Ícono del sitio La Neta Neta

El Me Too fue mucho más allá de Hollywood: en Nigeria y Pakistán ha cambiado vidas



Un grupo de mujeres nigerianas protesta contra la violación y el abuso sexual en Lagos (Nigeria), en marzo de 2017.Stringer (Getty Images)

En octubre se cumplirán cinco años desde que la actriz Alyssa Milano, movida por las acusaciones a Harvey Weinstein, escribió un tuit en el que sugería que todas las mujeres que habían sufrido acoso sexual lo contasen y añadiesen la etiqueta #MeToo, yo también. Milano, intérprete convertida en activista y con cierta tendencia a pisar charcos, dice que se lo sugirió una amiga. Ella no sabía entonces que la creadora de ese lema era una activista y superviviente de violación afroamericana, Tarana Burke, que la acuñó más de una década antes, en 2006, y empezó a utilizarla en la red MySpace.

Esa tensión en torno a una frase tan sencilla pero tan potente, de apenas cinco letras en inglés, ha permanecido desde entonces en el corazón del fenómeno que desató. En un primer momento, la atención de los medios se enfocó en los grandes casos de hombres poderosos que caían en desgracia (a algunos ya les ha dado tiempo a completar su rehabilitación reputacional, otros apenas sufrieron rasguños), lo que contribuyó a situar el movimiento como algo propio de mujeres blancas que se movían en entornos de élite. La activista egipcia Mona Eltahawy lo denunció así en 2018, cuando ella misma arrancó un hashtag adyacente, #MosqueMeToo, para denunciar agresiones sexuales en las mezquitas. “Creo que el movimiento en su versión actual es algo muy blanco y muy privilegiado. Hay una jerarquía de quién tiene la atención y a quién se escucha y quién es considerada la víctima perfecta y, por tanto, obtiene una plataforma”, dijo entonces a Time.

Un ensayo que se publica ahora en España, titulado Despertar. #MeToo y la lucha global por los derechos de las mujeres (Ariel), defiende justo lo contrario, que los efectos de este movimiento han sido especialmente significativos muy lejos de Hollywood, en el Sur global, en países como la India, Pakistán, Túnez, Brasil o Nigeria. El libro está prologado por la propia Tarana Burke y sus dos autoras, dos estadounidenses blancas que se han movido en el mundo de la academia, los organismos gubernamentales y la filantropía de alto nivel, Rachel Vogelstein y Meighan Stone, hacen esfuerzos para que nadie pueda señalarlas como “salvadoras blancas”. “Esto no va de que las mujeres del mundo hayan despertado al feminismo occidental; tampoco es un libro sobre las feministas occidentales blancas enseñando a las mujeres de otros países cosas acerca de su propia liberación”, especifican. La idea es resituar el Me Too y desblanquizarlo, o por lo menos sacarlo de Occidente y del Norte global. “La cobertura occidental hasta la fecha ha estado enfocada en la avalancha de acusaciones a hombres de perfil alto en los escalones más elevados de la política, la cultura y los negocios, acusados de acoso sexual. Pero el Me Too ha sido mucho más. Nuestra investigación demuestra que ha alcanzado a más de 100 países y que las herramientas del siglo XXI empleadas por las mujeres están cambiando la manera en la que luchan y consiguen esos derechos”, asegura Vogelstein, que fue asesora de Asuntos Globales de la Mujer durante la Administración de Obama.

Una manifestación contra el acoso sexual de la policía en Hong Kong, en agosto de 2019. Chris McGrath (Getty Images)

Si quieres apoyar la elaboración de periodismo de calidad, suscríbete.

Suscríbete

Algunos de los movimientos globales que se analizan en el libro habían arrancado ya mucho antes de que The New Yorker y The New York Times publicasen las alegaciones contra Harvey Weinstein y el caso hiciese levantar una manta de silencio sobre las agresiones sexuales a mujeres y los abusos de poder. Por ejemplo, #EnaZeda, que significa justamente “yo también” en dialecto tunecino, ya empezó a utilizarse en Facebook en 2014, después de que el líder político Zouheir Makhlouf fuera fotografiado por una menor masturbándose ante ella en la calle. Makhlouf, que alegó que se había bajado los pantalones porque es diabético y tuvo que orinar en una botella, ingresó en prisión por este hecho el pasado noviembre y el caso marcó un antes y un después en el país y en cómo se perciben este tipo de agresiones.

No todas las historias terminan bien. El libro está recorrido por la represión y la tragedia. En Egipto, el movimiento #AnaKaman (yo también) arrancó vigoroso en 2017, a rebufo de las denuncias de grupos de víctimas de agresiones sexuales durante las primaveras árabes de 2011. La euforia duró poco. En 2018, Amal Fathy, una activista, subió a Facebook un vídeo en el que documentaba su acoso en un banco local gestionado por el Estado. Dos días después se presentaron en su casa dos policías armados, la arrestaron y se llevaron bajo custodia a su marido y a su hijo de tres años. Ella estuvo en arresto domiciliario durante tres años, lo mismo que Mozn Hassan, otra feminista egipcia fundadora del movimiento Nazra. “Compartimos historias de mujeres que han sido atacadas, encarceladas y agredidas. Pero aun así, otras mujeres han seguido hablando y eso nos da razones para la esperanza”, dice Stone, coautora del libro y expresidenta de la fundación de Malala Yousafzai. “Vemos esperanza en la determinación de las activistas que se han opuesto a obstáculos infranqueables. Estoy pensando en mujeres como Fakhrriyyah Hashim, del movimiento #ArewaMeToo en el norte de Nigeria, que, a pesar del terrorismo, las amenazas y la presión de su propia comunidad, aboga por que se apruebe una ley contra la violencia de género”.

Activistas de la Marcha Aurat llevan pancartas durante una manifestación en Islamabad, el 8 de marzo de 2021.AAMIR QURESHI (AFP via Getty Images)

No todo el mundo comparte ese diagnóstico tan optimista, incluso desde el feminismo occidental. Mikki Kendall, activista afroamericana, acaba de publicar Feminismo de barrio (Capitán Swing). Kendall hace bandera de la interseccionalidad y, a riesgo de que la acusen de dividir al movimiento, algo que le ha pasado a menudo, denuncia allí a las feministas blancas occidentales de ser miopes a la hora de escoger sus batallas y de no medir hasta qué punto se cruza la clase, la raza, la identidad sexual y la capacidad en la discriminación de género. Esta veterana del Ejército estadounidense se muestra más escéptica respecto al alcance global del Me Too. “Creo que la piedra ha llegado al río, pero aún no sabemos hasta dónde llegarán las ondas expansivas. Tu nivel de privilegio dicta si el Me Too te ha ayudado o no. Si no estabas marginado, seguramente tuvo un efecto positivo, pero no tenemos aún mecanismos instalados para que las mujeres de todas las culturas puedan denunciar. Y está demostrado que son las mujeres racializadas y las migrantes quienes más lo sufren”.

No es sencillo determinar qué forma parte del movimiento, pero hay al menos una persona intentándolo. Jane Kamensky, que dirige la Biblioteca Schlesinger en Harvard y se encarga de estudiar la historia de las mujeres en EE UU, lleva años archivando tuits y catalogando hashtags para tratar de preservar una visión coherente del fenómeno. En la Schlesinger tienen contabilizadas 71 etiquetas de Twitter que consideran parte del Me Too. “El Me Too comparte con otros movimientos la rápida oscilación entre las tendencias revolucionarias y contrarrevolucionarias”, señala Kamensky. Es decir, el discurso y su respuesta ocurren a la vez y utilizan las mismas herramientas.

Suscríbete aquí a la newsletter semanal de Ideas.

Contenido exclusivo para suscriptores

Lee sin límites




Source link

Salir de la versión móvil