El laboratorio del Dr. D’Annunzio


Catorce años antes de morir, Gabriele d’Annunzio (1863-1938) encargó su propia capilla ardiente. La amuebló al estilo decó, con pieles de leopardo, un retrato suyo junto a san Francisco y una talla de san Sebastián del siglo XVI que representa, a tamaño natural, al mártir cuya historia había escrito él mismo para el compositor Claude Debussy. Presidiendo la estancia, una mezcla de cuna y ataúd.

La habitación huele, por supuesto, a cerrado. Como casi todo el Vittoriale degli Italiani, la villa con vistas al lago de Garda a la que el escritor se retiró definitivamente en 1921. La casa de Gardone -700 metros cuadros y nueve hectáreas de parque a los que se accede por tres arcos triunfales- fue su testamento de piedra, la autobiografía en tres dimensiones del escritor más popular de la Italia moderna. La historia, sin embargo, no ha dejado de cobrarle la factura de haber sido el poeta que inspiró a Mussolini. “El fascismo fue dannunziano, sí”, reconoce el guía Leonardo Gilardoni mientras enseña el Vittoriale. Pero ¿fue D’Annunzio fascista? Basta pasear por la casa de un escritor que padecía horror vacui para concluir que lo que fue D’Annunzio es, también, dannunziano.

“Soy la puta de Italia, a quien odian por amor”, dijo el escritor

“Se nos parece demasiado como para amarlo”, afirma su biógrafo

En España, su imagen ha sido más la del autor decadente, un perfil dibujado por el culturalismo de los años setenta y la versión cinematográfica que Visconti hizo en 1976 de su novela El inocente (1892). Pero hubo al menos tres dannunzios distintos en la vida de un hombre de letras cuyo ego no cabía en su metro sesenta de estatura. Esteta y soldado, era a la vez el Vate y el Comandante. El historiador Giordano Bruno Guerri, ex director editorial en Mondadori, biógrafo de D’Annunzio y actual presidente de la fundación que gestiona el Vittoriale para el Estado italiano, sostiene que la obra literaria del autor de Alcyone ha pagado por el hecho de ser lo que él llama el “Juan Bautista” del movimiento fascista. Eso a pesar de que, cuando triunfa Mussolini, su literatura mayor ya estaba escrita.

Los tres dannunzios fueron, sucesivamente, el literato, el soldado y el que, en su jaula de oro, preparaba el legado de los otros dos. El primero es el que en 1889, con 26 años, publica su primera novela, El placer, que sigue siendo un best seller en Italia. Es el mismo que escribe en los periódicos artículos como los que se recogen por primera vez en español en Crónicas literarias y autorretrato (Fórcola). Allí se comprueba su admiración por Nietzsche, todavía vivo, cuya teoría del superhombre impregna la novela El triunfo de la muerte, publicada en 1894 y recuperada ahora por Alfabia en un volumen que incluye algunos aforismos autobiográficos y el largo ensayo que le dedicó un devoto Henry James.

D’Annunzio creó 2.000 neologismos -se le atribuye “aeronáutica”- y no dejó de escribir eslóganes publicitarios y miles de cartas a sus admiradores, pero su fama literaria estaba hecha cuando se convirtió en héroe nacional. En 1918 sobrevoló Viena lanzando octavillas destinadas a minar la moral de los austriacos. Aquel biplano cuelga ahora en el auditorio del Vittoriale, un complejo cuyo interior está colonizado por 33.000 libros, obras de arte -aquí un ribera, allí un marinetti- y miles de objetos que llenan cada centímetro. Se han contado 800 en el baño, azul, de un hombre que no conocía la palabra superfluo y se pasaba las horas retocándose. Un pionero. “Tal vez lo más vivo que quede de D’Annunzio sea la preocupación por la belleza que ha transmitido a los italianos”, subraya Bruno Guerri.

Los límites de la villa, mezcla de santuario, palacio real y egoteca, albergan un motoscafo, un barco incrustado en la ladera cuyos cañones recibían a los visitantes ilustres y, por supuesto, el mausoleo del poeta. Allí reposa rodeado por algunos de los que le siguieron en la hazaña que lo convirtió en un mito incómodo: la toma de Fiume. La actual Rijeka croata era de mayoría italiana pero los aliados la cedieron a Yugoslavia al terminar la I Guerra Mundial. Italia había ganado esa guerra y D’Annunzio habló de “victoria mutilada”. Al frente de una columna de legionarios conquistó la ciudad y la gobernó, desobedeciendo al poder de Roma, durante 16 meses entre 1919 y 1920.

En Fiume confluyen todos los grises de un autor leído en blanco y negro. Por un lado, desarrolló una parafernalia nacionalista de gritos de guerra, discursos y uniformes -la camisa negra- que los fascistas no tardarían en hacer suyos. Por otro, promulgó una Constitución de tintes anarquistas en la que se hablaba de la música, la pasión de D’Annunzio, como pilar de un Estado aconfesional que eliminaba los símbolos religiosos de las escuelas y reconocía el derecho al divorcio y el voto a las mujeres, algo que en Italia no sucedería hasta 1946.

Sofocada la aventura de Fiume por el ejército italiano, en 1921 D’Annunzio ya estaba en Gardone. Un año más tarde Mussolini se hacía con el poder y se ocupó de que el escritor -pagano, grafómano, erotómano y cocainómano- viera colmado allí el menor de sus caprichos. Lejos de Roma. “Cuando uno tiene una muela podrida”, dijo el dictador, “la sacas o la cubres de oro”. El escritor apenas se movió de allí en 17 años, pero acudió a la vecina Verona para, francófilo y antigermano, aconsejarle al Duce que no se aliara con Hitler, al que dedicó una sátira que fue censurada.

“Soy la puta de Italia, a quien odian por amor”, dijo. En el Vittoriale, que este año ha recibido 150.000 visitas a razón de 16 euros, hay una puerta para los huéspedes queridos y otra para los que no lo son. Mussolini entró por la segunda. El escritor lo hizo esperar dos horas. Menospreciaba al político, adoraba su dinero. Durante décadas su obra ha pagado esa factura. Fingiendo golpear al escritor, dice Bruno Guerri, “los prejuicios de la crítica literaria” se cebaban con el personaje, el “primer divo” de las letras modernas. Él publicó hace tres años una biografía sin maquillaje en la que Dios -o el Diablo- no paga por el César. Redescubrir a D’Annunzio, apunta, significa ponerlo en el lugar que le corresponde entre los italianos, de los que fue un “campeón desmesurado”. “Se nos parece demasiado como para que lo amemos”.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 12 de noviembre de 2011


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