Gian Piero Gasperini es un genio incapaz de vivir sosegadamente. Ni cuando duerme. Dicen sus allegados que hay noches de víspera de un partido que da la impresión de que el entrenador del Atalanta lo tiene todo claro: la táctica, la alineación, el discurso. Hasta que concilia el sueño y los dioses del fútbol le visitan para susurrarle ideas que a la mañana siguiente él anuncia a sus jugadores al borde del paroxismo pidiéndoles que cambien de plan. No son pocos los futbolistas y los dirigentes que lo han calificado de “pazzo” —loco— por estos arrebatos. Su mano derecha hasta hace un mes, Alejandro Gómez, alias Papu, transitaba por la orilla opuesta. Nunca nadie le acusó de conductas irracionales, esotéricas o narcisistas, hasta que el 1 de diciembre se hartó de los bandazos de Gasperini y ambos acabaron enfrentándose en el vestuario del estadio de Bérgamo.
Un conflicto aparentemente banal separó sin remedio a dos de los cerebros más brillantes que ha dado la Serie A en este siglo: el de Gasperini para organizar al equipo en su mente y el de Papu Gómez para organizarlo en el terreno de juego. El fichaje del mediapunta por el Sevilla añade otro capítulo insólito a la carrera extravagante de un jugador lúcido como pocos.
“Tengo alma de centrocampista”, reconoció, durante una charla en Bérgamo, el año pasado, para explicar su naturaleza de atacante híbrido, autor de 105 goles y 106 asistencias a lo largo de su trayectoria de más de 500 partidos en competiciones de clubes. “Siempre hice más asistencias que goles porque me gusta dar asistencias”, puntualizó. “Los delanteros generalmente están más metidos en su propio mundo; y está bien que sean egoístas. Con la excepción de Cruyff, no conozco un gran entrenador que haya sido delantero. A veces pienso que podría hacerlo bien como entrenador porque veo bien el fútbol. Pero llevo 20 años viviendo de concentración en concentración, y no sé si podría seguir viviendo así otros 20 años más. ¡Hay que dejarlo todo! No sé si estoy tan loco”.
Los mediapuntas argentinos de las últimas décadas se dividen en dos grandes ramas. De un lado los herederos de Juan Román Riquelme, monumento a la autoconfirmación, peregrino de la fe en sí mismo hasta el fundamentalismo. Del otro, los sucesores de Pablo Aimar, que jugaba mejor que Riquelme pero se sentía tan vulgar que si Cúper lo dejaba fuera de la final de la Champions en el descanso de un partido que iban ganando 0-1 para poner a Albelda, a él le parecía lógico. Por más que Gasperini lo presente como un rebelde, el Papu, como Aimar, nunca se dio tanta importancia. Por no rebelarse, en 2013 aceptó que lo vendieran al Metalist porque al Catania —que él consideraba su casa— le convenía la operación. Allí jugó hasta que la guerra civil en Ucrania le obligó a regresar a Italia. Una vez en el calcio no le incomodó grabar un vídeo musical en el que recreaba la coreografía del Papu Dance, viralización que frivolizaba su imagen en lugar de presentarse como lo que de verdad era: un maestro del fútbol.
“Nací en Avellaneda”
“Nací en Avellaneda en 1988, a cinco manzanas de la cancha de Independiente”, dice. “Mi padre siempre ha trabajado —todavía trabaja— en Independiente: en verano en la cancha y en invierno en la sede del club. Yo me crié en el club”.
Nació en Avellaneda pero ni Independiente ni Racing, los dos grandes del barrio porteño, apreciaron realmente su talento. Acabó yéndose al Arsenal de Sarandí, donde levantó la Copa Sudamericana, primera evidencia de un poderío difícil de reconocer. Sin estatura —mide 1,67—, sin potencia, sin mucho gol, el Papu Gómez posee la piedra filosofal del buen juego. Cuando pisa la cancha —también cuando encara a los rivales con la pelota pegada al pie— ve más cosas que nadie y las ve más rápido que nadie.
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