El llamamiento del presidente Iván Duque a negociar las condiciones para acabar con los paros que mantienen Colombia bloqueada desde hace dos semanas no ha evitado que este miércoles se desarrolle otra movilización masiva en las calles. Las marchas han tenido un ambiente festivo y reivindicativo en ciudades como Bogotá, Cali, Medellín o Bucaramanga. El principal reclamo de los manifestantes es que el Gobierno cese la represión policial y sea más contundente a la hora de censurarla. La violencia le ha costado la vida a más de 40 personas por el momento.
La marcha de los movimientos sindicales, una de las principales entre la veintena de concentraciones convocadas para la nueva jornada del paro nacional en Bogotá, avanzaba como una suerte de desfile hacia la Plaza de Bolívar, en el corazón de la capital, al ritmo festivo de saltimbanquis y batucadas. Los abundantes grupos de percusiones, y los ensordecedores carros con equipos de sonido que acompañaban a los manifestantes, marcaban el paso en medio de un mar de coloridas banderas y carteles de las principales centrales obreras, reunidas en el comité del paro que todavía no da una respuesta formal a la mesa de negociación a la que se ha abierto el Gobierno. El estribillo dominante era una adaptación de Bella Ciao para pedir la salida del presidente Duque.
“El Gobierno debe hacer una declaración más contundente hacia la policía nacional y hacia quienes están cometiendo abusos con la población de que esto debe cesar. Las marchas deben tener plenas garantías”, dice a EL PAÍS, en medio de la movilización, Diogenes Orjuela, secretario general de la Central Unitaria de Trabajadores e integrante del comité del paro. “Nosotros somos capaces de demostrar nuestra expresión pacífica y que el Gobierno se quite de la cabeza la idea de que tiene que contenerlas a punta de represión”, apunta. Antes del mediodía le informaban de que esta era la movilización más extensa en términos de ciudades y municipios desde que comenzó la crisis el pasado 28 de abril. “Esperamos que esto convenza al Gobierno de enviar el mensaje de garantías para las expresiones de protesta”, sostiene.
Toda esta “acumulación de indignación”, valora, viene desde la oleada de protestas de noviembre de 2019, con un pliego de reclamos desatendido, y la negativa del Gobierno de negociar la reforma tributaria fue solo el detonante, de modo que su retiro “no era el objetivo central”. Los episodios de brutalidad policial han tensado los diálogos. Ese objetivo central “sigue siendo una mesa de negociación del Gobierno con el comité nacional de paro con plenas garantías para que no haya ni muertos, ni heridos, ni detenidos ni desaparecidos”, subraya Orjuela.
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Las protestas contra el Gobierno empezaron hace dos semanas. A los pocos días Duque retiró la reforma tributaria que significaba una subida de impuestos. Dejó caer a su ministro de Hacienda. Nada de eso contentó a los manifestantes. Entonces se empezaron a conocer con vídeos y con el relato de testigos que la policía, en determinados lugares, había usado tácticas de guerra para sofocar las protestas. La mayoría de las víctimas de esos ataques eran jóvenes. Eso incendió la ira de los manifestantes.
Regiones y ciudades completadas quedaron bloqueadas por los manifestantes. La tensión se elevó. En ciudades como Cali hubo saqueos y desórdenes. Civiles armados se grabaron a sí mismos tratando de levantar retenes y disparando a los que protestan. Oficialmente no se ha detenido a ninguno de ellos. Tres policías, en cambio, sí han sido apresados acusados de homicidio. Hay otras 20 investigaciones abiertas. Por cometer actos vandálicos hay cientos de detenidos. Los manifestantes se quejan de que el Gobierno es muy contundente con un tipo de violencia, pero tolera la de las fuerzas de seguridad.
En la plazoleta del Rosario, sobre la tradicional avenida Jiménez, todavía ondea una bandera indígena sobre el pedestal vacío de la estatua del fundador español de Bogotá, Gonzalo Jiménez de Quesada, que un grupo de indígenas mizak derribó en el marco de las protestas. “Avenida mizak”, se lee en un letrero. En el lugar se manifiesta Dana Riveros, una estudiante de ciencia política de 21 años, con tapabocas y bandera de Colombia, que lleva una pancarta que dice “los indígenas también son ciudadanos”. La escribió impactada por cómo los medios colombianos hablaban de choques “entre ciudadanos e indígenas” en la ciudad de Cali. “Llevo saliendo desde 2019”, empujada por las reivindicaciones del movimiento estudiantil, la fallida reforma tributaria y la necesidad de reformar la policía. “Mi percepción de las marchas es que no ha habido soluciones de raíz, por eso siguen”, valora.
“Por aquí siempre es tranquilo”, dice mientras sirve un latte la cajera de un café de una cadena internacional a la mitad del recorrido de más de tres kilómetros entre el parque nacional y la plaza. El local, como casi todos los de la ruta, está abierto, aunque con sus ventanales tapiados. “Nosotros quieticos trabajando, los que tienen que marchar son ustedes”, le dice Moises, un migrante venezolano de 25 años, al cliente al que le corta el pelo en una peluquería que queda sobre el andén en que avanza la marea humana. Varios manifestantes hacen una pausa para un corte y después siguen su camino. “A mí me toca buscar la papa; si vemos que la cosa se llega a poner caliente, bajamos la reja”, explica Moises sobre la posibilidad de se produzca algún tipo de disturbio más tarde.
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