles de primera fila, valores científicos, literarios, artísticos y, por añadidura, de ejemplar calidad moral” que con el triunfo de los militares quedarían “afuera, desamparados, sin recursos, sin país”. Cosío mencionaba, entre varios otros, a Claudio Sánchez-Albornoz, Américo Castro, Enrique Díez-Canedo, Fernando de los Ríos, Ramón Menéndez Pidal.

“¿Por qué no se le habla al Presidente para que México gaste una buena suma, la que sea necesaria, e invite a estas gentes por dos o tres años a nuestra Universidad? México está en buenas condiciones económicas ahora y probablemente lo estará todavía por algunos años. Luego, no costaría gran cosa: sueldos de 600, 750 y 1000, bastarían”.

Montes de Oca tardó dos meses y medio en responder. A fin de año telegrafió a Cosío la aprobación entusiasta del presidente y la orden de elaborar un plan detallado de invitaciones. Aunque paradójicamente Cosío fue cesado de su puesto a principio de 1937, el 22 de enero le contestó a Montes de Oca que agradecía su esfuerzo y comprobaba lo que siempre había creído, “que el Presidente no falla en generosidad y comprensión cuando alguien le plantea bien las cosas”. Partió a Valencia y, bajo los bombardeos, se entrevistó con el ministro republicano José Giral. “Apreció al instante el gesto mexicano –recordaría muchos años después– y ofreció cuanta ayuda pudiera dar”. Cerró el trato con Wenceslao Roces, subsecretario de Educación, que tiempo después ejercería en México el magisterio universitario y traduciría para el Fondo de Cultura Económica –entre otras obras– El capital. Cumplida su misión, regresó a México a recibir a los primeros exiliados: el filósofo José Gaos y el escritor y pintor José Moreno Villa.

Pero aquella “operación inteligencia” fue solo el principio de su hazaña. Por iniciativa de Cosío Villegas, pronto se fundó la Casa de España, presidida por Alfonso Reyes, que con esa noble encomienda regresaría de su larga travesía diplomática. Esa institución se convirtió en El Colegio de México, hogar de la cultura y las humanidades que ha formado a generaciones de historiadores, sociólogos, lingüistas, economistas, politólogos, demógrafos.

Paralelamente, Cosío Villegas concentró sus esfuerzos en la construcción de su gran empresa cultural, el Fondo de Cultura Económica. Lo había fundado en 1934, tras una serie de intentos infructuosos con editoriales españolas (Espasa-Calpe, Aguilar) que se mostraban reacias a lo que Cosío veía como un vacío inadmisible e inmenso: la falta de traducciones de obras clásicas de economía al castellano. Con el arribo del exilio español, la oferta del Fondo se diversificó y multiplicó de manera asombrosa. Cada área del conocimiento se encargó a un especialista: José Gaos, Filosofía; José Medina Echavarría, Sociología; Javier Márquez, Economía; Manuel Pedroso y Vicente Herrero, Política y Derecho; Juan Comas, Antropología; Adolfo Salazar, Música; Wenceslao Roces y Ramón Iglesia, Historia. Otros transterrados hicieron labores titánicas de traducción: Eugenio Ímaz, Francisco Giner, José Carner.

En una década se publicaron casi 300 títulos. Solo en economía, se cubrieron todas las escuelas (socialista, marxista, liberal, clásica, revolucionaria, neoclásica). El sociólogo Medina Echavarría tradujo Economía y sociedad de Max Weber antes de que apareciera la primera edición inglesa de Talcott Parsons, y completó la colección con las obras de Mannheim, Durkheim, Pareto, Tönnies, Comte, Veblen. En filosofía, las grandes campanadas fueron Heidegger, Husserl y Dilthey. En política y derecho, Burke, Hobbes, Paine, Locke, Milton, Tocqueville. La historia fue la reina de las colecciones: historias generales de todas las épocas, historias nacionales, historias clásicas, biografías, fuentes y documentos e historiografías.

El Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México había sido fundado a imagen y semejanza del de Madrid por el eminente historiador Silvio Zavala, alumno de Ramón Menéndez Pidal. En ese Centro tuve la fortuna de ser el último alumno en el Seminario de Historia de las Ideas de José Gaos. Pero no fui el único: todos nuestros maestros, sin excepción, fueron discípulos del exilio español.

Don Daniel –así le decíamos sus alumnos– cambió de casaca en 1948. Se volvió historiador y escribió la magna Historia moderna de México. También fue un ensayista político luminoso y un diplomático brillante. Al final de su vida ejerció el periodismo y fue emblema de la crítica liberal al PRI y sus presidentes imperiales.

“Tengo la satisfacción de haber creado instituciones que me sobrevivieron”, me dijo en las entrevistas que le hice a principio de los años setenta. No alardeaba de su hazaña. Quizá sin su idea el exilio intelectual habría ocurrido pero en otros tiempos, de otras formas, con otro desenlace, menos afortunado, menos creativo y generoso.

Por el puente que tendió llegaron poetas, novelistas, cineastas, guionistas, artistas de toda índole. El puente resistió casi cuatro décadas y se fortaleció aún más hace otras cuatro, a partir del restablecimiento de relaciones entre España y México. Transitamos en él con naturalidad, sin pensar en quien tuvo la idea de concebirlo. El mejor homenaje al exilio español, y al hombre que propició su llegada a México, está en leer sus obras.


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