La sangre, finalmente, llegó al río. Los años de disputas soterradas entre el kirchnerismo y el Poder Judicial en Argentina cristalizaron esta semana en una guerra abierta. La batalla es por el control del Consejo de la Magistratura, un órgano colegiado que selecciona, controla y enjuicia a los jueces federales. Los protagonistas estelares son la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, y el titular de la Corte Suprema, Horacio Rosatti. El presidente, Alberto Fernández, observa en silencio, mientras que las fuerzas políticas dan pelea en el Senado y la Cámara de Diputados. Solo hay una coincidencia: los bandos se acusan mutuamente de perpetrar un “golpe institucional”.
Para entender el culebrón hay que remitirse a 1994, cuando se reformó la Constitución. Hasta entonces, el Presidente de turno elegía a dedo a los jueces y enviaba los nombres al Senado para su aprobación. El espíritu democrático de la reforma constitucional creyó conveniente transferir ese derecho de selección a un órgano de 19 miembros integrado por magistrados, abogados, diputados, senadores y académicos. Nació así el Consejo de la Magistratura, presidido por el presidente de la Corte Suprema como consejero número 20 y poder de desempate.
En 2006, la senadora Cristina Kirchner impulsó una ley que cambió la conformación del Consejo. El número de miembros se redujo a 13 y se expulsó al presidente de la Corte de su dirección. La reforma supuso un aumento del poder interno de diputados y senadores, que ahora superaban en número (seis) a la suma de jueces y abogados (cinco). La política le había ganado a la justicia. El Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires impugnó la ley de Kirchner con el argumento de que rompía el equilibrio de representación que exigía la Constitución de 1994. En diciembre pasado, 13 años después de recibir el expediente, los jueces del máximo tribunal del país le dieron la razón a los abogados y decretaron la inconstitucionalidad de la ley kirchnerista de 2006.
“Es un golpe institucional”, gritó a coro el kirchnerismo. Y así llegamos a la actual crisis. La Corte dio 120 días al Congreso para que aprobase por ley la conformación de un nuevo modelo para el Consejo de la Magistratura. De no cumplirse con el plazo, se volvería a aquel de 1994. Fue eso lo que sucedió. El Congreso no se puso de acuerdo, el presidente de la Corte, Horacio Rosatti, se puso al frente del Consejo de la Magistratura, y el número de consejeros subió de 13 a 19. Jueces, abogados, diputados y senadores debieron elegir representantes para cubrir las nuevas plazas.
Jueces y abogados hicieron lo suyo, sin demasiados conflictos. La verdadera pelea se libró en el Congreso. La ley de 1994 establece que los cuatro consejeros del Senado y los cuatro de Diputados se reparten a razón de dos por la primera minoría, uno por la segunda y uno por la tercera de cada Cámara. Limitémonos al Senado. El oficialista Frente de Todos es primera minoría, la opositora Unión Cívica Radical (UCR) es la segunda y el PRO del expresidente Mauricio Macri es la tercera. ¿Qué sucedió entonces? En una jugada de ajedrez, Cristina Kirchner ordenó el martes por la noche la división del bloque del Frente de Todos. Los dos nuevos grupos parlamentarios, que responden a una misma dirección, pasaron a ser la primera minoría y la tercera, birlando así un representante al PRO, que quedó en cuarto lugar. “Gambito de dama”, tituló el diario oficialista Página 12, celebrando la maniobra de la vicepresidenta.
Pero la oposición tuvo lecturas menos épicas. “Es un golpe institucional”, gritaron a coro. “Vamos a a recurrir a la Justicia hasta las últimas consecuencias. Es un alzamiento lo que están haciendo, les importa un comino las instituciones”, se quejó el presidente de la oposición en Diputados, el radical Mario Negri. El expresidente Macri dijo, en tanto, que “para el kirchnerismo la división de poderes es un veneno”. La oposición se niega ahora a aceptar a los consejeros elegidos por el oficialismo. “Seguramente esto termine con una decisión judicial. Esto es un retroceso institucional enorme y tiene que solucionar de manera adecuada”, dijo Ricardo Gil Lavedra, uno de los jueces que en 1985 juzgó a los jerarcas de la dictadura. “Es una vergüenza que estemos asistiendo a una disputa sobre quien se queda o no con el Consejo de la Magistratura”, agregó.
La película está lejos de terminar. Aunque el “gambito de dama” de Kirchner tenga éxito, sus efectos prácticos pueden ser irrelevantes. Sucede que el Consejo de la Magistratura, que se pensó como una entidad democrática y equilibrada, cayó en la trampa del empate técnico.
La paridad de fuerzas ha condenado al Consejo a la parálisis, sin posibilidad de alcanzar las mayorías necesarias para resolver. Hoy están vacantes el 30% de los cargos de jueces federales y esperan en un cajón 222 causas por mal desempeño contra magistrados y camaristas federales. Con la nueva composición se necesitan 12 votos para sesionar, y ni oficialismo y oposición tienen quorum propio. El Consejo de la Magistratura seguirá paralizado, como ocurría antes del fallo de la Corte de diciembre pasado. Mientras tanto, los políticos libran la batalla de fondo: la del control de la Justicia.
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