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El mundo asiste expectante al escrutinio en Estados Unidos


Entre la resignación y la esperanza, y a la sombra de una nueva ola de coronavirus, el mundo mira con la máxima expectación a EE UU. El mandato de Donald Trump, marcado por el unilateralismo y las disputas comerciales, ha removido el tablero internacional y ha dinamitado algunas alianzas tradicionales de Washington. Algunos actores internacionales esperan que logre la reelección, pero otros confían en que una victoria de Joe Biden al menos lime asperezas. El demócrata, pese a todo, tampoco despierta entusiasmo entre algunos de los que prefieren un cambio en la dirección de la primera potencia mundial.

Europa sale escaldada de cuatro años de Trump

BERNARDO DE MIGUEL

La crisis sanitaria, social y económica provocada por la pandemia mantiene ensimismados a los líderes europeos, con poco tiempo para mirar hacia el otro lado del Atlántico. Pero sobre Bruselas y el resto de capitales europeas planea la sombra de una segunda victoria de Donald Trump en las elecciones del 3 de noviembre o, peor aún, la de una derrota no admitida por el actual inquilino de la Casa Blanca.

Nunca antes la Unión Europea se había enfrentado al riesgo de unas elecciones fallidas en la mayor potencia del planeta. Con cierta ironía, un eurodiputado incluso ha propuesto que Bruselas envíe una misión de observadores para verificar que las elecciones en EE UU cumplen con los estándares democráticos que la UE suele reclamar a los países con entramados políticos bajo sospecha.

La incógnita sobre el desenlace electoral contrasta con el claro convencimiento de que, gane quien gane, las grandes tendencias de la relación transatlántica se mantendrán invariables. “Habrá matices si el demócrata Joe Biden llega a la Casa Blanca, pero no cabe esperar un giro brusco en la política internacional de EE UU”, apunta un alto cargo de la Comisión Europea.

Bruselas asume que Washington seguirá desentendiéndose de la seguridad del viejo continente, una tendencia iniciada bajo la presidencia de Barack Obama y acentuada con Trump. La segunda gran corriente que seguirá repercutiendo en Europa será el enfrentamiento entre EE UU y China, “una política en la que coinciden tanto republicanos como demócratas”, señala una fuente comunitaria.

Ante esas dos tendencias invariables, la Unión Europea espera las elecciones estadounidenses entre la resignación y la desconfianza. La UE y, en particular, su principal socio, Alemania, llegan escaldados después de cuatro años de desencuentros con la Administración de Trump. La canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Emmanuel Macron, intentaron, con muy poca fortuna, congraciarse con el peculiar líder estadounidense, confiados en que el ejercicio del poder le llevaría a valorar la relación transatlántica.

Más éxito tuvo el anterior presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, que logró una tregua comercial. Pero la actual presidenta, Ursula von der Leyen, solo ha mantenido un breve encuentro con Trump y su esperada visita a la Casa Blanca quedó postergada sine die como consecuencia de la pandemia y el escaso interés al otro lado del Atlántico.

Ante el improbable retorno de una relación transatlántica tan estrecha como la de finales del siglo XX, la UE prefiere volcarse en su agenda de soberanía estratégica, antaño postergada y ahora acelerada como respuesta al vendaval de Trump. “Nuestra agenda tampoco va a variar gane quien gane”, avisa un alto cargo comunitario. Fuentes de la Comisión creen que una derrota de Trump suavizaría los roces con Washington y tal vez permitiera recuperar el consenso internacional en asuntos como Irán o la lucha contra el cambio climático. Pero sospechan que el multilateralismo no volverá a ser como en 2016 y con ese cálculo en mente esperan la reelección del 45º presidente de EE UU o la llegada del 46º. Y no descartan que la transición, de llegar a producirse, sea tan turbulenta y conflictiva como los cuatro años que ahora terminan.

El Reino Unido, pendiente de la relación post-Brexit

RAFA DE MIGUEL

La relación entre el primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, y el presidente estadounidense, Donald Trump, ha sido siempre más el fruto de la conveniencia mutua y el compadreo personal que de una visión política e internacional compartida. De hecho, el entonces alcalde de Londres hizo más en 2016, durante su visita a Nueva York, por mostrarse próximo a la candidata demócrata, Hillary Clinton, que por cortejar a Trump.

La continuidad del republicano en la Casa Blanca, sin embargo, era hasta ahora una pieza fundamental en la estrategia post-Brexit del Gobierno conservador británico. No tanto por su defensa a ultranza de la salida del Reino Unido de la UE -que en muchas ocasiones se ha convertido en una inoportuna intromisión en la política interna de su aliado-, como por su firme compromiso con un futuro acuerdo comercial que pudiera sustituir, al menos cara a la galería, los vacíos provocados por la ruptura con la UE.

El demócrata Joe Biden no ha mostrado especial entusiasmo hacia el exótico primer ministro británico. Ha dejado claro, además, su rechazo al Brexit. Y lo que es más grave, ha mostrado claramente su irritación ante la aprobación de la Ley del Mercado Interior impulsada por Downing Street, una quiebra unilateral de los compromisos adquiridos por Londres al firmar el Acuerdo de Retirada con la UE que pone en riesgo la estabilidad de la paz en Irlanda alcanzada con el Acuerdo de Viernes Santo. Biden, de ascendencia irlandesa, ha expresado negro sobre blanco su rechazo a cualquier futuro acuerdo comercial con el Reino Unido si se mantiene en vigor ese texto legal.

El equipo de Johnson se ha visto descolocado por sorpresa. La poderosa maquinaria que controla la campaña de Biden ha establecido un muro de aislamiento con el resto del mundo, para evitar sospechas de injerencias externas como las que contaminaron las presidenciales de hace cuatro años. Y de ese modo, Downing Street ha sido incapaz de comenzar a tender puentes con la que, según las encuestas, podría ser la próxima Administración de EE UU.

Las señales previas sugieren que una futura presidencia de Biden, como ocurrió con Barack Obama, dará prioridad a aliados como Alemania o Francia antes que cultivar una histórica “relación especial” con el Reino Unido que seguirá siendo firme en materia de defensa o inteligencia, pero se presenta difusa en materia política. Habrá estabilidad, porque Londres y Washington mantienen posiciones alineadas en asuntos clave como la respuesta al desafío que hoy suponen China o Rusia. Y, si se confirma la victoria de Biden, puede haber acercamiento, porque la visión de ambos dirigentes ante desafíos como el cambio climático es muy similar. Pero Johnson deberá empezar de cero, y aplicarse a sí mismo una dosis de humildad. Es complicado que repita el éxito de su predecesora, Theresa May, y sea el primer líder que visita la nueva Casa Blanca.

El Reino Unido tendrá la presidencia del G7 y será el anfitrión de la cumbre el próximo verano. Será la oportunidad de Johnson de cultivar la multilateralidad a la que tanto él como Biden son más proclives, frente al unilateralismo que ha caracterizado a Trump. Y la ciudad de Glasgow acogerá en octubre el COP26, la siguiente conferencia sobre el cambio climático. Es la gran apuesta de Downing Street para demostrar el perseguido liderazgo internacional de la Global Britain soñada para la era posterior al Brexit. Y la ocasión para Biden de reconducir la política medioambiental de EE UU, hecha añicos por su predecesor. Pero sobre todo, podría ser el gran momento para que Johnson se deshiciera finalmente de la caricatura que le ha perseguido durante estos años: la de ser el “mini Trump” al otro lado del Atlántico.

La mejor opción para Putin: un EE UU polarizado

MARÍA R. SAHUQUILLO

Para el Kremlin, una victoria de Donald Trump sería la opción menos mala. Hace cuatro años, Rusia prefería al magnate en la Casa Blanca, hasta el punto de buscar influir para impulsar la victoria del republicano, según los informes de los servicios de inteligencia estadounidenses. Sin embargo, las expectativas de Moscú no se han cumplido y las relaciones entre ambos países son aún más tensas que cuando el republicano asumió el cargo: EE UU ha impuesto a Moscú más sanciones y Trump ha abandonado dos tratados nucleares clave y está dejando morir un tercero. Y se espera que si el republicano gana un segundo mandato, continúe por la misma senda.

Pero con Joe Biden las perspectivas no son en absoluto mejores. El candidato demócrata ha dicho alto y claro que Rusia es “la amenaza global más seria” de Washington. Y aunque podría volver a poner sobre la mesa acuerdos de control de armas con Moscú, la idea de que empiece a escarbar en los papeles de la trama rusa sobre la injerencia electoral de 2016 y el riesgo de un nuevo paquete de sanciones sobrevuela Moscú. Lo que en realidad beneficiaría al Kremlin, recalca la politóloga Masha Lipman, es más confusión sobre las elecciones y una polarización todavía más aguda.

Vladímir Putin ha insistido en que Rusia es un mero espectador en el proceso electoral. Y tras los informes del FBI que señalan una nueva injerencia rusa para perjudicar al candidato demócrata, el Kremlin ha vuelto a negar unas acusaciones que tilda de “rusofobia”.

Muchos dentro del Kremlin esperaban que la buena química entre Trump y Putin se concretase en vínculos más cálidos, pero también más tangibles. Pero pese a que para la Administración de Trump China es su principal enemigo y no Rusia, las relaciones pasan por su peor momento desde la Guerra Fría. Y aunque Trump sigue halagando el estilo de Putin y girando la cabeza para otro lado en asuntos espinosos, como el envenenamiento del opositor Alexéi Navalni, no se prevé desde Moscú un cambio estructural en su Administración, que además de una política de nuevas sanciones contra empresas rusas y personas del entorno de Putin ha tratado de maniobrar para bloquear acuerdos energéticos de Rusia.

Biden es un viejo conocido del Kremlin. Durante su etapa de vicepresidente con Barack Obama ya se le veía como hostil. En una visita a Moscú en 2011, el demócrata declaró que sería malo para Rusia que Putin se postulara a un tercer mandato. Hoy, el líder ruso va por su cuarto periodo en el sillón del Kremlin y ha cambiado la Constitución para poder postularse a otros dos más. Y cuando Rusia se anexionó la península ucrania de Crimea y Moscú apoyó a los separatistas del Donbás, Biden era el hombre clave de Obama en Ucrania. Además, puede que el demócrata tenga guardada una carta para responder a la injerencia rusa contra Hilary Clinton en las presidenciales de 2016.

Aun así, Putin está cubriendo todas sus bases y ha empezado a mostrarse menos crítico con Biden. Pero también ha contribuido a alimentar en parte la retórica de Trump, que ha acusado a su oponente demócrata de beneficiarse de su posición en Ucrania y de los negocios en ese país de su hijo Hunter. Las perspectivas de mejores relaciones son sombrías gane quien gane. “Hay cada vez menos personas dentro de la élite rusa que ven a Trump como un objetivo en sí mismo”, señala la analista Tatyana Stanovaya. “Pero si no es un objetivo, al menos puede ser un instrumento para sembrar el caos dentro de la clase política estadounidense y destruir la unidad occidental”, sigue. Y un EE UU más expuesto y frágil le da a Rusia más libertad en el escenario mundial y en casa.

China: sin mucho que ganar, venza quien venza

MACARENA VIDAL LIY

Venza quien venza en las elecciones presidenciales del 3 de noviembre en EE UU, China ya ha decidido que no tiene mucho que ganar. Las relaciones entre los dos colosos mundiales están en su punto más bajo en 40 años, y casi cada día se produce un nuevo acontecimiento que acelera su deterioro.

La política del candidato demócrata, Joe Biden, en caso de vencer, no va a diferir de modo sustancial de la del republicano Donald Trump en los últimos cuatro años. Ambos partidos han decidido que China es el rival a batir, una postura que, según las encuestas del Pew Center, comparten ampliamente la mayoría de los ciudadanos. Es probable que continúen tendencias como el veto a que China pueda acceder a ciertas tecnologías y equipos estadounidenses, y que se acentúe el desacoplamiento en este sector.

En el caso de victoria demócrata, sí es posible que se atempere la retórica. Que la forma, si no el fondo, de la relación, sea menos bronca. Quizá se tiendan puentes en asuntos como la lucha contra el cambio climático, un área clave de cooperación durante la era de Barack Obama. No por eso es, Biden necesariamente, el candidato favorito de Pekín. Uno de los riesgos que percibe es que el demócrata pueda lograr el respaldo de otros países para una política contra China que Trump, con sus duras críticas a sus aliados, no ha conseguido.

“Una de las cosas que Biden tendrá que hacer para equilibrar las divisiones dentro de su propio partido y no parecer débil es distinguirse de Trump, aunque la sustancia pueda no ser demasiado diferente”, apunta el exembajador de Singapur Bilahari Kausikan, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Empresarial de Singapur. Un área donde puede tratar de diferenciarse, apunta, es “el campo de los derechos humanos”, especialmente en relación con la situación de la minoría uigur en Xinjiang. Y ese es un problema que, como según el exasesor de Seguridad Nacional John Bolton en su libro The Room Where It Happened, no preocupa demasiado al presidente actual.

Si Trump saliera reelegido, continuaría “su manera de presionar a China dirigiendo un sentimiento de enfrentamiento contra ella”, opina el profesor Zhu Feng, de la Universidad de Nanjing, en un análisis en la revista Asian Perspective. A corto plazo, puede acentuar la retórica y las medidas hostiles hacia Pekín. Pero la política aislacionista de Trump está contribuyendo de modo extraordinario, a los ojos de Pekín, a acelerar lo que China considera el declive estadounidense. Como ha apuntado Chen Jimin, de la Escuela Central del Partido Comunista, a la hora de facilitar el auge de China, “el Brexit y la Administración tuvieron actuaciones ejemplares”.

Una de las cosas que Biden tendrá que hacer para equilibrar las divisiones dentro de su propio partido y no parecer débil es distinguirse de Trump

Bilahari Kausikan, exembajador de Singapur

Ha contribuido a aumentar la ya de por sí notable popularidad del presidente Xi Jinping entre su población. La gestión de la pandemia por parte de la Casa Blanca ha aumentado el orgullo de los chinos por la de sus líderes, después de un pésimo arranque en las primeras semanas -que los ciudadanos tampoco olvidan-. Aunque su intención es poco amistosa, las medidas que ha adoptado Trump -la subida de aranceles en la guerra comercial, medidas contra el gigante tecnológico Huawei- no han perjudicado especialmente a China. Sí la ha impelido a acelerar su desarrollo tecnológico.

Es improbable que la confrontación llegue a mayores: “Ni China ni Estados Unidos son países irracionales y la disuasión nuclear mantendrá la paz”, opina Kausikan. Aunque el experto matiza: “Eso no quiere decir que no puedan ocurrir accidentes”. El lugar más probable para un encontronazo sería el mar del Sur de China -donde Pekín y sus vecinos se disputan el control de las aguas y varios grupos de islas-, o el mar del Este de China. “Aun así, probablemente habría contención. Donde las cosas pueden quedar fuera de control es en el estrecho de Taiwán”, advierte el antiguo diplomático.

México espera reequilibrar una relación sometida a un fuerte desgaste

LUIS PABLO BEAUREGARD

México es el país que más repudia a Donald Trump. El empresario republicano arrancó su campaña en 2015 llamando a los mexicanos delincuentes y violadores. Ese fue el inicio de una relación que no se recompuso. Solo un 8% de los mexicanos tiene una opinión favorable sobre el presidente que hoy busca la reelección, de acuerdo a una encuesta del Pew Research Center de inicios de este año. Las presidenciales del 3 de noviembre son una oportunidad de equilibrar las relaciones tras el desgaste provocado por la Administración de Trump, que transformó los temas comercial, migratorio y de seguridad con su vecino del sur.

Trump considera un aliado al presidente mexicano. Andrés Manuel López Obrador hizo campaña durante 2018 con un discurso duro y de exigir respeto ante los ataques racistas del republicano. Pero el tiempo ha confirmado que ambos coinciden en el proteccionismo, la política energética que prefiere el petróleo y carbón sobre las energías limpias, y en su desdén por la prensa crítica. “Hacia mi país hemos recibido de usted comprensión y respeto”, dijo López Obrador en una visita a la Casa Blanca en julio.

México es el principal socio comercial de EE UU. Hasta agosto pasado, esta relación representaba unos 337.000 millones de dólares (unos 287.500 millones de euros), un 14% del total entre los primeros 15 socios comerciales. En julio entró en vigor el nuevo tratado de América del Norte, donde ambos países, junto con Canadá, acordaron nuevas reglas para impulsar los sectores de la automoción, la agricultura, energía, comercio electrónico y medio ambiente, entre otros. Joe Biden, el candidato demócrata, ha admitido que este acuerdo, el T-MEC, que representa 1,2 billones de dólares anuales y emplea a 14 millones de personas en los tres países, es mejor que al acuerdo anterior, el NAFTA, que él votó en 1993. Sin embargo, su compañera de candidatura Kamala Harris, aspirante a la vicepresidencia, fue una de las 10 senadoras que votaron en contra del acuerdo, pues lo consideró insuficiente en su lucha contra del cambio climático. México espera que el T-MEC siga siendo motor de la economía de la región bajo una presidencia demócrata, aunque aumentaría la presión, que ya ejercen algunos legisladores, sobre el Gobierno para dar mejores condiciones y derechos a los trabajadores mexicanos sindicalizados.

Trump logró una victoria política al imponer su renegociación del T-MEC a López Obrador y al primer ministro canadiense, Justin Trudeau. Para otorgar a los mexicanos un acuerdo vital para su economía, el republicano exigió a México a endurecer su política migratoria so pena de castigarlo con un arancel generalizado de 5% para todas las importaciones. Esto afectó al flujo migratorio proveniente del Triángulo del Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras), pues México aumentó más de un 60% sus deportaciones a lo largo de 2019. Más de 124.000 personas que buscaban migrar al norte fueron retornadas a sus países de origen. Esto es lo más cercano al muro que Trump prometió levantar en la frontera. Su Administración ha construido 597 kilómetros de los 725 que planeó para este año.

Biden prometió en el segundo debate presidencial una reforma migratoria que daría papeles a 11 millones de personas. La ley sería presentada en sus primeros 100 días de Gobierno y significaría un giro respecto a la actual política migratoria de Trump, que ha hecho más difícil la entrada legal y reducido a mínimos durante la pandemia las autorizaciones de asilo. La promesa de Biden ha generado en México algo de escepticismo, pues el Gobierno de Barack Obama deportó a 5,2 millones de personas, siendo el tercero que más personas expulsó después del de Bill Clinton y George W. Bush.

Bolsonaro ansía la continuidad de Trump

NAIARA GALARRAGA GORTÁZAR

Dejando de lado el más mínimo decoro diplomático, el presidente de Brasil expresó abiertamente hace unos días sus deseos sobre las elecciones estadounidenses. “Espero, si es voluntad de Dios, asistir a la toma de posesión del presidente reelecto en Estados Unidos”, afirmó Jair Bolsonaro en un discurso tras firmar un principio de acuerdo comercial con un enviado de la Administración de Donald Trump. Es comprensible que prefiera al magnate republicano. Es el espejo en el que se mira a diario, el político contemporáneo que más le inspira y con el que ha forjado una alianza nacionalpopulista. Los presidentes de las dos mayores economías del continente están cortados por el mismo patrón. Comparten desde la hostilidad a sus adversarios políticos hasta el desprecio por la gravedad de la pandemia. La última vez que Brasil tuvo una relación tan estrecha con el Gobierno de EE UU fue en tiempos de la dictadura (1964-1985).

Por ahora, Bolsonaro le ha sacado menos provecho del deseado a su nuevo mejor amigo. Pero para el ultraderechista es crucial que Trump logre un segundo mandato porque, si es derrotado, perderá a su principal aliado. Si eso ocurre, sus amigos internacionales serían el Israel de Benjamín Netanyahu, la Hungría de Viktor Orbán, la India de Narendra Modi y poco más. Una pesadilla para un país con una diplomacia sofisticada y tan pragmática que en plena Guerra Fría fue elegido por los dos bloques para dar el discurso que inaugura la asamblea general de la ONU cada año.

A Bolsonaro no le gusta Joe Biden porque es el adversario de Trump, demócrata y a sus ojos sospechoso de ser socialista. Pero, además, le indignó que la única mención a Brasil en los debates presidenciales saliera de la boca de Biden y fuera sobre uno de los asuntos en los que las críticas desde el extranjero más le irritan, la Amazonia. El estadounidense instó al mundo a proteger la mayor selva tropical del mundo para frenar la crisis climática y se comprometió a buscar fondos para pagarlo. Una victoria de Biden conllevaría que EE UU se sumara a la presión que ya ejerce la Unión Europea en la cuestión medioambiental.

Es probable que el resultado electoral influya poco en el fondo de la delicada relación de Brasil con China, su primer socio comercial, destino de las exportaciones de soja y mineral de hierro que amortiguan el impacto de la pandemia y origen de inversiones millonarias. Aunque el instinto le pide a gritos a Bolsonaro alinearse con Trump contra la segunda economía del mundo, como demostró hace unos días al rechazar comprar la vacuna de Sinovac contra el coronavirus, su Gobierno es bien consciente de que necesita tratarla con mucho tiento. El mandatario brasileño se dejará cortejar por quien gane en EE UU para sacar el mayor provecho posible a la decisión de si permitir o no que China participe de la licitación de las redes de 5G.

Algunas promesas cruciales para emular a Trump, como abandonar el Acuerdo del Clima o trasladar la Embajada en Israel a Jerusalén, fueron olvidadas pronto en un cajón y ahí siguen porque cumplirlas habría resultado económicamente catastrófico.

Israel: Una relación privilegiada sometida a las urnas

JUAN CARLOS SANZ

La semana pasada, durante la llamada telefónica en la que Donald Trump anunció desde la Casa Blanca la normalización de relaciones entre Sudán e Israel, se produjo un diálogo entre el presidente estadounidense y Benjamín Netanyahu que ilustra el vuelco de un vínculo privilegiado que puede producirse tras las elecciones del 3 de noviembre.

“¿Crees que Sleepy Joe podría haber logrado este mismo acuerdo, Bibi?”, inquirió al primer ministro israelí, llamándole por su apodo familiar, sobre la capacidad negociadora de su rival demócrata, Joe Biden, a quien suele referirse despectivamente como “soporífero”.

“Señor presidente… ejem…bueno….apreciamos la ayuda de cualquiera en EE UU para lograr la paz”, replicó Netanyahu en un forzado intento de salir airoso del trance.

Ningún líder internacional se ha beneficiado tanto como Netanyahu de la presidencia de Trump, a quien llegó dedicar un asentamiento con su nombre en los Altos del Golán en agradecimiento por el reconocimiento de la soberanía israelí sobre la meseta siria ocupada por el Ejército hebreo desde 1967. Antes recibió de sus manos el presente de la declaración de Jerusalén como capital exclusiva del Estado judío, sin margen alguno para los palestinos, y el posterior traslado desde Tel Aviv de la Embajada estadounidense, un simbólico paso que solo ha sido seguido por Guatemala.

El mandatario republicano se retiró también del acuerdo nuclear con Irán pactado por el demócrata Barack Obama y las grandes potencias, que había sido demonizado por Netanyahu. Los regalos de Trump coincidieron, además, con alguna de las tres campañas electorales que ha vivido Israel en los dos últimos años y contribuyeron a consolidar sucesivas victorias el primer ministro conservador.

El nuevo orden de Trump para Oriente Próximo plasmado en el plan de paz de la Casa Blanca, solo ha servido por ahora de pretexto para oficializar la alianza entre Israel y las monarquías del Golfo frente a Irán. Los derechos de los palestinos quedan arrinconados en beneficio de Israel y de los intereses geostratégicos y económicos de EE UU. En contrapartida, el Estado hebreo ha tenido que aceptar más contendientes, como Emiratos Árabes Unidos, en la carrera por el rearme de tecnología punta estadounidense. Este es el caso de los codiciados cazas furtivos F-35 invisibles al radar.

Trump ha culminado en gran parte el proceso de repliegue en la Oriente Próximo iniciado por Obama. Pero ha mantenido la influencia sobre Egipto y Jordania e intentado apartar a Líbano de la órbita de Irán. EE UU está ausente en Siria, donde conserva una presencia testimonial de tropas en apoyo de los kurdos, mientras Moscú empieza a ocupar el vacío que deja Washington.

En contra de la tradicional estrategia bipartidista de Israel ante su gran aliado y protector, el actual jefe del Gobierno parece haber puesto casi todos los huevos en la cesta republicana. En 2010, el demócrata Biden, reconocido partidario de Israel, visitó Jerusalén por primera vez en calidad de vicepresidente de EE UU. Netanyahu le recibió con una bofetada diplomática: el anuncio de construcción de centenares de viviendas en asentamientos de Cisjordania y Jerusalén Este. Era la principal línea roja que le había fijado la Administración de Obama.

Aunque no parece tener intención de devolver la Embajada a Tel Aviv desde la Ciudad Santa, Biden quizá recuerde la afrenta, si regresa a la Casa Blanca y decida, por ejemplo, reactivar de algún modo el acuerdo atómico con Irán. Como atinadamente resalta en Foreign Policy el analista diplomático israelí Barak Ravid, Netanyahu se ha dopado con el apoyo incondicional de Trump durante los últimos cuatro años y tendrá que desintoxicarse si pretende convivir con una nueva presidencia en Washington.

División en las dos orillas del Golfo: Arabia Saudí y Emiratos quieren a Trump, Irán prefiere a Biden

ÁNGELES ESPINOSA

Las elecciones de EE UU inquietan a los gobernantes de los países ribereños del golfo Pérsico. Saudíes y emiratíes, que han establecido una relación personal con Donald Trump, temen un cambio de tercio si Joe Biden llega a la Casa Blanca. Los iraníes, sin embargo, desean ese vuelco. Atrapados en el fuego cruzado entre Washington y Teherán, los iraquíes están divididos. Mientras, en Afganistán, el empeño de Trump en retirar las tropas estadounidenses le ha granjeado el embarazoso respaldo de los talibanes a los que combaten desde 2001.

Las monarquías de la península Arábiga intuyen que con Biden en la presidencia afrontarán mayor escrutinio en derechos humanos y en sus intervenciones militares en la región, a la vez que menor simpatía para su línea dura hacia Irán. Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU) aplaudieron el “No estamos aquí para dar lecciones” pronunciado por Trump en Riad, durante su primer viaje al extranjero en mayo de 2017. Como a otros aliados de EE UU en la zona, les había irritado el acuerdo nuclear que la Administración de Obama firmó con Teherán dos años antes, y se convirtieron en los más entusiastas aliados árabes de la política del nuevo presidente frente al régimen iraní (aunque les defraudó que no la llevara hasta el final).

Mientras que la reelección de Trump consolidaría el status quo, Riad y Abu Dhabi temen la reevaluación de las relaciones que ha anunciado Biden. Aunque su triunfo no acabaría con una alianza de décadas, el candidato demócrata ha expresado el deseo de recuperar el pacto nuclear y amenazado con “hacer pagar” a Arabia Saudí por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi, además de poner fin al apoyo de EE UU a su intervención en Yemen.

Todo ello es música celestial para los dirigentes iraníes, que apuestan por la victoria de Biden. El giro es tanto una prueba de pragmatismo como de desesperación. Hace cuatro años, el líder supremo de la República Islámica, el ayatolá Ali Jamenei, tal vez confiado en la invulnerabilidad del acuerdo nuclear, apoyó a Trump, a quien calificó de “más sincero” que su rival, Hillary Clinton. Sin duda, auguraba una Administración menos sensible con los derechos humanos. Hasta que EE UU abandonó el pacto. En el otro extremo, los opositores que defienden el cambio de régimen apoyan a Trump y su política de máxima presión contra Teherán. Ni unos ni otros ven posible reactivar el acuerdo nuclear.

Con Trump, los iraquíes han visto acelerarse el creciente desinterés de EE UU en su país. Al asesinar al general iraní Qasem Soleimani el pasado enero, Washington puso a Irak en el centro de su conflicto con Teherán, lo que desató una gran animosidad hacia la actual Administración. Pero ese rechazo no se traduce en un apoyo automático a Biden. Aunque numerosos políticos le trataron en su época de vicepresidente, se le asocia con un nunca concretado plan para dividir Irak en tres Estados. La principal inquietud es si EE UU va a cambiar su política hacia Irán y que el conflicto entre ambos no se libre en su territorio. La total retirada de tropas que desea Trump divide a las comunidades: kurdos y árabes suníes se oponen en general y la mayoría de los árabes chiíes están a favor.

En Afganistán, la promesa de sacar a sus soldados le ha granjeado a Trump el incómodo apoyo talibán. El portavoz de su campaña se apresuró a rechazarlo. Pero la abrupta decisión y las declaraciones al respecto del presidente están poniendo contra las cuerdas al Gobierno de Kabul que EE UU respalda. Muchos afganos se sienten traicionados, en especial entre las mujeres, los jóvenes urbanos y la sociedad civil. De ahí que los dirigentes afganos estén intentando retrasar las negociaciones con los talibanes hasta después del 3 de noviembre, con la esperanza de que gane Biden y Washington endurezca su política hacia ese grupo.

*Con información de Ali Falahi.

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