20 de febrero de 1972
Hoy, en el Laboratorio Central de la Protección a la Naturaleza (situado en la antigua finca agrícola ZnaménskoieSadkí, en las afueras de Moscú), se ha celebrado la última reunión previa a la partida de nuestra expedición a la isla de Wrangel. Asistieron: el director científico de la expedición, el zoólogo, el asistente de investigación Stanislav (Stas) Biélikov y yo, el auxiliar. No tengo nada que ver con la protección de la naturaleza ni con la zoología, me hice invitar para formar parte de la expedición: ardía en deseos de viajar a la isla (…)
El equipo expedicionario se reducía a dos personas: Stas y yo. Se nos había asignado la tarea de estudiar el ecosistema, la conducta y el número de osos polares, la situación y la estructura de sus guaridas. Vagabundo nato, el oso polar migra por el océano Glacial Ártico durante todo el año aunque se reproduce en tierra firme. La isla de Wrangel y, concretamente, el macizo montañoso Dream Head es la “casa de maternidad” del oso polar más importante del planeta. Desde hace muchos siglos, en otoño, decenas de osas, llevadas por el instinto de la naturaleza, acuden allí en busca del refugio donde dar a luz. En marzo empiezan a abrir sus guaridas para salir al exterior y “presentar en sociedad” a sus crías. Para entonces nosotros ya debíamos haber llegado a la isla.
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Las instrucciones finales antes de partir corrieron a cargo de Savva Mijáilovich Uspénskiy, jefe del Departamento del Ártico, un hombre alto e imponente, embutido en un elegante jersey blanco, doctor en ciencias y un experimentado “lobo polar”. A pesar de que, al parecer, ya habíamos discutido cada detalle de nuestra misión, él redundó: “Intentad llegar al lugar cuanto antes. Explorad los montes Dream Head y la vertiente norte de los montes Besimiánniye. Inmovilizad y marcad el mayor número posible de osas ¡hasta cincuenta! Y fotografiad y filmad todo lo que podáis… El peligro, naturalmente, existe: es la condición indispensable de la expedición. Y aunque nuestras recientes conclusiones sobre el oso polar apuntan a que es un animal pacífico, no hay que correr riesgos innecesarios” (…)
16 de marzo
Por la mañana ha habido alboroto: desde el poblado en la bahía Rogers llegó por sorpresa a toda máquina en un todoterreno una panda de tramperos con el objetivo de capturar oseznos para zoológicos. ¿Y hacia dónde se dirigían? Por supuesto a Dream Head, “la maternidad central”, donde nosotros nos desvivimos por llegar. ¡Un todoterreno y vía verde: ellos lo tenían todo! No se entretuvieron mucho y salieron enseguida hacia su destino. Nos habían tomado la delantera; les podemos agradecer al menos que accedieran a transportar la mayor parte de nuestro equipo. (…)
18 de marzo. La mañana es diáfana y sosegada, hace unos treinta grados bajo cero
El desayuno: pan, mantequilla, queso, caballa, té. La ruta de hoy conduce al extremo norte del Gran Dream Head. Una sucesión de terrazas y pendientes. Plataformas de piedras cortantes. El monte Sévernaia, de 340 metros de altitud, tiene la bonita forma de un cono perfecto, que sirve de punto de referencia para situar desde lejos el macizo de Dream Head. Se abre el panorama completo de ambos macizos: el Gran Dream Head y el Pequeño. Nos topamos con la huella fresca de una osa y remontamos, siguiéndola, hasta la misma cumbre. El viento es muy fuerte, abrasador; el bigote y la barba se cubren de hielo. En los alrededores flota una bruma gélida. Se ve un vértice geodésico volcado: el animal habría estado retozando… (…) ¿Y qué hay de la huella traicionera que hemos seguido? Continúa más allá, a través de la tundra, en dirección al mar. Se ha escapado… Más tarde, una vez dentro del barranco, averiguaremos a qué osa pertenecía. Su guarida (la nº 3) se encuentra en la otra cara del pico Sévernaia. Los tramperos estuvieron allí ayer: inmovilizaron a la osa madre, la marcaron y secuestraron a los oseznos. Ella, cuando volvió en sí y no halló a sus cachorros, subió la montaña, bajó por la empinada vertiente del otro lado y, a través de la franja costera de la tundra, se marchó hacia las banquisas del océano. (…) Ascendemos por el valle. Un alto en el camino sobre la pendiente de una terraza. De repente veo delante la entrada de una guarida. Si hubiéramos caminado por su techo, que a veces tiene unos pocos centímetros de grosor, podríamos haberlo hundido, cayendo encima del animal. A juzgar por las huellas, la madre ya habrá llevado a sus crías a pasear. Justo en ese momento se oye el rugido del todoterreno, son los tramperos. Colaboramos. Lanzamos bolas de nieve dentro de la guarida y, en respuesta, nos llega un siseo. Tapamos con nieve la entrada para que el animal no nos vea y no pueda salir por sorpresa: así corremos menos peligro. Con una pica, agujereamos el techo y por la abertura vemos asomarse el lomo de la osa. Los tramperos disparan una jeringa con su escopeta casera de caño recortado. Esperamos diez minutos. Por lo visto, la descarga no ha surtido efecto o simplemente han errado el tiro: la osa continúa activa. Vuelven a disparar. Esperamos otros diez minutos. Ahora sí está inmovilizada. Destapamos la entrada y sacamos dos oseznos. Stas y yo averiguamos su sexo, los medimos y pesamos. Los tramperos van con prisa: al meter a los cachorros en sendos sacos, uno empieza a agitarse con tanta fuerza que se les escurre de las manos y se va rodando ladera abajo dentro del saco, gruñendo y dando tumbos.
Los tramperos, que ya han hecho su faena, se van corriendo. Ahora nos toca a nosotros. Despejamos la guarida y sacudimos la nieve de la piel de la osa. Probablemente haya recibido una sobrecarga de Sernylan: el cuerpo se convulsiona, se sacude con movimientos violentos como si de un motor en marcha se tratara. De vez en cuando, la osa lanza espuma por la boca y entreabre los ojos. Lo primero de todo es el marcaje. Con un escalpelo, Stas le perfora las orejas y coloca unas marcas metálicas con un número junto con sendos redondeles de teflón color naranja, ajustándolo todo con unas tenazas. ¿Que cómo la vamos a bautizar? ¡La Paciente! Le tomamos medidas a la osa y a la guarida. Esta tiene una estructura harto compleja: un pasadizo largo y amplio, con tres cubículos en forma de una media esfera. Uno de ellos es el paritorio, el otro, a juzgar por los restos de pelos y arañazos, “el cuarto de los niños”. Dentro reina una penumbra de tonos azules. Recogemos excrementos —unas muestras de campo de gran valor para la ciencia—. Luego tomamos fotografías y filmamos hasta quedarnos helados, exhaustos. Tengo en el alma una pena grande por el animal: sería mejor que no lo estudiaran, ni lo molestaran, ni lo tuvieran en jaulas.
—¡Qué dices! —reacciona Stas, serio, ante tamaña flaqueza—. Si no fuera por los científicos, al oso ya hace tiempo que lo habrían extinguido; son los científicos quienes dan la alarma, preocupados por su suerte, elaboran medidas de protección, y para ello es necesario conocerlo bien, para eso sirve el marcaje, para estudiar sus rutas migratorias, etcétera… ¡Es gracias a la ciencia que el oso está incluido en La Lista Roja [el inventario de especies en peligro de extinción que elabora la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza]! En todo el Ártico quedan no más de unos quince mil ejemplares. Y con respecto a los zoos, tampoco tienes razón. Te da pena el animal ¿y los humanos no? ¿Te imaginas cómo debe de ser eso: nunca en la vida haber visto semejante belleza, un oso vivo?
–¡Sí, jefe, tienes razón!
Vitali Shentalinski fue periodista, poeta, editor de radio y televisión y autor, entre otros libros, de ‘De los archivos literarios del KGB’ (1993). Este extracto pertenece a ‘Mi amor, la osa blanca’ (Galaxia Gutenberg), que se publica este 26 de mayo.
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