Protesta de transportistas en el polígono Los Gavilanes de Getafe, Madrid, el pasado 21 de marzo.DAVID EXPOSITO
El malestar lleva instalado en España muchos años, pero parecía invisibilizado mediante diversos mecanismos sociales de normalización y ocultación. Ahora, después de varias crisis encadenadas, con la pandemia sin resolver, la llegada de la guerra de Ucrania y la inflación rampante, parece que ese poso de descontento, esa penuria vivida en silencio por una ciudadanía exhausta comienza a desbordar, encarnada en las protestas de agricultores, ganaderos, pescadores o transportistas, que dicen haber tocado fondo.
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En los últimos días, se han producido paros y grandes manifestaciones en sectores fundamentales en los que cunde el desánimo y la rabia por nuevas contrariedades cuando parecía que íbamos a dar, si no por cerrada, al menos por encarrilada la última crisis. En la reciente manifestación del mundo rural en Madrid, algunos parecían querer emular al movimiento francés de los chalecos amarillos, pero utilizando el color naranja, por el momento sin la misma repercusión. “Tal vez nos habíamos desacostumbrado a este tipo de protestas, ya que el ciclo político anterior estuvo muy dominado por el 15-M y Podemos, las movilizaciones de izquierdas, pero históricamente siempre ha habido protestas de este tipo, por ejemplo, tractoradas de agricultores”, dice el politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca. Ahora han vuelto con fuerza.
La pronunciada inflación (sube el combustible, la energía, los alimentos, el agua, etcétera) puede llevar a pique los logros y esfuerzos del Gobierno de izquierdas para suavizar la crisis y puede también permitir a la derecha y la extrema derecha capitalizar el descontento e instrumentalizar este sufrimiento para sus fines. “Este escenario es frustrante para el Gobierno, que estaba haciendo un esfuerzo considerable para salir de la crisis de forma diferente a 2008”, añade Sánchez-Cuenca, profesor de la Universidad Carlos III, “ahora es duro asumir que tienen a gente en la calle muy enfadada. Es una situación complicada: no se ve que la izquierda tenga capacidad para hacerse cargo de estas demandas, al menos con la celeridad que se requiere”. Lo que se requiere es la habilidad para manejar con delicadeza una olla a presión a punto de estallar.
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“España le está fallando por completo a buena parte de su sociedad, aquella que vive en la pobreza, cuya situación ahora se encuentra entre las peores de la Unión Europea”
Philip Alston, relator especial sobre Pobreza Extrema y Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU)
Pero los problemas son más profundos: el malestar español no es novedoso, aunque no venía siendo tan visible, sino todo lo contrario. Philip Alston, relator especial sobre Pobreza Extrema y Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), visitó el país poco antes de la pandemia. En su viaje por varias regiones descubrió que los españoles habían aprendido a dejar de ver los problemas de su propia comunidad. El panorama que percibió era desolador: “España le está fallando por completo a buena parte de su sociedad, aquella que vive en la pobreza, cuya situación ahora se encuentra entre las peores de la Unión Europea”. Al mismo tiempo, señaló, los grandes ganadores eran las empresas y los más ricos, que habían obtenido beneficios y que cada vez pagaban menos impuestos, todo ello propiciado por una decisión política: la de premiar a los poderosos y olvidar por el camino a buena parte de los ciudadanos, que no se habían podido recuperar de la Gran Recesión.
Ciudadanos esperan el reparto de alimentos ante la Fundación Madrina, en Madrid, en enero de 2021. Alberto Ortega (Europa Press via Getty Images)
Recortes en los servicios públicos, alto desempleo, crisis de vivienda, un sistema fiscal injusto, un sistema de protección social inadecuado, un sistema educativo segregado y anacrónico, una mentalidad burocrática arraigada, todo ello conducía, a juicio de Alston, a una situación de “pobreza generalizada”. “España debería mirarse de cerca en el espejo”, declaró, “lo que verá no es lo que desearía la mayoría de los españoles, ni lo que muchos responsables de formular políticas tenían planeado”. Un 27% de los españoles (uno de cada cuatro) viven en pobreza o riesgo de exclusión social, según datos del año 2020 del Instituto Nacional de Estadística.
Lo cierto es que España había encadenado numerosos hitos en la escalera del éxito. Desde el desarrollismo franquista, la apertura al exterior y la llegada del turismo, la imagen del país, hacia dentro y hacia fuera, no había dejado de mejorar: una Transición que se publicitó como modélica, el ingreso en la Comunidad Económica Europea, el año milagroso de 1992, el “España va bien” del presidente Aznar, el ingreso en la “Champions League” del presidente Zapatero…, así creció el optimismo español hasta la debacle de 2008. La economía quedó muy tocada y nunca volvió a ser la misma. La percepción del país, sin embargo, no parece haber sufrido tanta mella. La reputación general de España entre los españoles, según un estudio del Real Instituto Elcano, es de 72 puntos sobre 100, lo que podríamos calificar como un notable. España es el país más desigual de la Europa occidental y un estudio de Funcas, también de 2020, arrojaba que, si bien la percepción de los españoles de la desigualdad era alta, estaban poco dispuestos a pagar más impuestos para paliarla.
Poco después de que Alston visitase España llegó el virus y la cosa solo pudo ir a peor. Aunque a principios de 2022 la economía parecía encarrilada, el informe Foessa hacía hincapié en la grave herida que la pandemia dejaba en la sociedad. La exclusión social grave pasó de afectar al 8,6% de los ciudadanos en 2018 a hacerlo al 12,7% en 2020, particularmente a los jóvenes. Según Comisiones Obreras, un 75% de los trabajadores jóvenes son precarios. Hay más de 40.000 personas sin hogar. El ascensor social tiene una molesta avería y los técnicos de reparación no acaban de llegar: cada vez es más fácil morir con el mismo estatus social con el que se nace, o incluso más empobrecido. “En España, nacer en familias de bajos ingresos condiciona las oportunidades de educación y desarrollo profesional en mayor medida que en otros países europeos”, se puede leer en el informe España 2050, elaborado por el Gobierno.
Pero, como señaló Alston, la ciudadanía no parece consciente del malestar social predominante. Ni algunos políticos. Fue llamativo, la semana pasada, el caso del portavoz de la Comunidad de Madrid, Enrique Ossorio: en una comparecencia pública, delante de las cámaras y los micrófonos, se giraba sobre sí mismo, muy teatralmente, mirando al suelo, como si hubiese perdido las llaves. Lo que había perdido eran los pobres. Un informe de Cáritas había revelado altas cifras de pobreza en Madrid, pero Ossorio no llegaba a verlas. “¿Por dónde estarán?”, se preguntaba, en una comparecencia que generó amplia polémica.
“A veces la realidad no concuerda con los estereotipos que tenemos adquiridos: solemos vincular la pobreza solo a las personas sin hogar que vemos viviendo en la calle”
Daniel Rodríguez y Marina Sánchez-Sierra, sociólogos de la Fundación Foessa
No es raro: nos cuesta apreciar nuestra precariedad. Por ejemplo, en dos décadas el porcentaje de personas que se consideran clase obrera cayó del 50% al 16%, según una encuesta del CIS. Además, en España se da un fenómeno curioso: disociamos el curso de la sociedad al completo de nuestro futuro individual, como si lo que le pasara a la comunidad no nos fuera a afectar a nosotros mismos y las malas noticias nunca salieran de los periódicos. El 57% de los ciudadanos es pesimista sobre el devenir del país, pero sólo el 7% espera que su vida personal empeore, según una encuesta de la agencia Eurofund de la Unión Europea. Esto es lo que se llama la brecha de pesimismo, y la española es una de las mayores de la UE, solo superada por la croata. En la anterior crisis sucedió otro fenómeno curioso: cuando el fotógrafo Samuel Aranda publicó en The New York Times una serie de fotografías de las consecuencias del desastre financiero en España, recibió una reacción furibunda en casa: aquello, los desahucios, la gente buscando en la basura, no podía ocurrir aquí. España no era eso.
¿Por qué, como ejemplificó el portavoz Ossorio, los altos niveles de pobreza no son tan evidentes para la ciudadanía? “Si uno ve a una persona aseada, relativamente bien vestida, aunque sin grandes marcas, etcétera, es una persona que consideramos ‘normal’, pero su nivel de ingresos puede ser bajo. A veces la realidad no concuerda con los estereotipos que tenemos adquiridos: solemos vincular la pobreza solo a las personas sin hogar que vemos viviendo en la calle”, dicen Daniel Rodríguez y Marina Sánchez-Sierra, sociólogos de la Fundación Foessa, adscrita a Cáritas. Eso invisibiliza la pobreza: algunos de nuestros vecinos pueden tener dificultades para pagar el alquiler, estar amenazados de desahucio o sufrir dificultades para poner la comida sobre la mesa. El que sufre la pobreza tiende a ocultarlo: “Si hay miseria, que no se note”, como escribió Jorge Luis Borges. El que mira desde fuera puede no identificarla: vivimos en una sociedad hiperconectada, pero, en realidad, no hemos generado tantos vínculos, una relación más profunda que vaya más allá de la mera conexión y que suponga cierto compromiso. La segregación urbana, muy notoria en las grandes urbes españolas, hace que personas de diferente condición socioeconómica vivan en diferentes partes de la ciudad, y también influye en que los privilegiados no tengan demasiadas noticias de los más humildes, que permanecen lejos. Esa falta de contacto, además, puede debilitar la empatía y el interés de los que mejor viven por las políticas sociales.
Escapar de la palabra pobreza
“Hay rechazo a utilizar la palabra pobreza, se prefiere todo tipo de eufemismos”, dice Carlos Susías, presidente de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN-ES), “nos dicen, además, que hablar de la pobreza es antiguo, pero la que es antigua es la propia pobreza, que es persistente y renuente a desaparecer”. Se habla de pobreza infantil, energética, tecnológica, farmacológica, alimentaria, etcétera, pero son todas consecuencia de una misma pobreza que está detrás de todos esos apellidos. “Debemos tener cuidado con fragmentar la pobreza”, opina Susías, “los eufemismos y la fragmentación también son una forma de invisibilización. Es como si hablásemos de pobreza manzanil para aquellos tan pobres que no tienen para comprar manzanas”. Según los estudios de la EAPN, los pobres severos no solo son esas personas sin hogar que vemos por las calles, muchas de ellas migrantes, sino que también encontramos ciudadanos nacidos en el territorio nacional, que tienen estudios medios o han ido a la universidad, que trabajan, que tienen familia y, al menos por el momento, un lugar donde vivir.
Además de la buena imagen cosechada por España en las últimas décadas, y la idea de progreso y modernidad que se pudo generar, en este fenómeno pueden operar otras causas. El consumismo low cost (ropa barata, comida barata, servicios baratos, Netflix, comida a domicilio y una botellita de agua en un vehículo VTC) puede contribuir a generar una sensación de falso bienestar. El creciente precariado puede ver romantizada su situación: en ciertos anuncios, trabajar como rider precario se pinta como una experiencia arriesgada y liberadora, mientras que se difunden como atractivos términos como trabacaciones, es decir, la imposición de trabajar en el periodo vacacional, o coliving, la necesidad de compartir piso vista como una opción vital llena de glamur contemporáneo.
“Los eufemismos y la fragmentación también son una forma de invisibilización. Es como si hablásemos de pobreza manzanil para aquellos tan pobres que no tienen para comprar manzanas”
Carlos Susías, presidente de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN-ES)
El pensamiento positivo y la cultura del esfuerzo propios del dogma económico sirven como engrasante del malestar y las desigualdades. “Este tipo de pensamiento positivo saca aspectos como la injusticia, la pobreza, la desigualdad o la precariedad de la ecuación de la felicidad y del éxito, que, según se dice, solo dependen de uno mismo, sin contar las condiciones sociales o la coyuntura política en la que vive cada uno”, dice el psicólogo Edgar Cabanas, coautor, junto a Eva Illouz, del libro Happycracia (Paidós), “por consiguiente, estos problemas se difuminan y se vuelven menos visibles, precisamente por entenderse como poco determinantes”. Una falsa meritocracia lo achaca todo al esfuerzo individual, y no a la cuna, a la suerte o la coyuntura económica, premiando así aún más a los ganadores de la competición social y logrando mayor conformismo en los perdedores, como ha observado el filósofo Michael Sandel. Las ideas meritocráticas pueden ser muy útiles a la hora de que los más desfavorecidos se resignen a aceptar su papel en el juego social.
Pero llega un momento en el que la pobreza acaba por aflorar, y no solo en las recientes movilizaciones. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, señaló en enero lo que es evidente a cualquier paseante: que en las calles de Madrid cada vez se nota más la desesperación, encarnada en las personas sin hogar o las que piden una ayuda para sobrevivir. La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, respondió a la muy española manera del avestruz: “La izquierda se empeña en creer que Madrid es Cuba”. Curiosamente, con respecto a 2022, España lidera el optimismo en la Unión Europea: un 50% de la población piensa que las cosas irán a mejor, según la Encuesta Mundial de Final de Año de Gallup International. En contraste, cada vez somos menos felices: desde 2019 el índice de felicidad ha bajado 20 puntos. Un contraste entre realidad y expectativas muy típico de los españoles del siglo XXI.
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