Quien solo cree en la ley de la fuerza solo entiende el lenguaje de la fuerza. Cuando alguien habla de diálogo y de transacción a este tipo de individuos, estos entienden que se enfrentan con alguien sin ánimo ni poder para seguir peleando y dispuesto a realizar más concesiones. La respuesta, por tanto, es aplicar todavía con mayor resolución la ley de la fuerza hasta conseguir su rendición.
Hasta la cumbre de Madrid, los europeos no habían conseguido hablarle a Putin con una sola voz y sin vacilaciones en el lenguaje de la fuerza. El continente históricamente con mayor experiencia y resultados más sangrientos en el uso del idioma brutal de la guerra, entre naciones y dentro de las naciones, había ido olvidando en los últimos 75 años hasta la más pequeña expresión de la lengua vernácula con la que se habían librado centenares de contiendas, hasta llegar a la culminación de las dos guerras mundiales, el Holocausto y los horrores del estalinismo.
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Putin pudo invadir Crimea y apoderarse de parte de Donbás en 2014, precisamente gracias a este olvido y a la tibia reacción suscitada por su flagrante vulneración ya entonces de los tratados y de la legislación internacional. La resolución con la que emprendió el pasado 24 de febrero su segunda embestida contra Ucrania, que creía definitiva, se debió precisamente al antecedente y a la tibia reacción de las opiniones públicas, especialmente las europeas. Cometió un error muy frecuente en la guerra y en la política. Creyó que vencería en esta ocasión solo por el hecho de haber vencido en la anterior.
El lenguaje de la fuerza no exige tan solo un buen conocimiento y un dominio práctico, sino sobre todo los instrumentos para usarla, es decir, suficientes soldados y armas. Europa no los tenía en 2014, sigue sin tenerlos en 2022 y solo ahora se ha propuesto adquirirlos rápidamente en la cumbre de Madrid. La OTAN ha designado sin embudos a su enemigo y se ha comprometido sin límites en la defensa de Ucrania, tal como expresan unas palabras de Biden que recuerdan el famoso “whatever it takes” (cuanto haga falta) pronunciado por Draghi en 2012 respecto a la intervención sin límites del Banco Central Europeo ante la crisis del euro. El presidente de Estados Unidos aseguró el jueves en Madrid que Washington y la OTAN seguirían ayudando a Kiev “tanto tiempo como haga falta para que Rusia no derrote a Ucrania y luego avance más allá de Ucrania”.
Una vez el enemigo identificado y expresada la resolución y el compromiso colectivos, se van a multiplicar por ocho las fuerzas desplegadas en las fronteras de Rusia, se reforzará la dotación en aviones, buques y artillería y los presupuestos de defensa se situarán a la altura de estas amenazas tan tangibles e inmediatas. Habrá que hacerlo a toda prisa, visto que el actual despliegue en el flanco fronterizo con Rusia, levemente reforzado desde que empezó la guerra, es de una debilidad extrema, según señalan sobre todo los gobiernos de las repúblicas bálticas.
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El actual despliegue de la OTAN responde al concepto de tripwire o cable trampa, es decir, una presencia militar inferior a la del adversario y dispuesta a entrar en combate, con la que se demuestra el compromiso en la defensa del territorio, pero sin capacidad efectiva para frenar la invasión. Tal situación significa un peligro incluso existencial para Estonia, Letonia y Lituania, países que por su escaso tamaño podrían ser destruidos enteramente en pocos días, y exige su sustitución por una defensa avanzada compuesta de fuerzas con capacidad para responder a una invasión como la rusa en Ucrania.
La guerra de Ucrania se libra también como una carrera en el tiempo. Cuanto más se alargue, más fuerza ejercerá Putin con las palancas de las interdependencias globales, convertidas en armas de chantaje. Ucrania puede aguantar la invasión en el frente y soportar la pérdida de vidas y la destrucción del país y de sus ciudades, pero no está claro que los aliados tengan tanto aguante ante los cortes de energía, las hambrunas, sus repercusiones en los flujos migratorios hacia Europa y la pérdida brutal de rentas por la galopada inflacionaria. En cambio, cuanto más duren las hostilidades, más tiempo tendrá la OTAN para prepararse ante la eventualidad de una escalada que desborde el actual perímetro de la guerra, por tanto, para lo peor, que sería la guerra abiertamente europea.
Los frentes de batalla apenas se mueven. Rusia avanza cansinamente en Donbás, pero acaba de perder la isla de las Serpientes, de valor estratégico para el tráfico marítimo en el mar Negro y para la reapertura de la exportación de cereales desde Ucrania. Biden se muestra dispuesto a mantener el tipo tanto tiempo como haga falta, pero también deberán acompañarle las opiniones públicas de los países democráticos, que apenas entienden el lenguaje de Putin y tienen en su mano el voto para echar a los gobiernos e incluso para elegir gobernantes más comprensivos con el Kremlin.
El lenguaje con el que la OTAN está hablando quizás no sirva todavía para que Putin dé por llegada la hora del alto el fuego, de la diplomacia y de la paz, pero el lenguaje de la debilidad con el que Europa le había hablado hasta ahora, y con el que grandes mayorías en muchos países siguen hablando, difícilmente lleva a la paz y sirve, en cambio, a la guerra larga que quiere Putin e incluso puede servir a su victoria final.
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