El pasado 13 de abril se cumplieron 100 años del nacimiento del pianista cubano Frank Emilio Flynn. Este año también se conmemoran dos décadas de su desaparición física, que no espiritual o musical, pues su legado como una de las grandes leyendas del jazz afrocubano permanece intacto y algunos de sus memorables standards y melodías siguen siendo hoy fuente de magisterio y caballos de batalla de viejos y jóvenes jazzistas en la isla. Frank Emilio fue uno de los pioneros en llevar la música popular cubana al lenguaje de jazz y en convertir ritmos como el danzón, el mambo o el chachachá en endiabladas descargas, con la percusión siempre ocupando un lugar protagonista, si bien también trajo a su terreno lo mejor de la tradición jazzistica estadounidense consolidando un estilo inigualable. Pese a ello, sería injusto recordarle solo como un compositor e intérprete de este género, pues pese a ser ciego desde los 13 años Frank Emilio fue un pianista versátil y de sólida formación académica, capaz de ejecutar como nadie las partituras de Debussy, Chopin o Bach, o las exquisitas danzas cubanas de Manuel Saumell, Ignacio Cervantes o Ernesto Lecuona, que grabó en numerosos discos.
“Para algunos es un jazzista que domina la música cubana; para otros, un pianista cubano con un sexto sentido para el jazz”, dijo de él el musicólogo Nat Chediak en su Diccionario de jazz latino, editado por Fernando Trueba. Algunos lo llamaban “el mago”, y su influencia en la música cubana moderna, en el filin y en el jazz afrocubano es considerable, según han recordado estos días numerosos músicos y programas de televisión, en los que se ha vuelto a ver a Frank con sus gafas negras tocando temas de su cosecha, como el famoso Gandinga, mondongo y sandunga, o sus increíbles versiones de Sherezada o Toni y Jesusito (de Ñico Rojas), que hasta los más jóvenes músicos conocen y son indispensables en cualquier jam sessión cubana.
La música y Cuba son sinónimos de Frank Emilio, dueño de una historia de superación personal que comenzó desde el día en que nació. Lo conocí en los años noventa sentado al piano del restaurante La Roca, en el Vedado, donde amenizaba la comida de los clientes. Se sabía el repertorio completo de los grandes del jazz estadounidense (citaba entre sus influencias a Art Tatum —“una meta inalcanzable”—, George Shearing u Oscar Peterson), y si le pedías cualquier bolero cubano, el Quiquiribú mandinga o una canción de Bola de Nieve, las hacía suyas con una sensibilidad increíble. Su capacidad para improvisar, su sutileza y su cultura musical te atrapaba absolutamente, y así fue que hasta su muerte, en agosto de 2001, lo seguí por clubes, hoteles y teatros de La Habana, hasta que hicimos una hermosa amistad y lo pude entrevistar en numerosas ocasiones.
Su padre era un estadounidense que trabajó en la isla como buzo instalando cables submarinos para una compañía telefónica. Su madre, Digna, era un ama de casa sencilla, pero siempre le gustó la música. Tanto le gustaba que, aunque nadie sabía tocar el piano en casa, se compró uno para que los músicos que amenizaban las películas de cine mudo que se proyectaban en un teatro cercano fuesen a tocar allí después de las funciones. Allí escuchó Frank Emilio por primera vez el instrumento que marcaría su vida.
Al nacer, el mal uso de los fórceps por la partera lo dejo prácticamente ciego. “Hasta los 13 años, cuando perdí completamente la visión, solo percibía bultos y colores, pero estiré el brazo y empecé a balbucear mis primeras vivencias musicales al piano, como el vals Three o’clok in the morning, que eran las que yo oía en casa”. Un día, cuando Frank tenía cinco años, Digna murió y su padre regresó a EE UU, dejándolo al cuidado de unos tíos que lo criaron como un hijo y que, al darse cuenta de su talento para la música, lo apoyaron en sus estudios. Comenzó a imitar entonces el estilo del famoso pianista Antonio María Romeu, su primer ídolo, y al parecer lo consiguió porque en los años treinta comenzaron a llamarlo “el único imitador del Mago de las Teclas”.
A los 12 años ganó un premio para artistas aficionados tocando precisamente un danzón de Romeu, Tres lindas cubanas, y así obtuvo su primer contrato profesional. Aún con pantalones cortos, comenzó a trabajar como pianista en una orquesta danzonera, formación práctica que condicionó su singular modo de tocar el instrumento.
En los años cuarenta decidió estudiar música “en serio”. Su gran maestro de piano fue César Pérez Sentenat y aprendió armonía con Harold Gramatges y Félix Guerrero, llegando a presentarse años más tarde en el Palacio de Bellas Artes con un programa que incluía obras de Bach, Mozart, Ravel, Debussy y de los cubanos Ignacio Cervantes y Ernesto Lecuona —en 1959 apareció Danzas y danzones cubanos, el primero de una serie de discos que combinaban el repertorio danzonero con piezas de Cervantes y Saumell—.
Por mediación de Miguel Matamoros entra a trabajar en la radio Mil Diez, emisora en la que acompaña a intérpretes, hace programas de piano solo y forma parte del grupo Loquibambia, que toca música norteamericana de moda y números de compositores jóvenes como José Antonio Méndez y César Portillo de la Luz, con Omara Portuondo como cantante, convirtiéndose en el pianista del filin por excelencia. Después sería fundador del legendario Grupo Cubano de Música Moderna (más tarde llamado Los Amigos), compuesto en su base por cinco músicos apasionados del jazz: el baterista Guillermo Barreto, el bajista Orlando Papito Hernández, el tumbador Tata Güines, el güirero Gustavo Tamayo y él mismo.
Es esta su época de bohemia desenfrenada. “Nunca nos acostábamos antes de las seis de la mañana”, decía, recordando que por aquella época era muy coqueto y andaba sin bastón. “Los güagüeros [conductores de autobús] me conocían y me dejaban en la puerta de casa”, contaba, y al hacer estas anécdotas, entre canción y canción en La Roca o en el club La Zorra y el Cuervo, su rostro se iluminaba.
Fue fundador del Club Cubano del Jazz en los años cincuenta. Músicos estadounidenses como Tommy Dorsey, Sarah Vaughan o Zoot Sims viajaban por aquel entonces a La Habana a tocar muchos fines de semana, y de madrugada cubanos y estadounidenses se unían a descargar en Las Vegas, el Club 21 o el Habana 1900. Hubo jam sessions legendarias, como la que tuvo lugar en Sans Souci con Sara Vaughan y su trío, que quedó para los libros. Esa noche improvisaron juntos Frank Emilio y el contrabajo de Sarah, Richard Davis, que en un momento de la noche le pidió a Frank que le acompañase en The Nearness of You. Este no las tenía todas consigo y le preguntó que si se la sabía, a lo que Frank le respondió: “¿En qué tono la quieres, mulato?”.
Uno de sus grandes amigos y admirador, el director de la orquesta de Tropicana, Armando Romeu, le animó a que hiciera Raphsody in blue, de su adorado Gershwin. Frank le respondió que no podía porque no había en Cuba partituras para él. Romeu aprendió braille para traducirle la obra, y Frank Emilio no solo interpretó esta obra con la Orquesta Sinfónica, sino que hizo después el Concierto en fa de Gershwin, algo de lo que estaba orgulloso.
Como muchos músicos cubanos, cayó en el olvido en los años setenta, cuando se desató en la isla la ofensiva revolucionaria; los clubes cerraban y el jazz pasó a ser casi la música del enemigo. “Atrevidamente, yo me había dedicado a cultivar otros géneros, y seguí trabajando”, contaba. Compuso, dio conciertos, se dedicó en cuerpo y alma a enseñar música a otros ciegos. En 1996, cuando por carambolas comerciales la música cubana se puso de moda, hizo Barbarísimo, genuino disco de jazz latino. Después vino el CD de danzones Mi ayer, Tribute to Lecuona y, en 1998, grabó para el famoso sello Blue Note Reflejos ancestrales, uno de sus grandes discos.
Ese mismo año, el trompetista estadounidense Winston Marshallis viajó a La Habana y lo fue a ver tocar al club La Zorra y el Cuervo. Quedó fascinado, y le invitó a tocar durante dos años consecutivos en el Lincoln Center de Nueva York. Gracias a la publicidad, una prima descubrió su existencia y se reencontró con su familia de EE UU.
Guardo como un tesoro el regalo que me trajo de aquel viaje Nueva York: un disco de la big band de Marshallis, con Take the A train entre sus temas. Era uno de los standards popularizado por Duke Ellington que le gustaba tocar y que primero le escuche en La Roca, pero a ritmo cubano.
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