En Cullera, donde una sombra es un milagro, a un peñasco de 200 metros y rala vegetación le llaman montaña y graban grande su nombre en su ladera, letras blancas mayúsculas pintadas en las piedras, CULLERA, como si fuera Hollywood, y los rascacielos de apartamentos ahí abajo, donde el mismo Júcar al que vieron nacer en Cuenca mezcla sus aguas marrones con el azul del Mediterráneo, la barbarie invadiendo la playa, Los Ángeles, por lo menos y las amplias curvas de Sunset Boulevard ascendiendo desde la arena hacia el castillo.
Blasco Ibáñez emerge de su Albufera y sus barracas que el pelotón bordea temiendo el viento y les escribe una novela, que sería los jinetes de la apoteosis, como los rejoneadores que hicieron juegos de palabras con su apocalipsis cuando los toros eran religión oficial. Uno va de rojo líder, Primoz Roglic, otro, de blanco joven, Egan Bernal; tres, de azul Movistar, el viejo Alejandro Valverde, el líder Enric Mas, el volador Superman López; uno, de azul, Astana, el inescrutable ruso Alexander Vlasov. Entre ellos, 53s en la general. En la etapa, delante, uno de rosa y gran bigote rojo, el veloz e inteligente Magnus Cort Nielsen, un danés a quien no alcanza nadie, ni Roglic, desencadenado, en su estilo depredador de repechos.
Los ciclistas, la Vuelta, sexta etapa, en Sueca se han despertado ya, por fin, entre las marismas (marenys), las acequias, los arrozales y las verduras plantadas en la arena y acariciadas por la brisa, toda la herencia, como el castillo, de la infinita sabiduría del pueblo árabe, que hace mil años construía sus casas en calles estrechas y en la ladera, empinadas, y siempre con sombra, y una fuente rumorosa y fresca. Y despreciaban la playa masiva que encanta a los bárbaros y que los ciclistas ni miran cuando pasan a toda velocidad, y los guía un jinete azul, feliz, Imanol Erviti, que lleva a rueda a todos sus Movistar, enfilados junto a la cuneta de los caminos estrechos, el viento soplando, y Valverde, con el cuello dolorido, colabora.
Detrás de ellos, la apoteosis de los más fuertes de la Vuelta, seleccionados con primor y energía y con el tremendo vigor ecuatoriano y olímpico de Jhonatan Narváez y Richard Carapaz, los misiles Ineos que lanza Egan en la primera cuesta tras la playa. No está el hasta entonces líder, Elissonde, entre ellos. Tampoco está Landa, que cede 33s a Roglic en la cima (27s más 6s de bonificación) y está a 1m 12s en la general. No están sus piernas largas de largos esfuerzos en largas ascensiones; su reino no es de ascensiones cortas, explosivas, de cambios de ritmo de dinamita, ese no es su feeling, y quienes lo tienen, Roglic el primero, ni le llegan a los tobillos a Magnus Cort Nielsen, el jinete de rosa, que gana la etapa por un suspiro después de haber estado todo el día en la fuga.
La victoria del danés, un sprinter que en Andorra, donde vive, ha aprendido a acelerar en cuesta, son dos lecciones de ciclismo.
Los más de 100 kilómetros que estuvo en fuga con cuatro más le sirvieron para iniciar la ascensión –dos kilómetros más o menos, a la así llamada montaña de Cullera pasando por el castillo y el santuario adosado, la cruz siempre junto a la muralla—con 27s de ventaja, un tiempo escaso que alguien diría que podría haber logrado fugándose a última hora, entre las acequias y las hierbas altas del arroz. Quizás sí, pero llegaría entonces tan asfixiado a la cuesta que ahí se habría quedado clavado. En cambio, con la fuga lejana llegó con las fuerzas suficientes para, como explica luego, jovial, acelerar y aguantar en cuanto a su oreja llegó la voz de su director diciéndole que se acercaba el tremendo Roglic. “Y estoy feliz porque he demostrado que no solo soy un sprinter”, dice el danés tras su cuarta victoria de etapa en la Vuelta, dos en el 16, incluido el sprint de Madrid; una en el 20, en Ciudad Rodrigo, después de pasar la covid. “Y encima la he conseguido en la primera semana, cuando todos están más fuertes, y eso tiene más mérito”.
La segunda lección la ofreció Roglic, que ya, tras dos Vueltas ganadas, algunos fracasos en el Tour y en otras carreras y muchas caídas, ya puede decirse que ha alcanzado el grado de maestro del ciclismo. Hace cinco meses, llegando a La Colmiane en la París-Niza, Roglic aceleró, como en Cullera, en los últimos metros para alcanzar a Gino Mäder, fugado de larga duración. Entonces, como hizo Pedro Navaja, el puñal clavó sin compasión en la espalda del ciclista suizo, al que privó de la victoria y de su último aliento. Una victoria innecesaria, un golpe gratuito a Mäder, comentaron los veteranos. Roglic ya había ganado dos etapas, ya iba de amarillo, ya había demostrado que era el más fuerte. Él decía que no entendía, que la obligación de todo corredor era ganar siempre. Al día siguiente, el esloveno se cayó varias veces, se quedó sin equipo y nadie le quiso ayudar. Perdió la carrera. No hubo quien no concluyera que aquello fue un justo castigo a su soberbia. “Claro que me acordé de aquello, siempre recuerdo las experiencias de las que aprendo”, dice Roglic, ya maestro en agosto, después de que en la carretera, tras coger la rueda de Cort Nielsen, no hiciera un último esfuerzo para ganar la etapa. “El objetivo era superar el día. Estoy superfeliz con la conclusión. Yo tenía muy buenas piernas, pero él las tenía mejores. Es un merecidísimo ganador”.
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