El Madrid de siempre


Con el tercer gol del Chelsea sentí un escalofrío al imaginar a Gareth Bale entrando en el campo para igualar la eliminatoria o, peor todavía, para remontarla. Las alegrías ajenas, cuando el Real Madrid forma parte de la ecuación, funcionan así: duran un segundo y te sumergen en un mar de temores, como esos personajes de ficción que encuentran un tesoro perdido y enseguida sienten que deben prepararse para lo peor. Algunos pueden parecer absurdos, como conjeturar con una última resurrección del galés, pero las cicatrices antiguas comienzan a enviarte señales y la imaginación se ocupa del resto. Incluso el pase quimérico de Modric, ahora tratado como la excepción propia de un genio, bien pudo alumbrarse en la cabeza por algún aficionado rival que visualizó el desmarque de Rodrygo y la trayectoria necesaria para hacerle llegar el balón mucho antes de que Ancelotti mandase calentar al brasileño.

La pregunta ya no es tanto cómo lo hacen sino por qué… ¿Por qué se hacen los muertos? ¿Por qué se dejan golpear hasta la extenuación, a lo Rocky Balboa, y aplazan la resurrección para el último tramo del combate? ¿Por qué nos meten el caramelo en la boca y después nos lo arrancan a trompadas? ¿Qué placer obtienen de todo esto? No es una fórmula que funcione siempre –a menudo pierden y caen eliminados– pero a estas alturas ya nadie puede negar que les funciona más veces que al resto. Este año, para más inri, parecen llevar la chuleta bien escondida en el brazo, esperando el momento exacto en que todo el mundo los está mirando para sacarla, marcar respuestas con alevosía y pasar otro examen sin esforzarse demasiado, acostumbrados como están a navegar entre éxitos primaverales y veranos de pasantía.

En semifinales los espera el Manchester City de un Pep Guardiola que sigue incendiando Madrid haga lo que haga, diga lo que diga, gane como gane. Solo desde la animadversión más espantosa se puede entender la crítica corrosiva a una segunda parte en la que su equipo hizo lo que pudo –no lo que quiso, pues no siempre es posible– para pasar la eliminatoria. Y, por cierto, la pasó. No es un dato menor este último. A fin de cuentas, hablamos de una ciudad que se despertó hablando de épica y gen competitivo, pero se acostó temprano, al menos una parte de ella, refunfuñando porque el rival de turno le dio a probar una cucharada –solo una– de su propia medicina.

De tanto hablar del “equipo del pueblo”, algunos se han autoconvencido de que Simeone entrena al Bergantiños. Y esa podría ser la razón principal por la que no se valoren como deberían los méritos propios, no digamos ya los del rival. “No somos tan tontos, es solo que quizás tengamos menos léxico”, declaró el técnico en la rueda de prensa posterior al partido. No solo obvia por sistema los mil millones invertidos por su equipo en la última década, o que se trata del entrenador mejor pagado del mundo: ¡ahora también parece haber olvidado que es argentino! Y esa sí que me parece una renuncia gravísima. Mucho más, desde luego, que arremangarse y remar para salvar un resultado o ganarse la posibilidad de pasar una nueva reválida en el Santiago Bernabéu, que es donde termina el Madrid de siempre y comienza Europa.

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