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El Pacífico colombiano, donde la selva se funde con el mar

Es imposible viajar a Nuquí y que no te cambie la vida. Al menos por el tiempo que uno permanece allí, la vida parece tener otro valor, otro ritmo. No hay museos, ni ruinas antiguas que visitar, ni siquiera asfalto, tan solo naturaleza en su estado más puro. La pista de aterrizaje del aeropuerto de Nuquí es tan pequeña que solo pueden llegar avionetas de 19 pasajeros. La avioneta que sale de Medellín tarda 50 minutos en hacer su recorrido; la impresionante vista de la ciudad desde arriba deja paso al blanco de las nubes, en algún claro se pueden ver montañas, pequeñas aldeas y nubes de nuevo. Como si nos quitaran las manos de los ojos, las nubes se evaporan y aparece la selva; un denso manto verde que a ratos se rompe por una serpiente de agua. La selva termina bruscamente y, de repente, el mar.

Guía

  • A principios de este mes de junio, el Gobierno de Colombia eliminó el requisito de una prueba PCR negativa a los pasajeros de vuelos internacionales para ingresar en el país. Solo deben registrarse 24 horas antes del viaje en el siguiente enlace: migracioncolombia.gov.co
  • Turismo de Colombia: colombia.travel/es

No hay prácticamente carreteras en la selva y las pocas que existen son casi impracticables en los meses de lluvia más intensa; aquí el transporte se hace en canoa o lancha. Así se llega a las cabañas de El Cantil. Construidas entre vegetación para minimizar el impacto visual, fueron de las primeras que se instalaron en esta costa colombiana. Fiel a sus inicios, el tiempo le ha dado la razón, ya que está considerado uno de los mejores hoteles ecosostenibles de la zona. Y no hablamos únicamente de sostenibilidad ambiental, también del impacto social.

Hay una gran parte de la comunidad local que está implicada en la infraestructura turística de la región del Pacífico colombiano. Un ejemplo es la asociación Mano Cambiada, que con su escuela medioambiental y cultural ayuda a concienciar a la población rural para que forme parte de manera sostenible del desarrollo de su territorio. En 2008 las comunidades indígenas se hicieron cargo de la administración del centro de visitantes del parque nacional Ensenada de Utría y en 2017 se creó Andando, una plataforma que contacta a los viajeros con la población local, sin intermediarios. Josefina Klinger, una de las voces de este movimiento, dice así: “Este es un sitio para reflexionar sobre el valor de la vida, de la muerte, sobre la generosidad en abundancia que el universo nos da”.

Hasta hace pocas generaciones, los indígenas emberá eran la etnia predominante en esta región; hoy su población está formada en su mayoría por afrocolombianos, amerindios y un grupo de población mestiza. Se puede visitar y pernoctar dentro de la comunidad indígena Emberá Dóbida de Bocas de Jagua, ubicada en el río Chorí, a 45 minutos río arriba desde la costa, en pequeñas cabañas que forman la etnoaldea de Kipará Té (contacto: kiparatenuqui@gmail.com) , y participar de su día a día. Ellos guían a los viajeros por los senderos y muestran su arte para la talla de la madera, cestería en fibra de wérregue y su colorida tejeduría de chaquira.

Esta zona es de las más lluviosas del planeta, aquí se mezclan varios ecosistemas que se refuerzan entre sí creando una biodiversidad impresionante. Los animales más conocidos son las ballenas jorobadas, que vienen cada año recorriendo 8.000 kilómetros desde la Antártida, y en especial hasta las tranquilas aguas de la ensenada de Utría. Aquí se reproducen y crían a sus ballenatos hasta que estén preparados para nadar el camino de regreso; el año pasado se adelantaron y llegaron a finales de mayo en vez de julio. ¿Será cosa del cambio climático o pura casualidad?

Tortugas, perezosos y ranas

A sus playas, que cambian tanto de aspecto dependiendo de la marea, vienen a desovar las tortugas canal, caguama y carey. Verlas no siempre es posible, ya que salen del cascarón y bajan al mar en horas de poca luz para evitar a los depredadores; pero al que veremos seguro es al cangrejo carretero rojo, que ocupa playas enteras tiñéndolas de su color, arena en movimiento. Si hablamos de biodiversidad, selva adentro podríamos incluso encontrar un jaguar, aunque normalmente hay que conformarse con observar a un perezoso colgado de su árbol, inmóvil, fundido con su rama. También alguna iguana. Y, sobre todo, lo que se viene a buscar al cerro Carrizalito, tras cuatro horas de caminata selva adentro y unos cuantos cientos de metros de desnivel: una diminuta rana dardo arlequín (Oophaga histrionica), tan llamativa como venenosa. Sus brillantes colores —rojo anaranjado y negro— la hacen destacar entre el verde circundante y son una forma de avisar a los depredadores de que es muy peligrosa, un método de defensa llamado aposemasis.

Una de las posibles excursiones desde Nuquí es la que se adentra en la selva desde la playa de Terco siguiendo el curso del río que da nombre al arenal. El rumor de las olas del mar se apaga bruscamente dejando paso a otros sonidos. Al principio solo se escucha el río, pero enseguida el guía señala en silencio una rama donde hay un pájaro azul y negro con patas rojas, un mielero patirrojo, y los oídos se agudizan, atentos a cada crujido, chasquido, aleteo. Hay pozas claras donde parar y sumergirse durante unos minutos para quitarse el calor húmedo que pega la ropa al cuerpo. Mariposas naranjas y negras revolotean sobre las cabezas, y las flores beso de novia (Psychotria elata) balancean sus pétalos de color carmín con forma de labios al son de la corriente del agua, como aprobando el baño. El paseo termina en una pequeña piscina de piedras llamada “zona de Termales”. Aquí el ritual consiste en untarse el cuerpo con lodo sulfuroso y esperar a que se seque; luego toca sumergirse y dejar que los músculos se relajen como en un jacuzzi. A un lado se oye el océano; al otro, la algarabía de una bandada de pajarillos, gregarios, preciosos y ruidosos, los carisucias del Pacífico, que remontan el vuelo y dejan paso a otros sonidos de la selva que nunca calla, de noche y de día siempre viva.

Este viaje también nos lleva a El Valle, que, como Nuquí, es una pequeña población llena de color, tanto por sus habitantes como por sus casas pintadas. Es mediodía y los niños salen de la escuela y se dirigen a casa o a darse un baño. Las calles son de tierra y hoy están siendo decoradas de manera espontánea con semillas amarillas formando corazones. Al atardecer, muchos se dirigen al puente de 50 metros que cruza el río Valle para contemplar el cielo, que aquí carece de contaminación lumínica. Las estrellas brillan tanto que parece que hubiera fiesta allá arriba. Aquí abajo, de regreso a la cabaña del Ecolodge El Almejal, las lámparas proyectan y magnifican las sombras de los murciélagos que ya han comenzado su jornada de caza nocturna de insectos.

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