Los 46 kilómetros por los que transcurre una remota carretera del noreste de Finlandia reflejan, casi como ningún otro símbolo, el deterioro de las relaciones entre Rusia y el país nórdico. También ilustran con nitidez la transformación del marco de la seguridad europea en el último año, sacudido por la invasión rusa de Ucrania. La pista que conduce a través de la infinita taiga al cruce fronterizo de Raja-Jooseppi es un manto blanco por el que hoy, en plena tensión con Moscú, circulan casi exclusivamente vehículos de las fuerzas de seguridad. Una vía, abandonada por las quitanieves, y unas instalaciones fronterizas en las que se invirtieron varios millones de euros de fondos europeos precisamente para favorecer esos tránsitos con Rusia y a las que hoy llegan menos de 10 pasajeros diarios. Las grúas volverán pronto, pero esta vez para comenzar a construir una valla en la que constituye la nueva frontera entre la OTAN y Rusia tras formalizarse esta semana la adhesión de Finlandia a la Alianza Atlántica. Justo lo contrario de lo que se pretendió al idear esta infraestructura.
El paso fronterizo de Raja-Jooseppi se encuentra en la zona más despoblada —y una de las más frías— de toda la Unión Europea. Situado en pleno parque nacional, inmensos bosques de pinos y abetos se extienden a su alrededor. Miles de kilómetros cuadrados en los que no reside nadie —el nombre proviene de un ermitaño que vivió en una cabaña a principios del siglo pasado—, donde osos, lobos y glotones imponen su ley y las heladas se prolongan de octubre a mayo. Inaugurado en 1967, sus registros anuales reflejan la época aperturista tras el fin de la Guerra Fría, con un aumento constante del tráfico hasta 2014 que se vio truncado primero por la anexión rusa de la península ucrania de Crimea, después por la pandemia de covid y finalmente por la invasión de Ucrania.
La carretera de Raja-Jooseppi, en medio de la taiga, a finales de marzo. Carlos Torralba
La ausencia de vehículos y la nieve acumulada ofrecen a las flamantes instalaciones un aspecto de semiabandono. Tres meses antes del ataque a gran escala contra Ucrania, se inauguraron los cuatro carriles con techos cubiertos, con la intención de agilizar y hacer más cómodas las inspecciones a temperaturas que pueden llegar a rozar los 50 grados bajo cero. Jamás han llegado a usarse simultáneamente; tampoco hay personal para examinar más de un vehículo al mismo tiempo. Mikael y Tapio, dos jóvenes guardias fronterizos que prefieren no dar su apellido, aguardan en la caseta a que el reloj marque las 15.00. Ha sido un día “muy tranquilo” y no parece probable que vaya a aparecer nadie en los 35 minutos que restan para que se cierre el puesto fronterizo hasta las nueve de la mañana del día siguiente.
“Se está más a gusto aquí que ahí fuera con el frío que hace”, comenta Mikael, quien provoca una tímida risa de su compañero, unos años menor que él. Los más de 60 miembros del equipo de la guardia fronteriza destinado en Raja-Jooseppi, cuya base está a unos seis kilómetros del territorio ruso, patrullan toda la zona más cercana a la frontera con quads y motos de nieve; una franja de terreno vetada a la ciudadanía (salvo que se disponga de un permiso especial). En 2013, unas 400 personas cruzaban a diario por este puesto; hoy, la media no llega a la decena, y alguna jornada no pasa nadie. “Algunos son rusos a la ida, y finlandeses a la vuelta”, ironiza Mikael, en referencia a los ciudadanos con doble nacionalidad —permitida desde 2003—; unos 30.000 en toda Finlandia, que aún pueden viajar de un país al otro sin apenas restricciones.
Con el consenso de todos los grupos parlamentarios, y a propuesta de la Guardia Fronteriza de Finlandia, el pasado octubre se aprobó la construcción de la valla en la frontera oriental. Sanna Marin, la primera ministra —en funciones desde el pasado jueves tras dimitir por el reciente resultado electoral— alegó que era necesaria ante “la nueva situación de seguridad” generada por la guerra en Ucrania. La socialdemócrata subrayó que la finalidad principal del muro será la prevención frente a “las amenazas híbridas” de Rusia, sobre todo “la explotación de la migración masiva”. Unos meses antes, Finlandia inició un giro histórico al abandonar su neutralidad y comenzar el proceso de adhesión en la Alianza Atlántica que culminó el martes.
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En febrero se empezaron a construir tres kilómetros de valla en el sur, cerca de la ciudad de Imatra. El proyecto piloto está previsto que finalice en junio, pero la obra definitiva, que cubrirá el 15% de los 1.340 kilómetros que separan a Finlandia de su gigantesco vecino —la segunda frontera más larga del continente, tras la de Rusia y Ucrania— no concluirá hasta 2026. La mayoría de los obstáculos se levantarán en la franja más meridional, pero se construirá valla en torno a los ocho puestos fronterizos —la longitud de cada tramo es información confidencial—, incluidos los de Salla y Raja-Jooseppi, al norte del círculo polar ártico. “Rusia utilizó [en 2015 y 2016] a migrantes como un arma en esa zona de Laponia”, sostiene por teléfono Pekka Virkki, analista de la revista militar Suomen Sotilas. “Y el riesgo de que Moscú vuelva a recurrir a la migración masiva siempre ha estado latente”, agrega el experto, que considera que la valla será ante todo “un símbolo” de la nueva relación con el país euroasiático.
A finales de 2015, cuando cientos de miles de migrantes se agolpaban en las fronteras suroccidentales de la UE, unos centenares pidieron refugio en el puesto fronterizo de Storskog, el único entre Rusia y Noruega, inaugurando la llamada ruta del Ártico. Después de que Oslo modificara su legislación de manera exprés para dificultar el acceso al asilo en el norte del país, tras acumular 5.600 solicitudes, las imágenes de migrantes exhaustos, por carreteras nevadas en bicicletas muy básicas recién compradas —Rusia prohíbe los cruces a pie—, comenzaron a verse en Salla y Raja-Jooseppi. Más de 1.600 refugiados entraron ese invierno en Finlandia por los dos cruces más septentrionales.
Un grupo de refugiados, en noviembre de 2015 en el cruce fronterizo de Storskog, en Noruega.JONATHAN NACKSTRAND (AFP)
La llegada de sirios, afganos e iraquíes a la Laponia finlandesa se cortó de raíz en marzo de 2016 tras el acuerdo en Moscú entre el presidente finlandés, Sauli Niinistö, y Vladímir Putin por el que los pasos de Raja-Jooseppi y Salla solo podrían usarse los siguientes seis meses por ciudadanos rusos y finlandeses. Poco después de la visita de Niinistö —en el cargo desde hace un decenio y uno de los mandatarios europeos que más relación ha tenido con el presidente ruso—, Putin declaró que, al observar la frontera, veía al otro lado “finlandeses”, pero que si Finlandia entraba en la OTAN, vería “enemigos”.
El futuro muro, que en total sumará unos 200 kilómetros, tendrá un coste aproximado de 380 millones de euros. Una robusta valla de tres metros de altura, coronada con alambres de púas, y equipada con cámaras de visión nocturna, altavoces, focos de luz y una carretera paralela. La obra va en línea con los muros que Polonia y los países bálticos han levantado —o están construyendo— en sus fronteras con Rusia o con las de su aliado Bielorrusia. Desde 2020, el régimen bielorruso ha alentado y facilitado la llegada de decenas de miles de migrantes a las fronteras exteriores de la UE, en respuesta a las distintas sanciones impuestas por Bruselas.
Las autoridades fronterizas de Finlandia sostienen que el muro es “necesario” para prevenir “la instrumentalización de llegadas masivas” y que ninguna alternativa resulta “más económica ni más efectiva”. En julio se aprobaron reformas a la Ley de la Guardia de Fronteras que permiten al Gobierno, en una situación de crisis, centralizar la recepción de solicitudes de asilo en un único puesto fronterizo. Los documentos oficiales mencionan que el muro reforzará “la seguridad regional y evitará posibles anexiones territoriales”. Virkki y otros analistas consultados consideran, sin embargo, que su utilidad a nivel militar será “prácticamente nula”.
Finlandia tardó más que Polonia y los países bálticos en aprobar la construcción de sus vallas; y es el que proyecta las obras más a largo plazo. Casi cuatro años de trabajo en los que se tratará de limitar el impacto sobre los cursos de agua y se facilitarán los cruces de animales. La inestabilidad del terreno y el duro, oscuro y largo invierno finlandés —además de los procedimientos de expropiación forzosa y los concursos para la adjudicación de los contratos— también retrasarán su conclusión.
El muro reflejará el enfriamiento definitivo de unos vínculos que se fomentaron y estrecharon desde mediados de los años noventa y que trataron de resistir a las consecuencias de la anexión de Crimea y de la pandemia. “Las relaciones están congeladas, pero por suerte no están muertas; aún podemos mantener el contacto personal con nuestros familiares, colegas y amigos en Rusia”, comenta por teléfono Olga Davydova-Minguet, profesora de la Universidad del Este de Finlandia. La investigadora, que ha dedicado más de 20 años a estudiar la relación transfronteriza entre ambos países, admite, pese a todo, las consecuencias que han tenido las restricciones derivadas de la guerra en distintos sectores económicos, en el ámbito académico y en los vínculos personales de decenas de miles de ciudadanos.
Davydova-Minguet, que emigró en 1991 de la ciudad rusa de Petrozavodsk (a 200 kilómetros de la frontera), destaca el impacto que han tenido las restricciones a los cruces transfronterizos en los casi 90.000 rusófonos que residen en Finlandia, la mayoría con familiares al otro lado. Los cambios son más evidentes en el sur, en ciudades como Lappeenranta o Joensuu, donde una porción significativa de la población tiene el ruso como lengua materna, o en pequeños pueblos muy próximos a la frontera en los que la mayoría de los negocios han cerrado ante la ausencia de turistas.
Jussi P. Laine, profesor de Geografía Humana, y colega de Davydova en la Universidad del Este de Finlandia, rechaza de plano la construcción de la valla fronteriza. “Múltiples estudios demuestran que los costes de construir muros son mayores que sus beneficios”, sostiene el investigador, especializado en movilidad y seguridad transfronteriza. “La valla genera una falsa sensación de seguridad, y distrae a las personas de los verdaderos motivos de inseguridad”, resalta Laine, quien añade que en caso de que Finlandia se enfrente a episodios de migración masiva, los obstáculos solo provocarán “la evaporación” y la reorganización en grupos más pequeños, menos visibles y más difíciles de monitorear. “En la mayoría de los casos, los muros no han reducido las cifras de cruces irregulares, solo los han convertido en más peligrosos y letales”, sentencia.
Con la entrada de Finlandia en la OTAN, la Alianza ha incorporado al miembro con mayores capacidades militares de los últimos dos decenios y ha aumentado su frontera con Rusia a más del doble. Una línea divisoria que se extiende desde el Ártico hasta Kaliningrado, cuyos extremos quedan muy próximos a las bases rusas de la Flota del Norte y la Flota del Báltico. Más de 2.000 kilómetros de linde en los que proliferan muros que recuerdan al telón de acero —desplazado hacia el este— y que evidencian las escasas esperanzas de normalizar las relaciones con Rusia a corto o medio plazo. Una frontera que se ha transformado en las últimas décadas y que está vetada a los turistas rusos, salvo a través del paso fronterizo de Storskog, el único que desde 1949 separa a la Alianza Atlántica de su principal razón de ser.
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