El deporte profesional es una de las industrias más potentes de nuestra sociedad. Tiene la capacidad de generar emociones colectivas, produce unos ingresos enormes alrededor del mundo y paraliza ciudades enteras alrededor de su espectáculo. Toda esta grandeza, a veces alejada de lo racional, no debe dejar aparcado un aspecto fundamental: la importancia del aficionado.
Como deportista profesional siempre he valorado las oportunidades para competir cerca de los míos. Puede que el tenis, con eventos repartidos por todo del mundo, no sea el mejor ejemplo de nexo entre deportista y aficionado. Esa conexión tiene mayor arraigo con una cercanía más habitual. Pero es un deporte ideal para valorar algo imprescindible: el cariño de quienes dedican su tiempo a valorar tu trabajo.
El deporte tiene que encontrar un equilibrio entre el interés económico y el respeto a los aficionados. Sería necio negar la importancia del primero en el sistema en que vivimos, pero estamos perdiendo paulatinamente el tacto por lo segundo. El último ejemplo es la celebración de la Supercopa de España, disputada en Arabia Saudí por una motivación alejada del calor del público.
Una competición nacional disputada a miles de kilómetros de distancia, arrebatada a sus seguidores y casi huérfana para los deportistas. En un ambiente frío, carente de la emoción que despertaría en casa y todo por aumentar el resultado económico que no luce en el momento del espectáculo. En este caso, tres partidos que los aficionados disfrutarían arropando en persona a sus equipos, poblando las gradas del estadio en lugar de observar por televisión un partido con un entorno desangelado.
Con este tipo de iniciativas se le arrebata al deportista la emoción por sus colores, se fomenta un desapego en el aficionado y se hiere lo más hermoso de la cultura deportiva: un sentido de pertenencia al club que amamos. Creo que los beneficios que se obtienen, positivos sin duda para el negocio, palidecen con las desventajas que genera.
Si todo ese dinero es bien gestionado y se invierte para fortalecer el deporte, puede ser un mal necesario. Si no repercute en un progreso para la competición, si queda en una oportunidad de hacer negocio sin mayor trasfondo, será un paso en el sentido equivocado. Y me duele que el deporte más seguido de mi país se asome a estos derroteros.
En el caso concreto de la Supercopa, considero que el fin no justifica los medios. Me resulta complicado de entender la disputa de una competición tan hermosa en un país donde los derechos básicos de las mujeres no son respetados, donde ciertas libertades son denegadas en pleno siglo XXI. Ante una oportunidad para promocionar la salud del fútbol español, para proyectar al exterior los valores de nuestro deporte, pienso que la imagen que damos dista de ser la correcta.
No quiero olvidarme de la mala fortuna que ha tenido el Athletic Club con esta competición. El año pasado quedó campeón en La Cartuja sin presencia de aficionados. En esta ocasión, tras volver a la final después de eliminar al Atlético de Madrid, no podrá jugar cerca de casa ante el cariño de los aficionados. Si la situación que vivimos, vaciando recintos públicos, ya desnaturaliza el deporte moderno, la decisión de llevar el evento a Oriente Próximo es una piedra contra nuestro tejado.
Los aficionados al fútbol, seguidores de ambos equipos o amantes del deporte en general, podrían disfrutar de una final de primer nivel sintiéndolo como algo propio. Disfrutando de esa gran fiesta que es la disputa de una Supercopa, que reúne a los mejores equipos de las competiciones nacionales del año anterior. En esta ocasión tendrán que disfrutarlo a través de la televisión y en un canal de pago. Son eslabones de una misma cadena que van construyendo una realidad: apartar del centro del foco al aficionado.
Espero que en 2023 podamos tener de vuelta esta competición en nuestro país. Por respeto al deportista, a la competición y algo no menos importante: al que dedica su tiempo libre y parte de sus recursos a valorar nuestro trabajo.
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