Marc-André Leclerc deseaba ser valiente en un mundo en el que no encajaba. Diagnosticado con un trastorno por déficit de atención e hiperactividad, no podía escoger muchas formas de expresión que le permitiesen demostrar su valor, pero con ocho años empezó a leer libros de aventuras, libros de montaña también, y decidió que sería alpinista. En su caso, era la única puerta abierta: un mundo sin reglas, sin límites, salvaje, un mundo en el que no necesitaba a nadie y la soledad podría ser su mejor amiga.
En marzo de 2018 falleció en compañía de Ryan Johnson, ambos atrapados en un alud cuando descendían del primer ascenso de las Mendelhall Towers, en Alaska. Leclerc tenía 25 años y apenas era conocido, pero se puede decir que pasarán décadas hasta que un alpinista sea capaz de igualar lo que este canadiense logró en solitario: la vertiente del emperador en el Monte Robson, la Torre Egger en invierno en la Patagonia, el Cerro Torre en 18 horas ida y vuelta… e incontables primeras ascensiones en solo integral (sin cuerdas ni arneses) o encordado en roca, hielo o mixto.
No tenía ni teléfono
Curiosamente, el mejor alpinista del siglo había esquivado todos los radares. Su breve paso por este mundo deja sin embargo una intensidad asombrosa recogida de forma magistral en un documental titulado The Alpinist (puede verse en la plataforma Filmin.es) y dirigido por Peter Mortimer, el mismo creador de Valley Uprising y The Dawn Wall. A Mortimer le ocurrió lo mismo que a todos los que empezaron a oír hablar de Leclerc: leían una ascensión suya en la Patagonia y alucinaban, pero cuanto más buscaban menos encontraban. No es que no usase las redes sociales: no tenía ni teléfono. Pero estaba claro que se trataba de un superdotado capaz de escalar cualquier pared remota.
El mismo Alex Honnold reconoce que queda como un aprendiz a su lado. Y es que aunque ambos escalaban sin cuerda, sus motivaciones, el terreno de juego, sus filosofías de vida no tenían nada que ver por mucho que sus inicios fuesen similares: dos tipos que no encajaban en ningún molde.
Hoy en día, los escaladores y alpinistas han alcanzado el estatus de atletas, personajes de masas y, en consecuencia, la escalada conoce un crecimiento sin precedentes. Honnold tiene un Oscar y es uno de sus máximos exponentes. Ueli Steck lo fue. Uno no solo ha de ser muy bueno sobre el terreno. Ha de serlo sobre todo a la hora de saber venderse. Pero Marc André-Leclerc parecía el eslabón perdido entre la generación de hippies e inadaptados de los años setenta, gente que solo deseaba una única cosa en la vida, escalar, y la del presente, mucho más centrada en hacer carrera y animada por sus patrocinadores a dejarse ver en las redes sociales.
Drogas baratas
Su capacidad para vivir de acuerdo a la necesidad básica de escalar le llevó a vivir en el hueco de una escalera de apartamentos, o en una tienda de campaña, a hacer dedo para desplazarse o a refugiarse en los bosques de Squamish, un lugar de referencia del oeste de Canadá. Sin dinero para viajar, empezó a llenar con drogas baratas los huecos entre una escalada y otra: enseguida se perdió hasta que otra escaladora, Brette Harrington, lo rescató. Ella le hizo recordar todo lo que amaba, y como también era una escaladora excepcional, pronto empezaron a recorrer el globo, de la mano, de pared en pared.
Marc-André Leclerc solo acudía a la montaña para vivir una aventura, para disfrutar de la sencillez de moverse sin perseguir ningún reto deportivo, ningún reconocimiento, ninguna recompensa salvo la comunión con el medio y con su interior. Para vivir una vida tan plena como sencilla, básica. Pudo haber sido famoso; pudo haber ganado mucho dinero; pudo haber sacado pecho, reivindicarse, gritar al mundo lo excepcional de sus ascensiones. Pudo pero no quiso, porque ni siquiera se le ocurrió sopesar estas posibilidades.
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¿Para qué, si ya era feliz? Menos es más, entendía. Su ejemplo es un soplo de aire fresco, tan inesperado como necesario en una actividad que cada vez muestra más postureo y falsa modestia que pasión auténtica. Será preciso buscar lejos de Instagram lo que realmente importa en el mundillo del alpinismo. Las imágenes que abren el documental o las de su escalada en el Stanley Headwall resultan tan bellas como escalofriantes. Pasan las horas y uno puede escuchar aún el sonido de sus piolets y crampones en la roca y sentir la fragilidad de esos anclajes e imaginar la serenidad y destreza precisos para no fallar cuando se prescinde de la cuerda.
Hoy, solo unos pocos recordarán a Marc-André Leclerc, así que es una suerte que el documental The alpinist esté en las pantallas. Sus creadores le persiguieron durante dos años para poder filmarle y cuando estaban terminando de editar su trabajo, éste falleció. La cinta deja un regusto de melancolía y no precisamente porque recoge su muerte y el testimonio postrero de sus allegados: es el temple de Leclerc, su sonrisa infantil, su cercanía genuina, lo que le hace a uno preguntarse cuánto tuvo que sufrir hasta dar con su camino, cuando su madre lo sacó del colegio para enseñarle biología o geología al aire libre.
Su historia es mucho más que otra historia de alpinismo: es un asunto de compromiso con la vida, con una vida mucho más sencilla que a unos inspirará y a muchos desconcertará. Pero gracias a este trabajo, Leclerc no caerá en el olvido, no solamente porque en su corta existencia le alcanzó para redefinir los límites de lo que es posible en el mundo del alpinismo, sino por su capacidad extraordinaria para ser feliz con lo justo y extraer de las montañas la energía necesaria para encarar la vida. Basta ver, en el documental, su expresión bailando un hula-hoop para entender que estaba en paz.
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