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El libanés que perdió un hijo en el drama migratorio: “Intentaré de nuevo llegar a Europa, pero esta vez solo”

El libanés que perdió un hijo en el drama migratorio: “Intentaré de nuevo llegar a Europa, pero esta vez solo”

En la madrugada del 7 de septiembre de 2020, Mohammed Al Mohammed se disponía a subir a la barca que ―le prometían― lo teletransportaría en apenas una hora de la pobreza y desesperanza de Líbano, ya entonces inmerso en una de las mayores crisis económicas de los últimos 170 años, hasta Chipre, la isla a 185 kilómetros que abre la puerta a la palabra mágica: Europa. “Sufián [su hijo de dos años] se tomará aquí la leche y cuando vuelva a tener hambre ya habréis llegado. No necesitas todo eso”, le dijo el responsable de la travesía al verlo llegar con latas de atún, galletas, agua y chocolatinas. Sufián murió en el camino. Una foto del pequeño sonriendo cuelga hoy disonante en el salón de la casa familar en Bab Al Tabbane, uno de los barrios más pobres de la ciudad más pobre del Mediterráneo, Trípoli.

La lancha se extravió y quedó sin combustible el primer día. Siete más tarde, fue rescatada y devuelta a Líbano con 35 de las 45 personas que habían partido. Al Mohammed, que hoy tiene 23 años, y su esposa, Obaida Ismail, de 22, sobrevivieron. El hundimiento de Líbano, sumado a los planes de repatriación a Siria y la creciente hostilidad hacia los refugiados, han impulsado la ruta migratoria del Mediterráneo oriental (las llegadas a Chipre han pasado de 2.995 en 2020 a 13.474 en los primeros nueve meses de este año), que el pasado septiembre sumó 95 cadáveres en su peor naufragio. Aunque perdió un hijo en el primer intento, Al Mohammed quiere probar de nuevo: “Pero esta vez solo, para que si pasa algo quede algo de esta familia”.

El Trípoli en el que nació es solo un recuerdo de su bonanza como capital comercial. El empuje de Beirut y, posteriormente, la guerra civil libanesa (1975-1990) alimentaron la decadencia de la ciudad, la segunda más grande del país (500.000 habitantes) y cuna de grandes fortunas como la del primer ministro, Nayib Mikati, cuarto hombre más rico del mundo árabe. El nombre del barrio de Al Mohammed, el suní Bab Al Tabbane, está asociado al lumpen y al Estado Islámico, que reclutó aquí un millar de combatientes. También a las décadas de enfrentamientos con su vecino de mayoría alauita, Yabal Mohsen, divididos por la lealtad en torno a los El Asad en Siria. En los edificios aún se ven señales de metralla y disparos. La crisis económica iniciada en 2019 dio la enésima puntilla a Trípoli, que pasó de “orgullo de la revolución”, finalmente frustrada, a principal foco migratorio del país, sobre todo de sirios, pero también de libaneses, palestinos y migrantes de otros países.

Un hombre pasea junto al mercado de ropa en el límite del barrio de Bab al Tabbane.Oliver Marsden (Oliver Marsden)

Tras cuatro años en el paro, con su esposa de nuevo embarazada e impactado, dice, por la explosión en el puerto de Beirut, Al Mohammed sintió que 2020 era el momento de “tomar en las manos el control” de su vida. Su madre, viuda desde 2009, vendió una nevera, un televisor y una estufa; y su hermana, un brazalete de oro. Así sumó los 2.000 dólares que costaba alcanzar ilegalmente Europa en barco. “Daba igual porque en cuanto llegase allí, les compensaría”, dice. La mafia que organizaba la travesía cobraba más a quienes tenían familiares en Europa y a él se la presentaron, a través de un familiar intermediario, como un sencillo desplazamiento hasta una isla cercana, en la que pasarían a un yate más grande con el que alcanzarían Chipre. “La idea era que, en el peor de los casos, si una vez allí nos arrepentíamos, nos bastaba con ir a la Embajada libanesa y nos devolvían en avión”, añade. Esa madrugada, en la playa Al Minia, al norte de Trípoli, se encontró con una embarcación de 10 metros por cuatro para 45 personas y sin chalecos salvavidas. La mayoría eran sirios, aunque había también otros libaneses, yemeníes, bangladesíes y palestinos.

El drama de Sufián

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Al tercer día, sin apenas agua y con apenas un par de chocolatinas para comer, Sufián se empezó a encontrar realmente mal. “Para que bebiese, cogíamos los pañales y los empapábamos en el mar pensando que parte de la sal se quedaría en el pañal. El sol era muy fuerte, yo estaba muy confundido y teníamos mucha sed”, afirma. En medio de la desesperación, Al Mohammed dio a su hijo una mezcla de agua del mar con Nescafé y leche en polvo. “Pensaba que, de alguna manera, Dios le quitaría la sal”, se justifica. Sufián comenzó 20 minutos de vómitos y diarrea. “Entendí que había matado a mi propio hijo y me desmayé. Cuando recuperé el conocimiento, casi ni lo reconocí, porque empezaba a ver la muerte en su cara. Se puso en el regazo de mi mujer y empezó a gemir. Al otro lado del bote ya estaban recitando la fatiha por su alma, pero ella no era consciente de que ya estaba muerto. Le dije: ‘Vamos a dormir y ya veremos qué hacemos por la mañana’. Me desperté con los gritos de mi mujer al ver la cara del niño. Yo estaba confundido, como si no recordase que mi hijo había muerto, como si fuese un sueño. Poco después, lo cogí en brazos y le dije: ‘Lo siento, te he matado. Te quería dar una vida mejor, hice esto para ti, pero te he matado’. La gente pensó que me había vuelto loco. Me sentía muy culpable”, rememora.

Al Mohammed no quería separarse del cadáver, pero el resto le exhortaba a lanzarlo al agua para que no pusiese a todos en peligro al pudrirse. Y le insistían en que era mejor que ese fuese el último recuerdo del rostro de su hijo, y no uno desfigurado. Incapaz tanto de quedarse con su hijo como de deshacerse de él, cogió una cuerda y lo ató al bote para “poderlo ver todo el tiempo”. “Cada día bajaba al agua a abrazarlo. Pero, de noche, cuando oía su cuerpo chocando contra el bote, se me rompía el corazón. En ese punto, lo que quería es que alguien más muriese para que mi hijo no fuese el único. Y murió el hijo de [su familiar] Nasir, que tenía un año y medio. Lo siento… pero me tranquilizó. Empecé a ver todo con más calma”, reconoce avergonzado. Tres días más tarde, la cabeza de Sufián estaba tan hinchada que desamarró el cuerpo. “Lo vi alejarse. No entiendo lo que sentía en ese momento. No lo sé aún. A veces pienso: ¿Cómo pude dejar a mi hijo en el mar?”.

Foto de Sufián, en el salón de la casa de Mohammed Al Mohammed.Oliver Marsden (Oliver Marsden)

Al quinto día comenzó a ceder la salud, física o mental, de otros pasajeros. Un bangladesí murió y una mujer “que había comenzado a delirar” amaneció sin vida, cuenta. “Un hombre con diabetes empezó a decir cosas raras y se tiró al mar. Lo subimos a la fuerza y lo volvió a hacer. Esa vez ya lo dejamos marchar”, recuerda. Cinco adultos más salieron a nado a buscar ayuda. Algunos de sus cadáveres acabaron llegando a la costa.

Al Mohammed recuerda cómo, en la oscuridad de la noche, sin luces a lo lejos, dos cosas le mantenían con esperanza. Una, sentir mosquitos, que le hacía pensar que se acercaban a tierra firme. La otra, cuando su mujer le acercaba la mano al vientre y sentía al bebé.

Rescate

Al octavo día avistaron un buque. Al Mohammed nadó hacia él. “Me sorprendió lo bien que pude tras ocho días sin comer ni beber. Solo pensaba en mi supervivencia”, admite. Avisó a la tripulación y regresó al bote. Diez minutos más tarde, fueron rescatados. “Solo me salía decir: ‘¡Dios es el más grande!’. Estábamos tan nerviosos que rompíamos las botellas que nos tiraban al intentar agarrarlas. El agua te quemaba al beberla”, asegura.

Era un barco de la FINUL, la misión de cascos azules en el sur de Líbano. En vez de navegar hacia el noroeste, habían llegado a la deriva a la frontera con Israel, en el sur. Al Mohammed recuerda que los militares eran turcos y llevaban trajes protectores, en pleno auge de la covid. “Les dijimos: ‘¡Llevadnos a Turquía. Una cárcel en Turquía es mejor que Líbano. Llevadnos donde sea, pero no a Líbano!’. Nos dijeron que íbamos a Turquía, hasta que empezamos a ver que en 20 minutos estábamos ya cerca de Beirut. Y eso que creíamos estar tan lejos de todo…”

Mohammed Al Mohammed, en su casa.Oliver Marsden (Oliver Marsden)

Al Mohammed está hoy en peor situación que aquel día. Cada vez debe más dinero. Tras el nacimiento con hidrocefalia de su segundo hijo, recibió 500 dólares de una colecta. Los invirtió en un negocio de pollos. “Nunca había tocado un pollo, ni tratado con proveedores o con clientes. Un año después ya debía el doble. Estaba tan frustrado que un día bajé la persiana y dejé todo allí. Ahí sigue”, cuenta. Parece bloqueado: carece de dinero para retomar el negocio, pero rechaza poner fin al alquiler para dejar de acumular deuda con el propietario. Tampoco busca trabajo ni ha solicitado el DNI que perdió en la travesía marítima. En la casa hace frío incluso de día. El Gobierno solo proporciona una hora diaria de electricidad. Unos vecinos les regalan tres amperios del generador privado comunitario, que les dan para la nevera, la luz “y, a veces, ver un poco la tele”.

Solo piensa en irse adonde todo sea “más fácil”. “Que mi hijo tenga comida, educación y sanidad. Y tengo entendido que, fuera de aquí, el Estado se encarga de todo eso. Me iría de nuevo, porque ahora sé cómo funciona. Me llevaría agua, comida y un chaleco salvavidas. Lo que no tengo es el dinero para pagarlo”. ¿Miedo? “No. Si te pusieses en mi piel, harías lo mismo”.

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