El miedo al coronavirus mantiene a los inmunodeprimidos anclados en los peores meses de la pandemia

Mientras buena parte de la sociedad recupera espacios de seguridad, sometida a menos restricciones gracias a las vacunas —casi el 70% de los españoles ya tiene la pauta completa—, millones de personas viven aún con miedo en el cuerpo, como en los peores meses de la pandemia. Son los inmunodeprimidos, personas cuyas defensas no trabajan a pleno rendimiento por algún problema de salud y que se sienten igual de vulnerables ahora que hace un año. “Sabes que tu sistema inmunitario no te protege bien y te vas enterando de personas como tú que cogen el virus, ingresan en la UCI y fallecen. Tratas de exponerte lo mínimo posible, llevar siempre la mascarilla, guardar las distancias…, pero la sensación de miedo no te la quitas de encima”, explica José Juan Rodríguez, de 57 años, catedrático en seguridad alimentaria en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y trasplantado de riñón en el Hospital Vall d’Hebron en febrero de 2017.

Carmen Hernández también recurre a la palabra miedo para explicar lo que vive. En su caso es por sus padres, de los que es cuidadora. Erundina, de 90 años, tiene alzhéimer y Ricardo, de 88, una demencia vascular. Los tres viven en Ponferrada y al temor a que alguno pueda coger el virus se suma al de la separación forzosa que eso implicaría. “Nos ocurrió en enero y fueron unos días infernales, peor que el confinamiento. Hubo un positivo en el centro de día y nos tuvimos que aislar. Entonces mi madre sufrió un dolor en el pecho y se la llevaron en ambulancia. Era solo para hacerle una placa, pero acabó ingresada por covid. Me quedé sola con mi padre, sin poder salir ni verla. Sufría porque yo sé bien las necesidades diarias que tiene, pequeñas cosas que para ella son importantes y que ya no puede pedir. No puedes dejar de pensar en que a lo mejor le pasa algo y que no sabe ni avisar con el timbre…”, rememora. Erundina regresó a casa.

Carmen Hernández y su madre Erundina, de 90 años y con Alzheimer, en el centro de día al que acude.
Carmen Hernández y su madre Erundina, de 90 años y con Alzheimer, en el centro de día al que acude. Javier Casares

La quinta ola ha golpeado con fuerza a los inmunodeprimidos, que son los que están sufriendo una mortalidad más elevada en los dos últimos meses. Son personas que en su gran mayoría están vacunadas, pero que la débil respuesta de su sistema inmunitario no les acaba de proteger del todo, lo que hace que cada vez más responsables hospitalarios se inclinen por la necesidad de una tercera dosis.

Aunque es un colectivo muy grande y heterogéneo —asciende a unos 18 millones de personas en España (casi el 40% de la población), según el cálculo del jefe de medicina preventiva del Hospital General de Valencia, José Luis Alfonso—, los casos más delicados se concentran en aquellas personas con las defensas más debilitadas a causa de un cáncer, el trasplante de órganos y enfermedades autoinmunes, entre otras dolencias, que en total suman cerca del 8% de la población. Otro perfil de elevado riesgo es el de pacientes de edad muy avanzada con varias patologías de base.

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A ellos hay que sumar otro grupo formado por quienes deben tomar corticoides (cerca del 10% de la población) y, en un menor nivel de riesgo, también a pacientes de otras dolencias como diabéticos, trastornos hepáticos y respiratorios… (otro 20%). “Cerca del 60% de los hospitalizados en estos dos meses sufrían algún tipo de inmunoinsuficiencia”, afirma Alfonso.

Robert Güerri, jefe de sección de enfermedades infecciosas del Hospital del Mar (Barcelona), repasó el viernes a los ingresados en el centro: “El 60% no estaban vacunados. Y el resto, en su gran mayoría, responde a este perfil: pacientes con algún tipo de inmunodeficiencia y/o de edad avanzada, sobre los 75 años o más, que podemos considerar inmunosuprimidos funcionales porque sus defensas empiezan a no funcionar bien y a tener una respuesta más débil a las vacunas”.

Es la llamada “inmunosenescencia” un proceso que arranca en la setentena y que se caracteriza por un progresivo debilitamiento del sistema inmunitario, al que cada vez le cuesta más producir la cantidad de anticuerpos que necesita el organismo para protegerse de los patógenos.

Con el debate de la tercera dosis abierto, y a la espera por parte del Ministerio de Sanidad del posicionamiento de la Agencia Europea del Medicamento (EMA) para tomar una decisión, los expertos clínicos se inclinan por considerarla necesaria para todos o la mayoría de los inmunodeprimidos y también para las personas mayores (aunque algunas ponen el límite en los 65 años y otros en los 70 e incluso 75). Es algo que ya han anunciado en Europa países como Alemania y Francia. Estados Unidos, en cambio, ha mostrado su intención de dar esta dosis de refuerzo a toda la población adulta.

Guerri defiende que “es difícil hacer una recomendación general ahora mismo porque requiere un análisis preciso. En el laboratorio, sí se ha comprobado que la tercera dosis aporta una mejora de la respuesta inmune, aunque el problema es definir bien a qué pacientes le será útil. No creo que deba administrarse a toda la población, pero sí a estos grupos porque estamos viendo casos graves entre quienes ya se vacunaron a principios de año. Son los más vulnerables y los que, si no hacemos nada, pagarán las consecuencias de un virus que con seguridad acabará por ser endémico”.

José Juan Rodríguez se permite una broma sobre la tercera dosis: “Yo ya la he recibido, pero al natural”. Así se refiere a la infección del virus que sufrió en julio. “No sé cómo, porque me cuido mucho. Pero eran días en los que en Barcelona había mucha circulación del virus, así que pudo ser en cualquier parte. Yo estaba vacunado desde abril, pero me habían hecho una prueba de inmunidad y no detectó anticuerpos. Así que cuando me contagié y empecé a empeorar hasta sufrir una neumonía bilateral, me asusté mucho. Afortunadamente, luego me estabilicé sin necesitar entrar en la UCI, así que algo de inmunidad celular debía tener. Luego, al salir del hospital, sí tenía anticuerpos”, rememora. Para evitar que su organismo rechace el riñón trasplantado, este profesor universitario toma dos inmunosupresores (tacrolimus y sirolimus) y un corticoide (prednisona).

El miedo hizo también que muchos padres de la Asociación Española Familia Ataxia Telangiectasia (AEFAT) dejaran de llevar al colegio a sus hijos antes de que estos cerraran en marzo de 2020. Incluso ahora, cuando los mayores de 12 años ya han sido vacunados, no se sienten seguros cara al inicio del próximo curso escolar. “No sabemos si han desarrollado anticuerpos o no. Estamos pidiendo que les hagan estudios de inmunidad”, explica Patxi Villén, presidente de la asociación y padre de Jon, de 18 años.

La ataxia telangiectasia es una enfermedad rara (menos de 50 afectados en España), de origen genético, neurodegenerativa, altamente incapacitante y que afecta a los niños. Quienes la sufren también padecen una severa inmunodeficiencia. “Nosotros todavía está por ver si podemos volver a la normalidad, que espero que sí, pero aún tenemos muchas dudas y temores. Llevamos desde el confinamiento prácticamente aislados, sin saber cómo puede afectar el virus a nuestros hijos”, sigue Viillén.

El impacto de la pandemia sobre el sistema sanitario impidió que los pacientes de esta enfermedad recibieran durante meses las sesiones de fisioterapia y logopedia que necesitan. “Los padres hicimos lo que pudimos para suplir las terapias, pero claro, no es lo mismo”, recuerda Villén. También se han visto prácticamente paralizados los dos ensayos clínicos en marcha con sendos medicamentos para tratar la ataxia telangiectasia, que lidera el Hospital de La Paz (Madrid), y un proyecto de investigación financiado por la asociación en la Clínica Universitaria de Navarra. Un duro golpe a lo último que quieren perder las familias, la esperanza a que la ciencia desarrolle un tratamiento efectivo.


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