Ha sido, al menos desde que a raíz del Watergate se reforzara la separación entre la Casa Blanca y el Departamento de Justicia, el fiscal general que ha entendido de manera más maximalista los poderes presidenciales. William Barr fue algo así como el fiscal general soñado por un presidente como Donald Trump, que considera que tiene “el derecho legal” a intervenir en investigaciones judiciales. Le ha seguido en todas sus cruzadas, por más que comprometieran la independencia del departamento que dirige desde febrero de 2019 y que dirigió ya con Bush padre. Pocas semanas después de asumir el cargo, recibió el informe del fiscal especial de Robert Mueller sobre la trama rusa y, antes de que el público pudiera leerlo, Barr publicó un resumen tan edulcorado que un juez lo llamó “distorsionado” y “engañoso”. Calificó de “espionaje” las pesquisas del FBI sobre los vínculos de la campaña de Trump con Rusia, y abrió una investigación interna. Siguiendo el deseo de Trump, ordenó rebajar la recomendación de pena a su amigo Roger Stone, lo que provocó que cuatro fiscales se apartaran del caso y que más de 2.000 empleados del Departamento de Justicia firmaran una carta pidiendo la dimisión de Barr. Quiso retirar los cargos contra el exconsejero de Seguridad Nacional Michael Flynn, que se había declarado culpable en dos ocasiones de mentir a los investigadores federales. Pero ahora, en medio de la insólita batalla del presidente por revertir el resultado de las elecciones que perdió hace un mes, William Barr ha dicho basta. Y la relación del presidente con quien ha sido su brazo ejecutor se tambalea.
La semana pasada, Barr aseguró que el Departamento de Justicia no ha hallado el fraude electoral que denuncia el presidente. Trump y su entorno apenas disimularon su enfado. Preguntado por los periodistas, el mandatario no quiso decir si seguía confiando en Barr. “Pregúntenme dentro de unas semanas”, respondió, después de un incómodo silencio. Barr, según fuentes anónimas citadas por la prensa estadounidense, se está planteando presentar su dimisión antes de que el presidente termine su mandato el próximo 20 de enero.
Al principio se subió al barco. Durante la campaña electoral, Barr repitió todo cuanto pudo la advertencia del presidente de que el incremento del voto postal, debido a la pandemia, daría lugar a fraude electoral. Después de las elecciones, autorizó a los fiscales federales a investigar “alegaciones específicas” de fraude antes de que se certificaran los resultados, cuando lo normal es que el Departamento de Justicia espere a la certificación para investigar. Pero a medida que la batalla judicial de Trump coleccionaba fracasos y ridículos, crecía el silencio de Barr y el descontento del presidente.
La presión al fiscal general aumentó cuando, en una entrevista el 29 de noviembre en la cadena Fox, Trump dijo que el Departamento de Justicia y el FBI “pueden estar implicados” en el fraude electoral. Entonces Barr rompió su silencio. “Hasta la fecha, no hemos visto fraude a una escala que pudiera haber tenido como efecto un resultado diferente en las elecciones”, dijo a Associated Press el pasado miércoles.
Las declaraciones fueron a la vez que anunciaba que había nombrado fiscal especial al fiscal John Durham, a quien ordenó abrir una investigación sobre las pesquisas federales de los vínculos de la campaña de Trump con Rusia. Con el nombramiento, Durham goza de la misma protección contra un eventual despido que la que tuvo, por ejemplo, Robert Mueller, y queda blindado para poder seguir con las pesquisas durante la próxima Administración.
Con una de cal y una de arena, trató de contener la furia el presidente. Pero lo que necesita ahora Trump son aliados en su batalla por revertir, de una forma u otra, una derrota electoral que se resiste a admitir. Y Barr no le ha seguido hasta el final en su desafío definitivo. “No ha hecho nada”, dijo Trump sobre Barr a los periodistas el pasado jueves. El Departamento de Justicia y el FBI, lamentó el presidente, “no han investigado a fondo, lo cual es decepcionante, si les soy sincero”.
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