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El pacto de Teherán y Riad, un éxito diplomático de China

EL PAÍS

El anuncio de la reanudación de relaciones entre Irán y Arabia Saudí es una buena noticia en una región en la que se acumulan conflictos. Habrá que ver si el intercambio de embajadores da paso a una rebaja efectiva de las tensiones. De momento, se trata sobre todo de un éxito diplomático de China, tras el intento fallido de la mediación de Irak. Pekín da un paso más en su afianzamiento frente a Estados Unidos en el tablero global.

La ruptura entre Riad y Teherán se produjo en enero 2016, a raíz del asalto a la Embajada saudí en la capital iraní tras la ejecución en el Reino del Desierto, cuya población es eminentemente suní, de un popular clérigo chií (la confesión mayoritaria en Irán). Pero la frialdad y la desconfianza se remontan a la revolución iraní de 1979. Aquel proyecto islamista, que el ayatolá Jomeini proyectaba extender más allá de las fronteras de su país, desató una “oleada negra” en todo Oriente Próximo (en palabras de la analista Kim Ghattas) y el temor de la monarquía saudí a un efecto contagio, en especial, entre su minoría chií.

Desde entonces, ambos vecinos han competido por el liderazgo regional, utilizando para ello la bandera del islam (desde la mayoritaria rama suní, los saudíes, y desde la minoritaria chií, los iraníes). Esa rivalidad ha alentado o agravado la mayoría de los conflictos de la zona. Desde la guerra entre Irak e Irán de los años ochenta del siglo pasado hasta la olvidada de Yemen, pasando por Líbano, Irak, Siria e incluso, en cierta medida, el enquistado problema israelo-palestino. También ha dividido a las monarquías de la península Arábiga, entre partidarios de contener o cooperar con la República Islámica.

No está claro qué efecto va a tener el restablecimiento de relaciones en esa fractura. Emiratos Árabes Unidos encabeza un intento de rehabilitar a Bachar el Asad con el objetivo evidente de alejar a Siria de su aliado Irán y atraerla al redil árabe. Riad, sin embargo, ha optado por la vía del acercamiento, sobre todo a raíz de los atentados contra sus instalaciones petroleras en septiembre de 2019, que la CIA atribuyó a Irán sin que se tradujera en una acción de castigo de Estados Unidos. La monarquía saudí, bajo el liderazgo del príncipe heredero Mohamed Bin Salmán, vivió esa falta de respuesta como una traición. A partir de ahí intensificó la diversificación de sus alianzas con un creciente acercamiento a Rusia y China.

Por su parte, la República Islámica, que siempre ha mirado por encima del hombro a sus vecinos árabes, necesita mostrarse más flexible en un momento de progresivo aislamiento internacional por sus violaciones de derechos humanos (brutal represión de las protestas populares) y la ayuda a Rusia en la guerra contra Ucrania (tanto con la venta de drones como con la evasión de las sanciones internacionales). Ahora hace falta que esa confluencia de intereses contribuya también a rebajar los numerosos focos de tensión regionales. No va a ser fácil, ni automático.

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