Cuando en 2002, Jean-Marie Le Pen llegó por sorpresa a la segunda vuelta de las elecciones francesas superando a uno de los políticos europeos más sólidos de aquella época, el socialista Lionel Jospin, Francia (y toda la UE) quedó conmocionada. Era algo imposible de imaginar. Nació entonces el llamado frente republicano como barrera a la ultraderecha, con la que resultaba imposible sentarse en la misma mesa a discutir sobre política, ni sobre nada. El presidente, Jacques Chirac, se negó a debatir con el candidato del Frente Nacional, racista, islamófobo, condenado por negar el Holocausto, un ultraderechista indisimulado. Chirac arrasó en la segunda vuelta con un 82,21% de los votos.
Aquella aplastante derrota no significó, ni de lejos, el final del Frente Nacional, como ha quedado claro en las elecciones presidenciales francesas de este domingo, en las que Marine Le Pen ha logrado, con el 41,46% de los votos, según el recuento del Ministerio del Interior, el mejor resultado de su historia, y se convierte en una actriz inevitable de la vida política francesa. Como tituló este fin de semana en un análisis en The New York Times la periodista estadounidense afincada en París Rachel Donadio, “Macron puede conservar la presidencia, pero Le Pen ya ha ganado”.
Aquel primer aldabonazo de 2002 fue un preocupante indicio de que sus raíces en la sociedad francesa eran más profundas de lo que muchos sociólogos y politólogos habían sido capaces de detectar (la inmensa mayoría de los sondeos se equivocaron en aquella primera vuelta), y también el principio de un largo viaje hacia la normalización impulsado por la hija y heredera del partido, Marine Le Pen, un proceso que pasó por un cambio de nombre —desde 2018 se llama Reagrupamiento Nacional (RN)— e incluso por la expulsión en 2015 de su padre de la formación que fundó, después de una serie de soflamas homófobas —”no condeno a los homosexuales a nivel individual, pero cuando cazan en manada, sí”—, o por insistir en que las cámaras de gas eran un “detalle de la historia”.
Marine Le Pen ha logrado que en esta campaña se hablase más de su amor por los gatos que del racismo de su formación y, sobre todo, ha conseguido que electores que parecía imposible que se acercasen a la ultraderecha la votasen sin ningún complejo, tras haberse convertido en la abanderada de la Francia que no llega a fin de mes. El resultado deja claro que franceses de toda condición han optado por el partido que, en terrenos como la inmigración o la seguridad, mantiene un discurso ultra. Una novela que logró una importante repercusión cuando se publicó en Francia —que acaba de editar Random House en castellano— puede servir para ilustrar esa transformación. Se titula Lo que falta de la noche, y su autor, Laurent Petitmangin, relata cómo un padre, socialista de toda la vida, descubre que su hijo veinteañero se ha hecho seguidor de Marine Le Pen.
“Le pregunté si no le molestaba andar con racistas”, relata el narrador de la novela, a lo que el joven responde: “No son racistas, eso era antes. En todo caso, mis colegas no son racistas, no más que tú o que yo. Contra la emigración, no contra los emigrantes. No están en contra de los que ya están aquí, con tal de que no jodan. Créeme, esos tíos están del lado de los obreros, hace 20 años habríais estado en el mismo bando. Mueven el culo. Están hartos de todas esas gilipolleces de Europa. Reciben dinero de París y lo redistribuyen aquí. Te guste o no, a la gente le parece bien lo que hacen”.
Este proceso de “desdiabolización”, como lo han calificado los analistas franceses, ha logrado indudables éxitos en las urnas que, por el sistema electoral a dos vueltas, se traducen en muy poco poder concreto, pero con porcentajes cada vez más elevados. Solo tiene seis diputados en la Asamblea Nacional francesa —insuficientes incluso para formar grupo propio— sobre un total de 577. Sin embargo, en las elecciones europeas de 2019, Marine Le Pen derrotó a Emmanuel Macron, con el 23,34% de los votos frente al 22,42%.
Para Jean-Yves Camus, analista del Observatoire des radicalités politiques de la Fundación Jean Jaurès, esta transformación tiene algo de real: el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen nació en 1972 como una formación que quería agrupar a todo tipo de grupúsculos ultras: “Se trataba de un partido que pretendía federar a todos los componentes de la extrema derecha, desde los nacionalistas revolucionarios hasta los militantes de la derecha reaccionaria y conservadora, pasando por monárquicos, católicos integristas e incluso neonazis”.
Desde 2011, prosigue Camus, Marine Le Pen comenzó una transformación profunda del partido. “Cambió su discurso queriendo hacerlo más tranquilizador, más social, más adaptado al electorado popular”. Sin embargo, este estudioso experto en ultraderecha cree que puede haber cambiado la forma, pero no el fondo: “Aunque prefiero hablar de derecha radical y no de extrema derecha, para no dar la impresión de que RN es un partido fascista, el núcleo duro del programa sigue siendo el mismo: un nacionalismo xenófobo y autoritario, antieuropeo y cada vez más cercano al concepto de democracia iliberal implantado en Polonia y Hungría”.
Pero el hecho es que este lavado de cara ha funcionado: el partido de Marine Le Pen ha subido en porcentaje de votos elección tras elección y ha pasado a la segunda vuelta de las presidenciales dos veces consecutivas, en 2017 y ahora. El programa sigue siendo básicamente el mismo —cierre casi total de fronteras a la inmigración, expulsión de extranjeros en situación irregular y discriminación en el acceso a prestaciones sociales, islamofobia indisimulada con una batalla en torno a la prohibición del velo— con algunos cambios estratégicos, como dejó claro en el debate del miércoles ya no defiende la salida de Francia de la UE, aunque sí una profunda transformación de la Unión.
Y no se trata solo de una reconversión del partido, sino también de la consolidación de su imagen como alguien presidenciable. En 2017, su debate con Emmanuel Macron fue un desastre y hundió su imagen, que tampoco era demasiado brillante. Macron arrasó en la segunda vuelta, con un 66,1% de los votos, aunque lejos de la casi unanimidad que concertó Chirac. El frente republicano presentaba sus primeras fisuras. Además, se había producido un avance a favor de Marine Le Pen: ya no se podía plantear que Macron se negase a debatir con la candidata, al igual que ha ocurrido en estas elecciones. Esta vez, el debate ha estado mucho más igualado. Le Pen ha demostrado una de sus grandes virtudes políticas: aprende de sus errores. Y ha encontrado el camino para convencer a los franceses que se sienten derrotados y traicionados por el sistema de que ella puede ser la solución a sus problemas.
Otra obra literaria, el tebeo en cuatro tomos Los combates cotidianos, de Manu Larcenet —que obtuvo en 2004 el gran Premio del Festival de Angulema—, ya intuía el largo viaje del Frente Nacional. El protagonista, un fotógrafo de guerra que ha colgado las cámaras, va a visitar a los antiguos compañeros de su padre en un astillero a punto de cerrar. Son amigos suyos desde la infancia. “Este astillero, las máquinas, nosotros mismos… Todo esto va a desaparecer. Es un mundo triste, la mano de obra cuesta menos que el carburante y llega gente de todo el planeta dispuesta a trabajar por un cuarto de nuestro salario”, afirma uno de los obreros a punto de jubilarse. “No le escuches, es viejo y tiene miedo. Yo también tengo miedo y, visto el resultado de las últimas elecciones, no estoy solo”, asegura otro de los obreros, refiriéndose al pase de Jean-Marie Le Pen a la segunda vuelta en 2002. “No me digas que te has vuelto facha, que te crees su rollo”, replica el protagonista. “No me he vuelto facha, quiero que las cosas cambien”. En una de las grandes paradojas de la política europea del siglo XXI, Marine Le Pen ha tardado dos décadas en apoderarse de ese mensaje de cambio con un partido ultra y reaccionario.
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