Gary Cooper, John Wayne, Cary Grant y James Stewart sabían llevar, por ridículo que fuese, un sombrero. Los cuatro debutaron en el cine en los años treinta del pasado siglo y trabajaron con uno de los pioneros de Hollywood, Cecil B. DeMille; en el caso de Grant, en la radio. Además, eran muy altos, particularidad física sustancial para comprender sus maneras “oblicuas”, siempre inclinados ligeramente hacia la derecha, ante la cámara. Política de los actores, ensayo del crítico y cineasta de la nouvelle vague Luc Moullet, recogía el concepto de la “política de los autores” acuñado en los años cincuenta por Cahiers du Cinéma para, tres décadas después, darle la vuelta y mostrar algunas de sus insalvables contradicciones. Editado en 1993 por los propios Cahiers, el texto se traduce por primera vez al español en una coedición entre Athenaica y Serie Gong, saldando así una deuda pendiente con la bibliografía sobre cine en castellano.
Estos cuatro tótems le permiten a Moullet abrir un debate aún pendiente: ¿son determinados actores tan autores como los cineastas que los dirigieron? ¿Estigmatizó la industria a sus estrellas al tratarlas como meros reclamos comerciales? En un ataque desafortunado, Hitchcock los tachó de mero ganado y, de forma ladina, el sistema le dio la razón. ¿Por qué gran parte de la tradición crítica se deleita en el análisis formal pero pocas veces profundiza en el actoral?
El debate da para largo, pero, como recuerda Moullet, los directores ganaron la partida y La fiera de mi niña (1938) no acabó siendo una obra de Cary Grant y Katharine Hepburn, sino de Howard Hawks. En su análisis, cargado de humor, el francés explica por qué se decanta por estos cuatro nombres frente a otros no menos clásicos y no menos autores, como Henry Fonda o Humphrey Bogart. Brillante en su indagación de estos iconos del cine, Moullet apenas cita a actrices y, si lo hace, como el caso de Marilyn Monroe, es por motivos equivocados. Destila una arbitraria tirria contra el método y contra cualquier atisbo de psicología o poso teatral en el trabajo actoral, algo que le hace esquinar no solo a revolucionarios de la interpretación como Marlon Brando y su alargada sombra, sino a verdaderos gigantes de la técnica, de cualquier técnica, como Jack Lemmon y Spencer Tracy.
Amante del laconismo, la discreción y el underplay de un Gary Cooper (“una suerte de Stradivarius” que pasa de una estética a otra, de un realizador a otro, “con las infinitas posibilidades de la impasibilidad”), Moullet se decanta por “la perfección sin gran esfuerzo” frente a los que “adelgazan 20 kilos para interpretar un papel en el que trabajan durante un año para entregar a fin de cuentas apenas una histeria mediocre y una hinchazón soporífera”. En un capítulo formidable, el crítico retrata a Wayne como el actor de la decrepitud, el falso triunfador, el hombre que mejor supo encarnar, aun siendo joven, la decadencia y la vejez. “Se podría decir que no tuvo juventud, o que la consumió en esa bulimia de [primeras] actuaciones intrascendentes, actuaciones intrascendentes, o incluso que odiaba su imagen de joven cowboy mediocre”. Bajo sus imponentes cualidades físicas se agazapaban “elementos contradictorios e insólitos”, ese “cowboy con lumbago” que nutrió el cine de John Ford y Howard Hawks.
Wayne se empleó en personajes obstinados a los que la vida acababa dando una lección (Centauros del desierto, Río Rojo). Para Moullet, Wayne es jefe de grupo y Cooper es el hombre solitario: “Cooper se ubica en lo heroico, Wayne en lo cotidiano”. “Este hombre que nunca hizo teatro, el odioso reaccionario”, dice sobre el segundo, “resulta ser al mismo tiempo el primero de la vanguardia en materia de actuación. Pues, considerando los mejores filmes de hoy, de Hal Hartley o Abbas Kiarostami, Kira Muratova o Robert Bresson, Krzysztof Kieslowski o Éric Rohmer, Juzo Itami o Ousmane Sembène, Oliveira o Jean-Marie Straub, no sería a Cooper y mucho menos a Grant o a Stewart a quienes podríamos citar como precursores, sino a Wayne y su presencia discreta, la silueta perfectamente integrada en el tapiz del filme”.
En el libro solo se cuela la vida privada de uno de ellos, Cary Grant, quien, a diferencia de Rock Hudson, sí jugó en pantalla con los dobles sentidos de su homosexualidad. Grant se separó de su primera mujer a los siete meses de casados, una inestabilidad personal que supo trasladar a infinidad de personajes que o estaban separados o padecían conflictos matrimoniales. Grant es el más completo de sus cuatro magníficos, capaz de una velocidad gestual única, con unos movimientos inclinados que caracterizan tanto su faceta de galán como su irresistible don de comediante. A James Stewart (“un monstruo de inteligencia” dentro del plano, un inventor de gestos) le tocó el papel del soñador indolente. Como los tres anteriores, posee esa cualidad escorada del hombre alto y erguido. Uno de sus grandes secretos era cómo usaba las manos y su capacidad para actuar sin moverse (La ventana indiscreta), pero su otra gran aportación fue el uso de la mala dicción, del habla titubeante, “mascando chicle 15 años antes del Actor’s Studio”. El carisma de Stewart, apunta Moullet, le permite “conciliar y reconciliar” la América profunda con la “intelligentsia”.
Cuesta calcular el poder emocional que desprende un simple movimiento de cualquiera de estos cuatro mitos del cine. Pero el enorme valor del texto de Moullet es que, además de descifrar con lucidez y pasión el trabajo de estos gigantes y, de paso, cuestionar desde sus entrañas la célebre “política de autores”, devuelve el protagonismo al verdadero autor del cine: el arte colectivo.
Política de los actores
Luc Moullet. Traducción de Juan José Vidal. Athenaica/Serie Gong, 2021. 224 páginas. 20 euros.
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