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El muro invisible

Una hilera de almacenes provisionales se sucede a lo largo de la autopista que atraviesa Ghout al Shaal, un barrio de talleres mecánicos y desguaces al oeste de Trípoli, la capital de Libia. Uno de ellos, un antiguo depósito de cemento y hormigón, fue reabierto en enero de 2021, con muros más altos y coronados por alambres de espino. Un grupo de hombres en uniforme de camuflaje azul y negro armados con Kaláshnikov rodean un contenedor de mercancías que hace las veces de oficina. En su puerta principal, cuelga un cartel: “Tribunal de enjuiciamiento de inmigrantes ilegales”. La instalación es una cárcel secreta de migrantes conocida como Al Mabani, que significa, simplemente, El Edificio.

A las tres de la madrugada del 5 de febrero de 2021, unos hombres armados se llevaron a Aliou Candé, un migrante de 28 años de Guinea-Bisáu, fuerte y de carácter tímido, a la cárcel. Un año y medio antes había abandonado su hogar porque sus cultivos producían cada vez menos y quería reunirse con sus hermanos en Europa. Pero mientras cruzaba el Mediterráneo en una embarcación abarrotada con otros 130 migrantes, la Guardia Costera de Libia los interceptó y condujo a la cárcel. Los empujaron al interior de la celda 4, en la que había otros 200 presos (algunos de cuyos testimonios recogidos posteriormente junto a los de cooperantes y registros policiales reconstruyen aquí lo sucedido). Apenas había sitio para sentarse y los migrantes se movían constantemente para evitar los pisotones. Las luces fluorescentes del techo permanecían encendidas toda la noche. La única fuente de luz natural provenía de una rejilla en la puerta de unos 30 centímetros de ancho. De las vigas, donde anidaban las aves huidas de un corral cercano, caían plumas y excrementos. En las paredes, los migrantes habían escrito frases como estas: “Un soldado nunca se repliega” o “Avanzamos con los ojos cerrados”. Aliou Candé encontró sitio en un rincón entre los presos y empezó a entrarle el pánico: “¿Qué hacemos?”, le preguntó a un compañero de celda.

Nadie fuera sabía que Candé había sido capturado. No se le acusó de ningún delito ni se le permitió hablar con un abogado; tampoco le dieron ninguna indicación sobre una posible puesta en libertad. Los primeros días permaneció en silencio, sometido a las horribles rutinas del lugar. La Brigada Zintan (una de las milicias más poderosas del país, antiislamista y que ayudó a derrotar a Gadafi en 2011) controlaba la cárcel y sus soldados la patrullaban. En su interior había unos 1.500 migrantes repartidos en ocho celdas y segregados por sexo. Solo tenían un lavabo para cada 100 personas. Candé debía orinar en una botella de agua o defecar en las duchas. Los migrantes dormían en alfombrillas infestadas de piojos y pulgas; no había para todos, y establecieron turnos para dormir: unos por la mañana y otros por la noche. Los presos se peleaban por descansar en la ducha, el único espacio ventilado. Dos veces al día, a la hora de las comidas, los conducían en fila de a uno al patio. Tenían prohibido mirar al cielo o hablar. Los guardias, como vigilantes de un zoológico, les ponían cuencos con alimento en el suelo y los migrantes se sentaban en círculos sobre la tierra para comer.

Aliou Candé en una fotografía de su perfil de Facebook.

Los carceleros eran brutales y pegaban a quienes desobedecían sus órdenes con lo primero que tuvieran a mano: ya fuera una pala, una manguera, un cable o la rama de un árbol. “Pegaban sin razón aparente”, me contó Tokam Martin Luther, un hombre entrado en años procedente de Camerún que dormía junto a Candé. Entre los presos se rumoreaba que los guardias se deshacían de los fallecidos en una montaña de escombros que estaba al otro lado de los muros del recinto. Liberaban a migrantes a cambio de 2.500 dinares libios, unos 480 euros. Durante las comidas, los guardias se paseaban con un teléfono móvil, que dejaban a los migrantes para que llamaran a sus familias y les pidieran el dinero para pagar su rescate. La familia de Candé no hubiera podido permitirse nunca un precio tan alto. “Si no tienes a nadie a quien llamar, te sientas”, explica Luther.

En los últimos seis años, la Unión Europea, afectada por el coste político y económico que provoca recibir migrantes, ha implantado un sistema que los intercepta antes de llegar a las costas europeas. La UE ha equipado y entrenado a la Marina y a la Guardia Costera de Libia, un cuerpo militarizado en el que cooperan fuerzas paramilitares que patrulla el Mediterráneo, obstruye algunas operaciones de rescate y captura a migrantes que son enviados a una red de cárceles gestionadas por diversas milicias libias que se enriquecen con esa reclusión.

La Organización Internacional para las Migraciones calcula que durante los siete primeros meses de este año cerca de 6.000 migrantes han sido enviados a estas instalaciones, la mayoría a esta cárcel secreta de Al Mabani, según datos de Naciones Unidas. Algunas organizaciones de ayuda internacional han documentado los abusos perpetrados en esas cárceles: torturas con descargas eléctricas, niños violados por los guardias, familias extorsionadas a cambio de rescates, hombres y mujeres vendidos para realizar trabajos forzados. Salah Marghani, ministro de Justicia libio entre 2012 y 2014, me dijo en octubre de este año: “La UE ha llevado a cabo algo que pensó y planeó muy detenidamente durante años: crear un lugar horrible en Libia para disuadir a los migrantes a viajar a Europa”.

Tres semanas después de la llegada de Candé a su cautiverio, un grupo de presos concibieron un plan para escapar. Moussa Karouma, un migrante de Costa de Marfil, y varios de sus compañeros defecaron en una papelera y la dejaron en una esquina de la celda hasta que el olor se hizo intolerable. “Era la primera vez que estaba en la cárcel”, me dijo Karouma. “Estaba aterrorizado”. Cuando los guardias abrieron por fin la puerta de las celdas malolientes, 19 migrantes salieron disparados. Se subieron a lo alto de un baño y saltaron desde una altura de cuatro metros y medio al otro lado del muro para desaparecer en el laberinto de callejuelas que rodean la cárcel. Las consecuencias para los que se quedaron fueron sangrientas. Los guardias pidieron refuerzos y golpearon a los presos. “A uno que estaba en mi pabellón, le pegaron con una pistola en la cabeza, se desmayó y comenzó a temblar”, relató uno de esos migrantes a Amnistía Internacional. “Esa noche no llamaron a una ambulancia para que se lo llevaran; todavía respiraba, pero no podía hablar. No sé qué habrá sido de él. Tampoco sé qué había hecho”.

Durante las semanas siguientes, Candé procuró no meterse en líos y se aferró a un rumor que corría por la cárcel: que los guardias iban a liberar a algunos migrantes por Ramadán, nueve semanas más tarde. “El señor es milagroso”, escribió Luther en su diario. “Que su gracia continúe protegiendo a todos los migrantes del mundo, especialmente a los de Libia”.

“Piensa siempre que algo maravilloso está a punto de ocurrir”, dice un mensaje de un migrante en el centro de detención de Gharyan.MSFLa marea de migrantes

Lo que se ha venido a llamar “crisis migratoria” comenzó en 2010, cuando los migrantes que huían de los conflictos bélicos en Oriente Próximo, de las insurgencias en el África subsahariana o de los efectos del cambio climático comenzaron a llegar a Europa en tromba. Y la cuestión continúa: el Banco Mundial predice que, en los próximos 50 años, las sequías, la pérdida de cosechas y la desertificación provocarán el desplazamiento de 50 millones de personas, procedentes en su mayoría del hemisferio sur, lo que aumentará las migraciones hacia Europa. En 2015 un millón de migrantes llegaron a Europa desde Oriente Próximo y África en solo un año, según ONU Migración. En 2013, una patera con más de 500 eritreos se incendió y se hundió en el Mediterráneo, a poco más de un kilómetro y medio de la isla italiana de Lampedusa. Murieron 360 personas. La reacción en Europa fue en un primer momento la compasión. “¡Podemos hacerlo!”, profirió la canciller alemana, Angela Merkel, cuando prometió diseñar políticas más permisivas de inmigración, una postura por la que fue nombrada persona del año por la revista Time en 2015.

Las costas italianas se encuentran a unos 300 kilómetros del norte de África. A principios de 2014, Matteo Renzi se convirtió en el primer ministro más joven de la historia de su país, tenía 39 años. Era un progresista moderado, persuasivo y telegénico y muchos predecían que dominaría la política de su país durante una década. Como había hecho Angela Merkel, se comprometió a recibir a migrantes con declaraciones como esta: “Si Europa se da la vuelta ante la presencia de cadáveres, entonces no merece llamarse Europa civilizada”. Apoyó la ejecución del ambicioso programa de búsqueda y rescate Operación Mare Nostrum, diseñado para garantizar una travesía segura a cerca de 150.000 migrantes, a quienes también se les ofreció asistencia legal para gestionar sus peticiones de asilo. Según Emma Bonino, excomisaria europea de Asuntos Humanitarios, en 2014 el Gobierno de Renzi pidió acoger a todos los migrantes procedentes de Libia.

Sin embargo, la marea de migrantes no cesaba. Y requerían atención médica, empleo y educación, y aumentaban la presión sobre los recursos económicos. “Es un dilema tremendo”, me dijo James Hollifield, uno de los grandes expertos en migraciones que trabaja en distintas universidades e institutos globales. “Los países tienen que encontrar una manera de proteger sus fronteras sin destruir la esencia del Estado liberal”. Partidos políticos nacionalistas como Alternativa para Alemania o el francés Frente Nacional comenzaron a aprovecharse de la situación para extender la xenofobia. En 2015, varios hombres procedentes del norte de África agredieron a un grupo de mujeres jóvenes en Colonia (Alemania), alimentando la sensación de miedo. Al año siguiente, un solicitante de asilo tunecino arremetió con un camión contra los asistentes a un mercado navideño en Berlín, un ataque que se saldó con 12 muertos.

La Operación Mare Nostrum de Renzi costó unos 115 millones de euros. Un precio que Italia no podía asumir. Los esfuerzos por reubicar a 60.000 migrantes en Italia y en Grecia se tambaleaban: ni Polonia ni Hungría, gobernados por partidos nacionalistas, aceptaron ni a un solo migrante. En Austria se comenzó a construir en 2016 un muro con Italia. Los políticos de la derecha italiana se burlaban de Renzi y escalaron en las encuestas. Renzi dimitió en diciembre de 2016 tras perder el referéndum de la Reforma Constitucional y posteriormente su formación política (el Partido Democrático) desmanteló sus políticas migratorias. Él también se retractó de su generosidad inicial: “Tenemos que despojarnos de nuestro sentimiento de culpabilidad”, diría más tarde. “Italia no tiene el deber moral de recibir a personas que están peor que nosotros”.

Migrantes rescatados en el Mediterráneo a bordo del Geo Barents, un barco operado por Médicos Sin Fronteras, en junio de 2021, antes de ser trasladados a Italia.Ed Ou (The Outlaw Ocean Project)

En 2016, Europa adoptó un enfoque diferente liderado por Marco Minniti, antiguo consejero de Renzi, que se convirtió en el nuevo ministro del Interior de Italia. Minniti, hijo de un general del Ejército italiano, explicó el error que, en su opinión, había cometido Renzi: “Hicimos caso omiso de dos sentimientos muy poderosos”, dijo. “Rabia y miedo”. A instancias suyas, su país canceló su compromiso de realizar operaciones de búsqueda y rescate a más de 50 kilómetros de sus costas. En 2018, con Salvini, Italia comenzó a rechazar barcos humanitarios que transportaban a migrantes rescatados y que querían atracar en sus puertos. Llegó a enjuiciar a los capitanes de los barcos alegando que facilitan el tráfico de personas. Minniti pronto se ganó el apodo de “ministro del miedo”.

En 2015, la UE creó un programa llamado Fondo Fiduciario de Emergencia para África, destinado a tratar las causas profundas de los desplazamientos forzosos y la migración irregular, y contribuir a una mejor gestión de la migración. Desde entonces ha invertido cerca de 5.300 millones de euros. Sus defensores aducen que el programa promueve el desarrollo, que ayuda a controlar la pandemia de la covid-19 en Sudán o que sirve en Ghana para formar a personas que ocupen empleos verdes. Sin embargo, los datos que he podido recabar a lo largo de los nueve meses de esta investigación indican que gran parte de su trabajo consiste en presionar a los países africanos para que impongan restricciones a la migración y financiar a organismos que hagan cumplir dichas restricciones para evitar que los migrantes lleguen a Europa. Y que, en la práctica, lo que hace el programa es trasladar la frontera de Europa al borde norte de África y reclutar a los gobiernos africanos para que se encarguen de que se respeten esos límites fronterizos. En 2018, algunos miembros del Parlamento Europeo inquirieron a la Comisión Europea sobre unas supuestas “listas de la compra” enviadas por funcionarios de Níger en las que pedían coches, aviones y helicópteros de regalo a cambio de aprobar políticas antiinmigración. En Etiopía, el programa (cuyo borrador se filtró y se cita en un informe de Oxfam) permitió compartir los datos personales de ciudadanos etíopes con el servicio de inteligencia de ese país, que tiene un historial de detención de manifestantes, a quienes después maltrata brutalmente. Y en Sudán, el dinero se usó para crear un centro de inteligencia para la policía secreta, que después utilizó los recursos para sofocar manifestaciones. Los fondos se distribuyen a discreción de un comité presidido por la Comisión Europea y no están sujetos al escrutinio del Parlamento Europeo. Un portavoz del Fondo Fiduciario me dijo que sus programas “buscan salvar vidas, proteger a aquellos que lo necesitan y combatir el tráfico de personas”.

El ministro italiano Minniti se fijó en Libia como socio principal de Europa para poner coto a la inmigración. En octubre de 2011, Gadafi fue derrocado y asesinado en una rebelión desencadenada por la primavera árabe y apoyada después por una invasión encabezada por Estados Unidos. Desde ese momento, el país se convirtió en un Estado fallido. En 2017, Minniti viajó a Trípoli para llegar a acuerdos con el nuevo Gobierno libio y sus poderosas milicias. La UE, Italia y Libia firmaron un Memorando de Entendimiento que explicaba la colaboración “reiterando la firme voluntad de cooperar en la urgente identificación de soluciones para resolver el problema de los migrantes clandestinos que cruzan Libia para llegar a Europa por mar”. En los últimos seis años, el Fondo Fiduciario ha destinado en torno a 480 millones de euros para que Libia ataje la migración. El exministro libio Marghani me dijo que el objetivo del programa estaba claro: “Convertir a Libia en el malo de la película. Ocultar en Libia sus políticas mientras los buenos europeos van diciendo que están aportando dinero para que este sistema infernal sea más seguro”.

Minniti ha afirmado que el miedo que siente Europa hacia una inmigración descontrolada es “un sentimiento legítimo que la democracia tiene que escuchar”. Sus políticas han tenido como resultado una caída del número de migrantes. Minniti dijo en la prensa en 2017 que “lo que Italia ha hecho en Libia sirve de modelo para controlar el flujo de migrantes sin necesidad de erigir fronteras o muros con alambres de espino” (Minniti, que ahora preside la Fundación Med-Or, un think tank unido a un grupo de la industria militar italiana, declinó hacer comentarios para este artículo). La derecha italiana, que ayudó a derrotar a Renzi, aplaudió el trabajo de Minniti. “Cuando propusimos medidas de este tipo, se nos tachó de racistas”, dijo Matteo Salvini, líder del partido nacionalista italiano Liga Norte. “Ahora, por fin, parece que se está entendiendo que teníamos razón”.

“No sé cuánto tiempo tardaré”

Aliou Candé creció en una granja cerca de la aldea de Sintchan Demba Gaira. Allí no hay cobertura de móvil ni carreteras, cañerías o electricidad. Vivía en una casa de adobe, la mitad pintada de azul y la otra mitad de amarillo, con su esposa, Hava, y sus dos hijos pequeños. Candé era muy inquieto en la aldea: escuchaba a artistas extranjeros y era hincha de equipos de fútbol europeos. Hablaba inglés y francés y estaba aprendiendo portugués con la esperanza de vivir en Portugal algún día. “Aliou era un chico encantador, nunca se metía en líos”, me contó Jacaria, uno de sus hermanos. “Trabajaba duro y la gente lo respetaba”.

Los padres de Candé, retratados en mayo pasado en su aldea de Guinea-Bisáu sosteniendo una foto en la que aparece Aliou.Ricci Shryock (The Outlaw Ocean Project)

Los campos de Candé producen mandioca, ñame y anacardos, cultivos que suponen el 90% de las exportaciones del país. Sin embargo, los patrones climáticos se están alterando, probablemente a causa del calentamiento global. “Ya no pasamos frío durante la temporada fría, y el calor llega antes de lo que debería”, dice Jacaria. Las inundaciones son más intensas, lo que significa que la mayor parte del año solo se puede llegar a las plantaciones en canoa, y las sequías duran el doble. Hay más mosquitos, que propagan enfermedades como la meningitis. Cuando uno de los hijos de Candé contrajo malaria, tardaron un día en llegar al hospital y casi muere.

A Candé, devoto musulmán, le preocupaba fracasar ante Dios a la hora de mantener a su familia. “Se sentía culpable y estaba envidioso”, comentó Bobo, otro de sus hermanos. Jacaria ya había emigrado a España, y Denbas, otro de sus hermanos, a Italia. Los dos enviaban dinero a casa junto a fotos de restaurantes elegantes. “Todo el mundo que se va fuera trae fortuna a casa”, me dijo Samba, el padre de Candé. La esposa de Candé estaba embarazada de ocho meses, pero su familia le animó a que viajara a Europa y le prometieron que cuidarían de sus hijos. “La gente de su generación se iba fuera y les iba bien”, me dijo su madre, Aminatta. “¿Por qué no él?”. En la mañana del 13 de septiembre de 2019, Candé partió hacia Europa llevándose consigo un ejemplar del Corán, dos pares de pantalones, una camiseta, un diario con tapas de piel y 600 euros. “No sé cuánto tiempo tardaré”, le dijo Candé a su esposa esa mañana. “Pero te quiero y regresaré”.

Hava, la esposa de Candé, en mayo con los tres hijos de la pareja. Cuando Aliou emigró, aún no había nacido la más pequeña.Ricci Shryock (The Outlaw Ocean Project)

Candé cruzó en coche el África central, haciendo autostop o como polizón en coches y autobuses, hasta llegar a Agadez, en Níger, conocida antes como la entrada al Sáhara. Históricamente, las fronteras de los países de África central han permanecido abiertas, como en la UE. Sin embargo, en 2016, la UE, a través del Fondo Fiduciario, contribuyó a implementar una nueva legislación en Níger llamada Ley 36, que convertía una boyante economía de tránsito en una economía criminal; también financiaron a las autoridades para que hicieran cumplir la ley. De la noche a la mañana, los conductores de autobuses y los guías que durante años habían trasladado a los migrantes hacia el norte por una carretera flanqueada por pozos de agua, pasaron a ser traficantes de personas y susceptibles de ser sentenciados a hasta 30 años de cárcel. Para evitar ser arrestados, los migrantes tuvieron que elegir las rutas más peligrosas. En 2019, Candé y otra media docena de migrantes cruzaron el Sáhara ocultos en camiones y autobuses y durmiendo en la arena junto a la carretera. “El calor y el polvo son horribles”, le dijo Candé a Jacaria por teléfono. Consiguió atravesar una parte de Argelia controlada por bandidos. “Te cogen y te pegan hasta que deciden dejarte marchar”, le contó a su familia. “Eso es lo único que hay”.

En enero de 2020 llegó a Marruecos, donde quiso pagar para que lo llevaran en barco a España, pero le pedían 3.000 euros. Jacaria le rogó que regresara. Sin embargo, Candé le contestó: “Trabajaste duro cuando estabas en Europa. Enviaste dinero a la familia. Ahora me toca a mí. Cuando yo llegue, podrás regresar a casa y descansar, y yo haré el trabajo”. Había escuchado que en Libia podía reservar un espacio en una patera para alcanzar Italia. En diciembre llegó a Trípoli y alquiló una habitación en Gargaresh, una barriada de migrantes. Su tío abuelo Demba Balde, un sastre de 40 años, había logrado vivir en Libia durante años esquivando a las autoridades. Le encontró un trabajo de pintor y le rogó que abandonara su plan de cruzar el Mediterráneo. “Le dije que era una ruta mortal”.

Trípoli, la investigación

En mayo pasado viajé a Trípoli con un equipo para analizar el sistema de detención de migrantes. Poco antes había fundado una organización sin ánimo de lucro llamada The Outlaw Ocean Project, que informa sobre los derechos humanos y asuntos medioambientales en un contexto marítimo. En Trípoli, la costa estaba salpicada de oficinas, hoteles, edificios de apartamentos y escuelas a medio construir. Había hombres armados con uniforme militar en cada cruce. Casi ningún periodista occidental puede entrar en Libia, pero conseguimos visados gracias a un grupo de ayuda internacional. Poco después de llegar, le di a mi equipo dispositivos de localización en caso de que se perdieran y les recomendé que escondieran una copia del pasaporte en sus zapatos. Nos alojaron en un hotel cerca del centro de la ciudad y les conseguí un modesto equipo de seguridad.

Libia no siempre ha sido un lugar inhóspito para los migrantes. A mediados de los noventa, Muamar el Gadafi abrazó el panafricanismo y alentó la entrada de africanos subsaharianos como trabajadores invitados para los oleoductos del país. Pero a principios de los dos mil, Gadafi comenzó a ser más estricto con la migración, en parte por deseo de Europa. En 2007, creó reglamentos sobre visados diferentes para árabes y africanos. El año siguiente, firmó un “tratado amistoso” con Silvio Berlusconi que, entre otras cosas, se comprometía a ayudar a Italia a frenar la inmigración irregular. En ocasiones lo utilizaba como baza en las negociaciones. En 2010, amenazó con convertir Europa “en un nuevo continente negro” si los funcionarios de la UE no le enviaban millones de euros para luchar contra la inmigración. Después de ser derrocado, Libia se sumió en el caos. Hoy hay dos gobiernos que se disputan la legitimidad: el Gobierno de Unidad Nacional, reconocido por la ONU, y el Gobierno Interino, apoyado por Rusia y por el autoproclamado Ejército Nacional Libio. Ambos recurren a alianzas inconstantes con milicias armadas que dirigen amplias zonas del país. Cuando hay alborotos, las remotas playas del país se convierten en puntos de salida para los migrantes.

Nacho Catalán

La Guardia Costera de Libia parece un ente oficial, pero carece de un mando unificado. Está formada por patrullas locales, acusadas durante años por las Naciones Unidas de tener vínculos con las milicias (los cooperantes suelen referirse a ella como “la supuesta Guardia Costera de Libia”). En 2017, al inicio del proyecto, Minniti explicó a la prensa: “Cuando dijimos que teníamos que relanzar la Guardia Costera de Libia, parecía una fantasía”. Pero desde entonces el Fondo Fiduciario para África de la UE ha gastado decenas de miles de euros en otorgar a esta formación militarizada un poder formidable. En principio, las guardias costeras deben proteger la costa de su país de amenazas extranjeras, pero la Guardia Costera de Libia protege a Europa de migrantes.

En 2018, el Gobierno italiano, con el beneplácito de la UE, ayudó a Libia a obtener la autorización de la Organización Marítima Internacional de la ONU para crear una zona de búsqueda y rescate que otorgara a la Guardia Costera una jurisdicción más amplia, hasta casi 150 kilómetros de la costa libia, bien adentrada en aguas internacionales y a medio camino de las costas italianas. La UE les suministró seis lanchas rápidas de fibra de vidrio, 30 vehículos Toyota Land Cruiser, radios, teléfonos satelitales y 500 uniformes. En septiembre de 2020 se gastó cerca de un millón de euros en 10 contenedores donde se alojaría el centro de mando para coordinar las intercepciones en pleno mar, y también para proporcionar formación a sus oficiales. En octubre de 2020, algunos funcionarios de la UE asistieron, junto a otros comandantes locales, a una ceremonia para inaugurar dos buques relucientes, construidos en Italia y modernizados en Túnez con dinero del Fondo Fiduciario. “El reacondicionamiento de estos dos buques es un excelente ejemplo de la cooperación entre la Unión Europea, Italia y Libia”, dijo José Sabadell, ahora embajador de la UE en Libia.

Quizás la ayuda más valiosa procede de Frontex, la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas creada en 2004, en principio para vigilar la frontera del este de Europa. En 2015, Frontex anunció que encabezaría un “esfuerzo sistemático para capturar y destruir embarcaciones” empleadas para transportar migrantes. Hoy gestiona un presupuesto de 500 millones de euros y dispone de su propio servicio uniformado; tiene buques, aviones, vehículos y personal en operaciones que se extienden más allá de las fronteras de la UE. La agencia mantiene una vigilancia casi constante del Mediterráneo por medio de drones y aviones de patrulla marítima. Cuando detecta una embarcación con migrantes, envía fotos y la localización a sus socios en la región, incluida la Guardia Costera de Libia. Un portavoz de Frontex afirma que la agencia “nunca ha cooperado directamente con las autoridades libias”. Pero una investigación realizada por medios de comunicación europeos, entre ellos Lighthouse Reports, Der Spiegel, Libération y ARD, documentaron 20 casos en los que, inmediatamente después de que Frontex vigilara embarcaciones de migrantes, fueron interceptados por la Guardia Costera de Libia. La investigación encontró pruebas de que en algunas ocasiones Frontex envía la localización de las embarcaciones de migrantes directamente a la Guardia Costera. En un intercambio de mensajes a través de WhatsApp en mayo de este año, por ejemplo, Frontex escribió a alguien con el nombre de capitán de la Guardia Costera de Libia lo siguiente: “Buenos días, señor. Tenemos localizada una embarcación a la deriva en [coordenadas]. Los ocupantes están achicando agua. Por favor, confirme la recepción de este mensaje”.

Recientemente sus oficiales me enviaron los resultados de una petición para consultar sus archivos, que indican que, desde el 1 hasta el 5 de febrero, los días en los que Candé se encontraba en alta mar, la agencia intercambió 37 correos electrónicos con la Guardia Costera de Libia (Frontex se negó a proporcionar el contenido de los correos electrónicos con la excusa de que ponían en riesgo la “seguridad de los migrantes”).

Un alto funcionario de Frontex, que pidió permanecer en el anonimato por miedo a las represalias, me dijo que la agencia también proporciona grabaciones de vigilancia a las autoridades italianas, que pueden pasar después a la Guardia Costera. (Las agencias que se hacen cargo de la vigilancia, la Guardia Costera Italiana y el Centro de Coordinación de Rescate Marítimo, sitas en Roma, no respondieron a mi petición de comentarios). Los expertos legales afirman que estos procedimientos violan las leyes internacionales contra la devolución de migrantes a lugares peligrosos. El funcionario de Frontex sostiene que incluso este método “indirecto” no libraba a la agencia de responsabilidad: “Suministras la información. No llevas a cabo la acción, pero es la información la que facilita la devolución en caliente”. El funcionario instaba repetidamente a sus superiores a que dejaran de contribuir a la devolución de migrantes a Libia. “Daba igual lo que les dijeras”, me contó. “No estaban dispuestos a entender”. (El portavoz de Frontex me dijo que “en toda operación potencial de búsqueda y rescate, la prioridad era salvar vidas”).

Los barcos de la Guardia Costera de Libia se apresuran a capturar a los migrantes antes de que se los lleven a Europa. A veces disparan a los barcos humanitarios de rescate o a las embarcaciones de inmigrantes. Según datos proporcionados por la Organización Internacional de Migraciones de las Naciones Unidas, desde enero de 2016 la Guardia Costera ha interceptado a más de 90.000 migrantes.

En 2017, un buque de la organización humanitaria Sea-Watch respondió a las llamadas de socorro de una embarcación de migrantes que se estaba hundiendo. Lanzó dos balsas inflables para rescatarlos, pero llegó antes un buque de la Guardia Costera de Libia, el Ras Jadir, y las volcó. Después fue sacando a los migrantes del agua antes de que pudieran subir al barco de la ONG, dándoles latigazos con una cuerda a medida que subían a bordo. “Daba la sensación de que el único interés de la Guardia Costera era llevarse a Libia a tantos migrantes como pudieran, sin importarles si alguien se estaba ahogando”, me dijo Johannes Bayer, responsable entonces de la misión del Sea-Watch. Un migrante saltó al agua y se agarró al Ras Jadir, que empezaba a acelerar para marcharse, arrastrándole por el agua. Al menos 20 personas fallecieron en la operación, entre ellos un niño de dos años. En febrero de este año, otro buque de la Guardia Costera de Libia disparó y hundió una embarcación de migrantes; cinco personas murieron ahogadas mientras los comandantes del buque lo grababan con el teléfono móvil.

En octubre de 2020, Abdel Rahman al Milad, comandante de una unidad en Zawiya, fue sancionado por el Consejo de Seguridad de la ONU y arrestado por las autoridades libias, acusado de estar “directamente involucrado en el hundimiento de las embarcaciones de migrantes mediante el uso de armas de fuego”. Al Milad era una figura muy conocida que asistió a las reuniones con las autoridades italianas en Roma y en Sicilia en 2017 para pedir dinero al Fondo Fiduciario. El pasado mes de abril fue liberado, aduciendo falta de pruebas. La Guardia Costera, que ha declinado hacer comentarios para este reportaje, ha destacado en alguna ocasión el éxito obtenido a la hora de reducir la migración a Europa, pero también ha alegado que los barcos humanitarios del Mediterráneo dificultan sus esfuerzos para combatir el tráfico de personas. “¿Por qué las ONG nos han declarado la guerra?”, se preguntaba un portavoz ante los medios de comunicación italianos. El portavoz del Fondo Fiduciario dijo que la UE no da dinero a la Guardia Costera, que solo proporcionan formación y equipamiento, y que su objetivo es “salvar las vidas de quienes se aventuran a realizar un viaje tan peligroso, ya sea por tierra o por mar”.

Migrantes rescatados en el Mediterráneo a bordo del Geo Barents, un barco operado por Médicos Sin Fronteras, en junio de 2021, antes de ser trasladados a Italia.Ed Ou (The Outlaw Ocean Project)

En mayo de este año, Ed Ou, uno de los operadores de vídeo de mi equipo, pasó tres semanas a bordo del Geo Barents, un barco de Médicos Sin Fronteras que intentaba rescatar a migrantes en el Mediterráneo. La organización localizó embarcaciones de migrantes con la ayuda de un radar y de aviones dirigidos por pilotos voluntarios, pero en la mayoría de los casos la Guardia Costera de Libia se adelantaba y capturaba a los migrantes. De vez en cuando, divisaban un dron de Frontex, un IAI Heron con una autonomía de hasta 45 horas que daba vueltas sobre sus cabezas. El barco procuraba realizar rescates solo en aguas internacionales, pero aun así les llegaban amenazas por radio de la Guardia Costera. “Aléjense de nuestro objetivo”, ordenaba uno de los oficiales. Otro decía: “Manténganse fuera de aguas libias si no quieren que recurramos a otras medidas”. De vez en cuando lograban realizar algún que otro rescate, como el de un grupo de migrantes sudaneses, que contaban con lágrimas en los ojos cómo funcionaba el sistema en Libia. Uno de ellos aseguraba que la Guardia Costera lo había golpeado y torturado. Otro había presenciado cómo mataban de un tiro a dos amigos en un centro de detención libio. Un tercero llevaba una camiseta con la frase “Fuck to Libia” pintada a mano.

The Outlaw Ocean Project acompañó a Médicos Sin Fronteras durante cinco semanas en el Mediterráneo. El ‘Geo Barents’ rescata a migrantes que intentan cruzar el Mediterráneo hacia Italia, cerca de las aguas libias. El vídeo muestra múltiples rescates, las amenazas recibidas por parte de los guardacostas libios, y el caos y la tensión a bordo de la embarcación abarrotada de personas mientras intenta encontrar un puerto donde llevar a los migrantes. Ed Ou (The Outlaw Ocean Project) (Ed Ou (The Outlaw Ocean Project))

A las diez de la noche del 3 de febrero de 2021, Candé y unos 100 migrantes más partieron de la costa libia a bordo de una embarcación de goma inflable. Emocionados, algunos arrancaron a cantar. Dos horas más tarde, la embarcación penetró en aguas internacionales. Candé, sentado en uno de los bordes del bote, se vio lleno de esperanza. Les dijo a otros ocupantes que no solo estaba seguro de que llegaría a Europa, sino que ya estaba pensando en repetir el viaje con su esposa y sus hijos.

El traficante de personas había puesto a tres migrantes a cargo de la lancha. Uno de ellos se encargaba de la brújula. Otro, el capitán, manejaba el motor y el teléfono satelital; tenía que llamar al traficante si surgía algún problema y, una vez estuvieran lo bastante alejados de Libia, llamar a Alarm Phone, una organización humanitaria, y solicitar el rescate. Y el tercero, el comandante, mantenía el orden y se aseguraba de que nadie tocaba el tapón que, de retirarse, desinflaría la embarcación. El mar comenzó a picarse. Los migrantes estaban tan apretujados que no podían ni estirar las piernas. Las olas se elevaban y el humo del motor les provocó náuseas. El agua acumulada en la base de la embarcación se llenó de vómito, heces, envoltorios de caramelos y trozos de pan. Varios migrantes intentaron como pudieron achicar el agua con botellas de plástico. Estalló una pelea y alguien amenazó con rajar el bote con un cuchillo, pero lograron contenerle. “Todos comenzaron a rogar a su dios”, recuerda Mohamed David Soumahoro, uno de los amigos que Candé hizo en aquella embarcación. “Uno a Alá, otro a Jesús, y otro al de más allá. Las mujeres rompieron a llorar, y los niños, cuando vieron que los mayores entraban en pánico, hicieron lo mismo”.

Al atardecer, las aguas se calmaron. Convinieron que ya estaban lo bastante lejos de Libia y llamaron para pedir ayuda. Un operador de Alarm Phone los informó de que había un buque mercante no demasiado lejos de donde se encontraban. La embarcación se convirtió en una fiesta. “¡Bosa, libres, bosa, libres!”, cantaban los migrantes (bosa en fulani significa victoria). Candé se volvió hacia su nuevo amigo Soumahoro, y con los ojos encendidos afirmó: “Inshallah, ¡lo vamos a conseguir! ¡Italia!”. Pero cuando llegó el buque mercante, el capitán les dijo que no tenían botes salvavidas y se alejó.

En ese momento, la embarcación de Candé se encontraba a poco más de 110 kilómetros de Italia, lejos de aguas libias, pero aún en la jurisdicción extendida que Europa había ayudado a establecer para la Guardia Costera de Libia. Cuando eran cerca de las cinco de la tarde del 4 de febrero, Candé y otros migrantes divisaron un avión que sobrevolaba la embarcación; estuvo dando vueltas 15 minutos para después alejarse. Datos recabados por ADS-B Exchange, una organización que rastrea el tráfico aéreo, muestran que la aeronave, llamada ­Eagle1, era un Beech King Air 350, un avión de vigilancia alquilado por Frontex. Unas tres horas después, apareció un barco por el horizonte. “A medida que se acercaba, distinguimos franjas negras y verdes de la bandera”, contaba Soumahoro. “Todos comenzaron a llorar y a llevarse las manos a la cabeza: ‘¡Mierda, es libio!”.

La embarcación era un buque patrulla Vittoria P350, fabricado con acero, fibra de vidrio y Kevlar. Era uno de los buques que la UE había inaugurado en octubre del año anterior. Golpeó la embarcación de los migrantes tres veces y les ordenó que subieran a bordo del buque por la escalera. “¡Moveos!”, gritaban los oficiales. Uno de ellos golpeó varias veces a los migrantes con la culata del rifle; otro les decía dónde sentarse mientras les propinaba latigazos con una cuerda. Los migrantes fueron conducidos de nuevo a tierra, donde les subieron a autobuses que los llevarían a la cárcel de Al Mabani.

Un dron sobrevuela Al Mabani

Cuando llegué a Libia, los funcionarios del Gobierno me prometieron que me permitirían seguir a una unidad de la Guardia Costera y visitar la cárcel. Pero tras intentarlo durante varios días, quedó claro que no iba a pasar ninguna de las dos cosas. Un día a última hora de la tarde fui con mi equipo a un discreto callejón situado a unos 30 kilómetros del centro de detención. Lanzamos un dron con vídeo y lo volamos sobre el patio de Al Mabani a una altura suficiente para que no lo detectaran los guardias. En la pantalla, vimos cómo los guardias preparaban a los migrantes después de comer para conducirlos de vuelta a sus celdas. Unos 65 presos estaban sentados en una esquina del patio, apretujados e inmóviles, con la cabeza gacha, las piernas dobladas y las manos posadas en la espalda del de enfrente. Cuando uno de los migrantes miró hacia otro lado, un guardia le dio en la cabeza.

Durante y después del mandato de Gadafi, Libia construyó decenas de instalaciones para encerrar a todo tipo de detenidos: presos políticos, miembros de milicias, mercenarios extranjeros. Cuando Europa recurrió al país para interceptar a migrantes, ya tenían cárceles y centros de detención preparados. En la actualidad hay unos 15 centros reconocidos, de los cuales Al Mabani es el más grande. Un funcionario de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) me dijo que desde 2017 han pasado decenas de miles de migrantes por estas cárceles. La ley libia establece que los extranjeros no autorizados pueden permanecer detenidos indefinidamente sin derecho a un abogado. No hace distinción entre refugiados económicos, solicitantes de asilo y víctimas del tráfico ilegal.

En mayo, seis mujeres del centro de detención de Shara al Zawiya contaron a unos investigadores de Amnistía Internacional que habían sido violadas y sometidas a abusos sexuales. En las instalaciones de Abu Salim, dos migrantes fueron asesinados durante un intento de fuga el pasado febrero. “La muerte en Libia es normal: nadie te va a buscar y nadie te va a encontrar”, les dijo un migrante allí detenido. Diana Eltahawy, de Amnistía Internacional, especializada en el norte de África, me explicó en julio: “Toda la red de centros de detención de migrantes en Libia está podrida hasta la médula”.

Los migrantes capturados por la Guardia Costera son conducidos a las cárceles en autobuses, muchos de ellos proporcionados por la UE. A veces, las unidades de la Guardia Costera venden a los migrantes a un centro de detención a cambio de dinero. Algunos, parece ser, ni siquiera llegan a las cárceles oficiales. Durante los primeros siete meses de 2021, más de 15.000 migrantes fueron capturados por la Guardia Costera de Libia, según la Organización Mundial para las Migraciones de la ONU, pero solo unos 6.000 llegan a las cárceles. “Las cuentas no salen”, me dijo Federico Soda, jefe de Misión en Libia de la OIM. Soda cree que muchos migrantes desaparecen en instalaciones “no oficiales” dirigidas por traficantes y milicias, donde las organizaciones humanitarias no tienen acceso.

La cárcel de Al Mabani fue creada por Emad al Tarabulsi, un alto cargo de la Brigada Zintan, a principios de 2021. La milicia mantiene vínculos con la tribu Zintan, que contribuyó a la caída de Gadafi y mantuvo a su hijo como preso durante años. En la actualidad, el grupo está alineado con el Gobierno de Unidad Nacional apoyado por la ONU, donde el citado Al Tarabulsi ejerció como jefe de inteligencia (Al Tarabulsi ha declinado hacer declaraciones para este reportaje). La cárcel se construyó en un extremo de la ciudad controlado por su milicia, y sus miembros se convirtieron en el personal de las instalaciones y en sus pistoleros. Para dirigirla, Al Tarabulsi nombró a un segundo de confianza, Noureddine al Ghreetly, un comandante de la milicia.

Anteriormente, el mismo Al Ghreetly había dirigido otra brutal cárcel para migrantes llamada Tajoura, ubicada en una base militar al este de Trípoli, en las afueras de la ciudad. En un informe de 2019 realizado por Human Rights Watch, seis presos, entre ellos dos chicos de 16 años, afirmaron haber recibido fuertes palizas en la instalación; y una mujer dijo haber sido agredida sexualmente en repetidas ocasiones. Los autores del informe relataron haber visto cómo una presa intentaba ahorcarse mientras los guardias la miraban sin hacer nada. Según investigadores de la ONU, obligaban a los migrantes a realizar trabajos forzados para la Brigada Zintan, a limpiar armas, almacenar municiones y descargar cargamentos militares. En julio de 2019, las fuerzas rebeldes realizaron ataques aéreos contra la base militar y derrumbaron los hangares donde se encontraban los migrantes. Murieron más de 50 personas, entre ellos seis niños. La mayoría de los que sobrevivieron fueron reubicados en Al Mabani.

El equipo de The Outlaw Ocean Project sobrevoló la cárcel de Al Mabani, en Trípoli, el 18 de mayo de 2021. Esto es lo que vieron.

La UE reconoce que las cárceles de migrantes son atroces. Un portavoz del Fondo Fiduciario me manifestó que “la postura de la UE frente a las condiciones en las que se mantienen a los migrantes en los centros de detención es clara: la situación es inaceptable. El actual sistema de detención arbitraria debe acabar”. El año pasado, Josep Borrell, alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, afirmó que “la decisión de detener injustamente a migrantes descansa bajo la sola responsabilidad” del Gobierno libio, y que “la Comisión no apoya el sistema de detención que implementa el país”. En el acuerdo inicial firmado con Libia, la UE prometía financiar y garantizar la seguridad de los centros de detención donde se mantendría a los migrantes. Hoy, sin embargo, los funcionarios europeos insisten en que no financian directamente los centros de detención. Los gastos del Fondo Fiduciario son opacos, pero un portavoz me dijo que solo dan dinero a los organismos de la ONU y a las ONG internacionales que proporcionan “apoyo de emergencia para los migrantes y los refugiados detenidos”, que incluye “atención sanitaria, apoyo psicosocial, dinero en efectivo para gastos y productos no alimentarios”. Sin embargo, Tineke Strik, diputada holandesa en el grupo de los Verdes del Parlamento Europeo, me dijo que esta afirmación no tenía mucho sentido. “Si la UE no financiara a la Guardia Costera de Libia, no habría intercepción y no derivarían a los migrantes a estos horribles centros de detención”, me comentó.

También señaló Strik que la UE envía fondos al Gobierno de Unidad Nacional de Libia, cuyo Directorio para la Lucha contra la Migración Ilegal se encarga de supervisar los centros. Aunque no pague directamente la construcción de las instalaciones de detención o los salarios de sus pistoleros, decía, el dinero gastado a través de las agencias gubernamentales y las ONG ayuda de manera indirecta a respaldar gran parte de esas operaciones. La UE compra los buques que capturan a los migrantes, las tabletas de pantalla táctil que los cooperantes usan para contarlos cuando desembarcan, y los autobuses que los conducen a las cárceles. El dinero de la UE que se distribuye a través de agencias como la Organización Internacional de Migraciones y el Alto Comisionado de la ONU para los refugiados paga las mantas, la ropa de abrigo y las zapatillas que reciben al llegar. Ese dinero también construye los baños y las duchas de las instalaciones, compra el jabón, los kits de higiene personal y las toallitas de papel que usan los migrantes, así como las alfombrillas de espuma donde duermen. Según documentos públicos de la UE, el Fondo Fiduciario para África ha pagado también los todoterrenos que las autoridades libias utilizan para perseguir a los migrantes. Cuando enferman, las ambulancias que los llevan al hospital también las paga el Fondo Fiduciario. Y cuando mueren, el dinero de la UE paga las bolsas para los cadáveres y forma a las autoridades libias para enterrarlos de una forma religiosamente apropiada. Individualmente, algunas de estas iniciativas ayudan a que las cárceles sean más humanas, pero, en conjunto, contribuyen a sostener el sistema. Un informe interno realizado en 2019 por la Misión de Asistencia Fronteriza de la UE lo reconocía y alertaba de que una parte de la última partida de dinero, unos 90 millones de euros, se destinaría probablemente a la gestión de los centros de detención, lo que conllevaría más explotación y maltrato de los migrantes.

Las milicias emplean varios métodos para lucrarse con los centros de detención. A menudo se apropian del dinero y de los bienes que las ONG y las agencias gubernamentales envían para los migrantes, un sistema que se denomina “desviación de ayuda”. El director de un centro de detención situado en Misrata contó en 2018 a investigadores de Human Rights Watch (declaración incluida en un informe publicado por la organización en enero de 2019) que la milicia que dirigía la cárcel también dirigía la empresa de catering que proporcionaba la comida, y que desviaba el 85% del dinero que el Gobierno destinaba para alimentar a los migrantes. También se han documentado casos en los que milicias roban comida, mantas, cubos y artículos de aseo. Un estudio interno financiado por el Fondo Fiduciario en abril de 2019 reveló que gran parte del dinero enviado a través de ONG termina en las arcas de las milicias. “La mayoría de las veces no es más que una forma de extraer beneficios”, dice el estudio.

Las leyes que datan de la era de Gadafi permiten obligar a los extranjeros, independientemente de su edad, a trabajar sin salario. Un ciudadano libio puede llevarse a migrantes de un centro de detención a cambio de dinero, convertirse en su tutor y supervisar su trabajo, realizado de manera privada, durante un periodo de tiempo fijado. En 2017, la CNN retransmitió imágenes de lo que parecía una subasta de esclavos, en la que se vendían migrantes para trabajar en el campo y en la construcción, con pujas que empezaban a partir de 400 dinares —unos 76 euros— por persona. Este año, más de una docena de migrantes de la cárcel de Al Mabani, algunos con tan solo 14 años, contaron a Amnistía Internacional que los habían obligado a trabajar en granjas o en casas particulares, a limpiar y a cargar armamento en campamentos militares cuando había enfrentamientos. Probablemente, el sistema más común es la extorsión. En los centros de detención, todo tiene un precio: la protección, la comida, las medicinas y la libertad, lo más caro de todo. Pero incluso pagar un rescate no garantiza la libertad, ya que algunos migrantes son revendidos a otros centros de detención. “Desafortunadamente, como resultado del gran número de centros que hay y de la mercantilización de los migrantes, muchos de ellos una vez liberados son detenidos por otro grupo, lo que implica que tienen que pagar varios rescates”, afirmaba el estudio del Fondo Fiduciario.

En una reunión con el embajador alemán en Libia a principios de este año, el general Al Mabrouk Abdel Hafiz, encargado de supervisar el Directorio para la Lucha contra la Migración Ilegal del Gobierno de Unidad Nacional, el organismo que se ocupa de los centros de detención de migrantes, admitió que las condiciones bajo las que funcionaban las cárceles son brutales. Comentó que les habían encargado un trabajo imposible. “Libia ya no es un país de tránsito, sino una víctima a quien han dejado sola para enfrentarse a una crisis que otros países no han podido resolver”, dijo. (Abdel Hafiz declinó hacer comentarios para este reportaje). Cuando llamé a Al Ghreetly, director de la cárcel de Al Mabani, y le pregunté sobre las denuncias de maltrato, respondió con brusquedad: “Aquí no se maltrata a nadie”, y me colgó.

“Te cuelgan como si fueras ropa”

Unos días después de mi llegada a Libia, visité Gargaresh, el barrio de inmigrantes, para hablar con antiguos presos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Gargaresh, entonces llamado Campo 59, era una prisión militar dirigida por italianos primero y por alemanes después. Hoy es un panal de callejones sin asfaltar y calles estrechas salpicadas de baches, rodeadas de restaurantes de comida rápida y tiendas de telefonía móvil. Las redadas llevadas a cabo por milicianos, en teoría para reprimir el tráfico de drogas, la prostitución y otras actividades ilegales, son cotidianas. Soumahoro, el amigo de Candé que fue llevado a Al Mabani con él cuando su balsa fue capturada, se reunió conmigo en la carretera principal y me llevó a una habitación sin ventanas ocupada por otros dos migrantes. Durante una comida, me habló del tiempo que pasó con Candé en la cárcel. “Hablar de esto es muy difícil para mí”, dijo.

En Al Mabani, pegaban a los migrantes por comunicarse susurrando entre ellos, por hablar en su lengua materna o por reírse. Las peores palizas las daban en un lugar llamado sala de aislamiento, una gasolinera abandonada con un cartel de Shell colgado en la entrada situada detrás de la celda de mujeres, donde retenían a los rebeldes durante días. La celda no tenía baño, por lo que no quedaba más remedio que defecar en un rincón. El hedor era tan fuerte que los guardias se ponían mascarillas al entrar. En una de las palizas, los guardias ataron las manos de un detenido a una cuerda que colgaba de una viga de acero. “No es tan malo ver cómo un amigo o un hombre grita mientras lo torturan”, me dijo Soumahoro. “Pero ver a un hombre de 1,80 metros dando latigazos a una mujer…”. En marzo, Soumahoro organizó una huelga de hambre para protestar contra la violencia que ejercían los guardias y se lo llevaron a la sala de aislamiento. Le pegaron varias veces, colgado de la viga boca abajo. “Te cuelgan como si fueras ropa”, dijo.

Varios exdetenidos con los que hablé me contaron que habían presenciado abusos sexuales y humillaciones. Adjara Keita, una migrante de Costa de Marfil de 36 años, que estuvo presa en Al Mabani durante dos meses, me contó que los guardias a menudo sacaban a mujeres de su celda para violarlas. “Las mujeres volvían llorando”, me dijo. Un día, dos mujeres se escaparon de Al Mabani, y los guardias, en un acto de castigo aparentemente aleatorio, agarraron a Keita y se la llevaron a una oficina cercana, donde le pegaron.

Captura de un vídeo grabado con dron sobre Al Mabani, el 18 de mayo de 2021. Se trata del centro de detención de Trípoli donde murió por un disparo Aliou Candé el 8 de abril.Pierre Kattar (The Outlaw Ocean Project)

Los guardias usaban a otros migrantes como colaboradores, manteniéndolos así divididos. Al poco de llegar, Mohammad Soumah, un joven de 23 de Guinea-Conakry, se ofreció como voluntario para ayudar en las tareas diarias y enseguida le intentaron sonsacar información: ¿qué migrantes se detestan?, ¿quiénes son los agitadores? Una vez se formalizó la colaboración, los demás presos empezaron a llamarle mandoob, que en árabe significa “representante”. Cuando los migrantes pagaban rescates para salir de la cárcel, Soumah se hacía cargo de las negociaciones. Como recompensa, podía dormir fuera de su celda, en la enfermería, o con los cocineros, que vivían en la calle de enfrente. En un momento dado, como regalo por su lealtad, los guardias le permitieron elegir a varios migrantes para liberarlos. Podía incluso salir del complejo, aunque nunca se alejaba demasiado. “Sabía que, si intentaba escapar, me encontrarían y me pegarían una paliza”, me contó.

Médicos Sin Fronteras visitaba la prisión dos veces por semana. Según sus informes, las pruebas de que allí se cometían maltratos eran difíciles de ignorar: los presos presentaban magulladuras y cortes, evitaban el contacto visual y retrocedían ante ruidos fuertes. A veces, deslizaban discretamente al personal humanitario mensajes de desesperación escritos en el reverso de los folletos de la Organización Mundial de la Salud. Les decían a los médicos que sentían que estaban “desaparecidos”, y lo primero que pedían era que comunicaran a sus familias que estaban vivos. Durante una de esas visitas, no pudieron entrar en la celda de Candé porque estaba muy llena (calcularon que había tres migrantes por metro cuadrado) y tuvieron que tratar médicamente a los migrantes en el patio. El hacinamiento había provocado la propagación de tuberculosis, varicela, infecciones fúngicas y covid-19. Contaron a los médicos las palizas que habían sufrido la noche anterior y registraron fracturas, cortes, abrasiones y traumatismos contundentes; había un niño tan maltrecho que no podía caminar.

Unas semanas después de la detención de Candé, miembros del Comité Internacional de Rescate llevaron al centro el agua y las mantas que les había solicitado. Pero, una semana después, tras descubrir que los guardias se habían quedado con alguno de los suministros, anunciaron que ya no llevarían más. Hacia finales de marzo, Cherif Khalil, un funcionario consular de la Embajada de Guinea-Conakry, visitó la prisión. Candé fingió que era ciudadano de ese país y se puso a la cola para preguntar si la Embajada podía ayudarle a salir. “Estaba desesperado”, me dijo Khalil.

En mitad de la comida con Soumahoro, empezó a sonar mi teléfono sin parar. Cuando contesté, un agente de policía comenzó a gritarme: “¡No está permitido hablar con migrantes! ¡No puede estar en Gargaresh!”. Me dijo que, si no salía del barrio de inmediato, me arrestarían. Cuando regresé a mi coche, estaba allí parado y me advirtió que, si volvía a entrevistar a más migrantes, me echarían del país. A partir de ese momento, no dejaron ir a mi equipo muy lejos. Si algún antiguo preso quería contarme su experiencia, tendría que colarse en mi hotel.

Esperando el Ramadán

Mientras esperaba la llegada del Ramadán, Candé encontró maneras de pasar el tiempo sentado en su celda: intentó aprender árabe con Luther y jugaba al póquer. Este relató en su diario una protesta de las reclusas: “Están sentadas en ropa interior porque también exigen que las liberen”, escribió. Candé y Luther ponían apodos a los guardias, generalmente inspirados en las órdenes que les daban. A uno lo llamaban Khamsa Khamsa, o “cinco, cinco”, que era lo que gritaba durante las comidas para recordar a los migrantes que tocaban a un bol por cada cinco personas. A otro guardia lo llamaban Gamis, que en árabe significa “sentarse”, porque era el encargado de que nadie se pusiera de pie. Silencio controlaba que nadie hablara. En un momento dado, Candé y Luther tuvieron que cuidar de un migrante que parecía estar sufriendo un brote psicótico. “Estaba tan enfadado que tuvimos que inmovilizarlo para dormir tranquilos”, escribió Luther. Finalmente, tras las súplicas de Candé, los guardias se lo llevaron al hospital, pero tres días después regresó igual de perturbado. “Una situación increíble”, escribió Luther.

Hacia finales de marzo, los guardias les comunicaron que no liberarían a nadie por Ramadán. “Así es la vida en Libia”, escribió Luther. “Tendremos que seguir teniendo paciencia para disfrutar de nuestra libertad”. Pero Candé estaba destrozado. Cuando lo detuvieron por primera vez, consiguió que la Guardia Costera no le confiscara el teléfono móvil. Lo había escondido, preocupado de que, si lo pillaban, lo castigarían con severidad. Sumido en la desesperación, decidió correr el riesgo de enviar un mensaje de voz por WhatsApp a sus hermanos para explicarles la situación: “Aquí no se puede tener el teléfono encendido mucho tiempo. Intentamos llegar a Italia por mar. Nos cogieron y nos trajeron de vuelta. Ahora estamos encerrados en la cárcel”. Y les suplicó que intentaran hablar con su padre. Luego aguardó, con la esperanza de que reunieran de alguna manera el rescate.

A las dos de la madrugada del 8 de abril, un fuerte ruido despertó a Candé. Varios presos sudaneses intentaban abrir la puerta principal de la celda 4 para escapar. A Candé le preocupaba que los demás presos recibieran castigos por su culpa y despertó a Soumahoro, quien, junto a otros 12 compañeros de celda, se enfrentó a los sudaneses. “Intentamos escapar varias veces”, les dijo Soumahoro. “Pero nunca funciona. Y al final nos dan una paliza”. Como los sudaneses no atendían a razones, Soumahoro dijo a Candé que alertara a los guardias, que maniobraron un camión de arena para aparcarlo contra la puerta de la celda, bloqueándola por completo.

A continuación los sudaneses arrancaron las tuberías de la pared del baño y amenazaron con ellas a quienes habían intervenido. A un migrante le hirieron en el ojo, otro cayó al suelo con sangre brotándole de la cabeza. Los dos grupos empezaron a arrojarse objetos: zapatos, baldes de plástico, botellas de champú, trozos de cartón yeso. Candé trató de mantenerse al margen. “No voy a pelear”, le dijo a Soumahoro. “Soy la esperanza de toda mi familia”. La pelea duró tres horas y media. Algunos migrantes pedían ayuda, gritando: “¡Abrid la puerta!”. Pero los guardias se reían y aplaudían, filmando la pelea con sus teléfonos como si fuera un partido en una jaula. “Seguid luchando”, dijo uno mientras metía botellas de agua a través de la rejilla para mantenerlos hidratados. “Si podéis matarlos, hacedlo”.

A las 5.30 los guardias se fueron y regresaron con rifles semiautomáticos. Sin previo aviso, comenzaron a disparar contra la celda a través de la ventana del baño durante 10 minutos seguidos. “Aquello parecía un campo de batalla”, me dijo Soumahoro. Ismail Doumbouya y Ayouba Fofana, dos adolescentes de Guinea-Conakry, recibieron disparos en la pierna. A Candé, que se había estado escondiendo en la ducha durante la pelea, le dispararon en el cuello. Se tambaleó a lo largo de la pared, manchándola de sangre, y luego cayó al suelo. Soumahoro intentó frenar la hemorragia con un trozo de tela. Diez minutos después, Candé murió.

El director de la cárcel de Al Mabani, Al Ghreetly, llegó unas horas después, miró a través de las rejas y les pidió a los presos que le enseñaran el cuerpo. Cuando pusieron a Candé frente a la puerta, Al Ghreetly gritó a los guardias: “¿Qué habéis hecho? ¡Podéis hacerles cualquier cosa, pero no matarlos!”. Los presos se negaron a entregar el cuerpo a menos que los dejaran en libertad, y los guardias, aterrorizados, convocaron a Mohammad Soumah, su colaborador, para negociar. Finalmente, la milicia aceptó los términos. “Yo, Soumah, voy a abrir esta puerta y vais a salir”, dijo. “Pero bajo una condición: que no alborotéis cuando salgáis. No montéis un caos. Voy a ir al frente corriendo con vosotros hasta la salida”. Antes de las nueve de la mañana, los guardias tomaron posiciones cerca de la salida con las armas en alto. Soumah abrió la puerta de la celda y les pidió a los 300 migrantes que lo siguieran en fila india, lentamente y sin hablar, hasta la salida. Muchos conductores que a esa hora se dirigían al trabajo aminoraron la marcha para mirar, boquiabiertos, el flujo de migrantes que salían del recinto y se fundían en las calles de Trípoli.

Cinco días de cautiverio e interrogatorios

Tras seis días en Trípoli, comencé a juntar todas las piezas de la muerte de Candé. En contra de los deseos del Gobierno, entrevistamos a decenas de migrantes, a funcionarios y a trabajadores humanitarios. Tenía la sensación de que el personal del hotel y los guardias de seguridad que habíamos contratado informaban a las autoridades de todos nuestros movimientos.

El domingo 23 de mayo, poco antes de las ocho de la tarde, estaba sentado en el hotel hablando por teléfono con mi esposa, que se encontraba en Washington DC, cuando escuché un golpe en la puerta. Al abrir, una docena de hombres armados irrumpieron en la habitación, y apuntándome con una pistola en la frente me gritaron: “¡Tírate al suelo!”. Me encapucharon y me dieron una paliza: me patearon, me golpearon y pisotearon la cabeza. Me dejaron con dos costillas rotas, sangre en la orina y los riñones dañados. Luego me sacaron a rastras de la habitación.

En ese momento, mi equipo se dirigía a cenar en las inmediaciones de nuestro hotel. Una camioneta blanca chocó con un automóvil que estaba frente a ellos, bloqueando la carretera, y media docena de hombres enmascarados y armados con semiautomáticas saltaron del vehículo. Sacaron al conductor de la camioneta y lo golpearon con una pistola, a mis colegas les vendaron los ojos y se los llevaron. Nos condujeron a todos a la sala de interrogatorios de una cárcel clandestina. Podía escuchar cómo amenazaban a los demás. “¡Eres un perro!”, le gritó uno de ellos a nuestro fotógrafo, Pierre Kattar, al tiempo que le cruzaba la cara. A la mujer que había en mi equipo, Mea Dols de Jong, una cineasta holandesa, le susurraban amenazas sexuales y le decían cosas como: “¿Quieres un novio libio?”. Unas horas después, nos quitaron los cinturones, los anillos y los relojes y nos encerraron en celdas.

Más tarde, a través de imágenes de satélite, descubriría que estábamos encerrados en una pequeña cárcel secreta a 700 metros de la Embajada italiana. Nuestros captores nos dijeron que formaban parte del Servicio de Inteligencia Libia, que en teoría es una agencia del Gobierno de Unidad Nacional, el Gobierno reconocido por la ONU que también supervisa Al Mabani, pero que está dirigido por la milicia Brigada Al Nawasi. Nuestros interrogadores se jactaban de haber trabajado bajo órdenes de Gadafi. Uno de ellos, que hablaba inglés, decía que había pasado un tiempo en Colorado en un programa de formación dirigido por el Departamento de Seguridad Nacional de EE UU para administrar prisiones.

Me encerraron en una celda de aislamiento en la que había un inodoro, una ducha, un colchón de espuma tirado en el suelo y una cámara montada en el techo. A través de una pequeña ranura rectangular, los guardias nos daban latas de arroz amarillo y botellas de agua. Todos los días me llevaban a una sala donde me interrogaban hasta cinco horas seguidas. “Sabemos que trabaja para la CIA”, me decía unos de ellos. “Aquí en Libia, el espionaje se castiga con la muerte”. A veces, ponían una pistola en la mesa o me apuntaban a la cabeza. Para mis captores, los mismos pasos que había dado para proteger a mi equipo se convirtieron en pruebas de mi culpabilidad. ¿Por qué llevaban dispositivos de rastreo? ¿Por qué escondían dinero en efectivo y copias de sus pasaportes en los zapatos? ¿Por qué tenía dos “dispositivos de grabación secretos” en la mochila (un Apple Watch y una GoPro) y un fardo de folios titulado “Documento secreto” (una lista de contactos de emergencia a la que, de hecho, titulé “Documento de seguridad”)?

La tumba de Aliou Candé, en el cementerio de Bir el Osta Milad, a las afueras de Trípoli.Ousmane Sane

El hecho de ser periodista no contribuía a mi defensa, sino que se convirtió en un delito secundario. Mis captores me dijeron que era ilegal entrevistar a inmigrantes sobre los maltratos sufridos en Al Mabani. “¿Por qué quieres avergonzar a Libia?”, me preguntaron. Repetían una y otra vez: “Vosotros habéis matado a George Floyd” (el joven afroamericano asesinado por la policía en Mineápolis el 25 de mayo de 2020). Con la esperanza de escapar, subí la tapa del inodoro y desmonté algunas de las tuberías para extraer un trozo de metal con el que desatornillar las rejas de la ventana. En un momento dado, comencé a dar pequeños golpes en la pared de mi celda, y Kattar, el fotógrafo, respondió, lo cual me tranquilizó.

Mi esposa, que había escuchado a través del teléfono el inicio de mi secuestro, alertó al Departamento de Estado de Estados Unidos. Junto con el servicio diplomático holandés, presionaron al presidente del Gobierno de Unidad Nacional para que nos liberasen. En una ocasión, nos sacaron de las celdas para grabar un vídeo como “prueba de vida”. Nuestros carceleros nos dijeron que nos laváramos la sangre y la suciedad de la cara y que nos sentáramos en un sofá frente a una mesa, en la que habían puesto refrescos y pasteles. “Sonreíd”, nos decían, y nos pidieron que dijésemos a la cámara que nos estaban tratando con humanidad. “Hablad. Pareced normales”. Después de tenernos cautivos durante cinco días, la milicia accedió a dejarnos marchar. Nos pidieron que firmáramos documentos de “confesión” escritos en árabe con membrete del “Departamento de la Lucha contra la Hostilidad”. Cuando preguntamos qué decían los documentos, se rieron.

La experiencia nos ofreció un pequeño atisbo de cómo funciona el sistema de arresto indefinido en Libia. A menudo pensaba en Candé, en todo el tiempo que estuvo preso y en lo mucho más cruel que fue su desenlace. El 28 de mayo nos sacaron de nuestras celdas y nos escoltaron hacia la puerta. Pero cuando nos íbamos acercando a la salida, uno de los interrogadores me puso la mano en el pecho. “Vosotros os podéis ir”, aseguró. “Pero Ian se queda”. Todos se quedaron mirando. Luego se echó a reír y dijo que estaba bromeando. Nos condujeron a un avión y nos sacaron del país, formalmente deportados por haber cometido el delito de “informar sobre los migrantes”.

“No fue una pelea, fue una bala”

En las semanas posteriores a la muerte de Candé, los presos liberados corrieron rápidamente la voz sobre lo ocurrido. La información llegó a oídos de Ousmane Sane, el representante consular no oficial de Guinea-Bisáu en Libia, de 44 años. Sane fue con Balde, el tío de Candé, a la comisaría de policía que está cerca de Al Mabani, donde les entregaron una copia del informe de la autopsia. Los documentos eran anónimos porque las autoridades ni siquiera sabían que se llamaba Candé. Además, insinuaban que había muerto en una pelea, lo cual enfureció a Sane. “No fue una pelea”, dijo. “Fue una bala”. Más tarde, visitaron el hospital local para identificar el cuerpo de Candé. Lo sacaron en una camilla de metal, envuelto en una tela blanca apenas retirada para mostrar su rostro. En los días siguientes, se movieron por Trípoli para saldar las deudas de Candé, en las que había incurrido ya muerto: 166 euros por la estancia en el hospital, 16 euros por la sábana blanca y la ropa de entierro, 209 por el nuevo entierro.

La familia de Candé se enteró de su muerte dos días después. Samba, su padre, me dijo que apenas podía dormir ni comer: “La tristeza me pesa mucho”. Hava, su esposa, ya había dado a luz por tercera vez a una niña llamada Cadjato que ahora tiene dos años, y me dijo que no se volvería a casar hasta que no se le agotara el llanto: “Mi corazón está roto”. Jacaria esperaba que la policía arrestara a los asesinos de su hermano. “No creo que lo hagan”, confirmó. “Se ha ido en todos los sentidos”. Las condiciones de los cultivos en su región han empeorado porque las inundaciones son mayores y tienen un trabajador menos. Como resultado, Bobo, el hermano menor de Candé, probablemente intentará viajar a Europa. “¿Qué otra cosa puedo hacer?”.

Aliou Candé está enterrado en el cementerio de Bir el Osta Milad, a las afueras de Trípoli, que acoge unas 10.000 tumbas. Muchas son de migrantes y muchas sin marcar.

Al Ghreetly fue suspendido a raíz de la muerte de Candé, pero unas semanas después fue restituido en su puesto al frente de Al Mabani. Durante casi tres meses, Médicos Sin Fronteras se negó a entrar en esa prisión. Beatrice Lau, su jefa de misión en Libia, escribió en un comunicado: “El patrón persistente de incidentes violentos y graves perjuicios infligidos a refugiados y migrantes, así como el riesgo para la seguridad de nuestro personal, ha alcanzado un nivel inaceptable”. La organización reanudó su actividad después de que las autoridades libias les garantizaran que no habría más violencia y que sus equipos podrían tener libre acceso a las instalaciones. Pero en octubre, las autoridades libias y la milicia Zintan detuvieron a 54.000 migrantes en Gargaresh y enviaron a miles de ellos a Al Mabani. Al cabo de una semana, los guardias abrieron fuego contra unos presos que intentaban fugarse. Mataron a seis.

Tras la muerte de Candé, José Antonio Sabadell, el embajador de la UE, pidió abrir una investigación formal, pero nunca se llevó a cabo. El compromiso de Europa con los programas antiinmigración que implementa Libia permanece inquebrantable. El año pasado, Italia renovó su Memorando de Entendimiento con Libia y desde marzo ha invertido otros 3,5 millones de euros en la Guardia Costera. La Comisión Europea se ha comprometido a desarrollar un centro de control marítimo “nuevo y modernizado” y a comprar tres barcos más. El número de migrantes que llegan a Europa sigue disminuyendo, pero la tasa de mortalidad de los que cruzan el Mediterráneo ha aumentado un 40% desde 2017.

El 12 de abril, pasadas las cinco de la tarde, un grupo de orantes, Balde, Sane y unas 20 personas más acudieron al cementerio Bir el Osta Milad para asistir al funeral de Candé. El cementerio ocupa unos 32.000 metros cuadrados entre una subestación eléctrica y dos grandes almacenes. La mayoría de los migrantes muertos en Libia están enterrados allí. El cementerio acoge unas 10.000 tumbas, muchas de ellas sin marcar. Los asistentes rezaron en voz alta mientras el cuerpo de Candé descendía a un hoyo poco profundo, de apenas medio metro de profundidad, cavado en la arena. Cubrieron la tumba con seis piedras rectangulares y vertieron una capa de cemento. Alguien preguntó si alguno de los asistentes tenía dinero de Candé para dárselo a su familia; nadie respondió. Al unísono todos alabaron a Dios. Después, uno de ellos garabateó con un palo el nombre de Candé en el cemento húmedo.

Ian Urbina es periodista de investigación y director de The Outlaw Ocean Project, una organización de periodismo sin ánimo de lucro con sede en Washington DC que se dedica a investigar los crímenes contra los derechos humanos y medioambientales que ocurren en el mar.

Traducción de Marta Caro.

Aliou Candé, su esposa e hijos, y la cárcel libia en la que murió.Ilustración de Quintatinta. Fotografías de la cuenta de Facebook de Aliou Candé; Jacaria Candé; Ousmane Sane; Ricci Shryock y Pierre Kattar (The Outlaw Ocean Project)


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