El México de AMLO es, todavía, el lema de sus campañas, la nación del “por el bien de todos, primero los pobres”; una ilusión que se recrea todos los días en conferencias mañaneras, en la que más del 60 por ciento de la ciudadanía sigue teniendo puesta su esperanza.
Por Ernesto Núñez Albarrán
@chamanesco
No basta un año para cambiar el curso de la historia, derribar un régimen y levantar otro, cambiar el modelo económico, y corregir problemas estructurales como la violencia, la inseguridad y la corrupción.
Por eso es complicado hacer un balance de la gestión de Andrés Manuel López Obrador en tan sólo un año de gobierno; porque si se parte de que el cambio será estructural y no aparente, no habría por qué esperar resultados en sólo 12 meses.
Como candidato en tres elecciones desde 2006, el hoy presidente puso las metas de su administración en el lejano y etéreo horizonte del “cambio de régimen”, la “cuarta transformación de la República”, “el reino de la justicia en la Tierra” o, como prometió hace un año en el Zócalo: “una modernidad forjada desde abajo y para todos”.
Si se asume que el régimen neoliberal que destrozó al país va a sucumbir, habría que esperar más tiempo para juzgar si se echó a andar, o no, una nueva política económica y una política social que baje los lacerantes niveles de pobreza.
Si se piensa que la elección de 2018 fue un parteaguas en la historia de México, hay que tener paciencia, pues “serenar” al país tomará mucho más tiempo.
Si alguien confía en que con la 4T emergerá una nueva clase gobernante austera, profesional y eficiente –o, ya de perdida, hecha con 90 por ciento honestidad y 10 por ciento experiencia–, habrá que aguantarse, pues algo así tomaría más de un sexenio.
Del cambio de régimen, por el momento, sólo se ven las molestias propias de una obra en construcción.
Del país de AMLO, lo que está a la vista son acciones que transformaron el paisaje: la cancelación del aeropuerto de Texcoco, el remate del avión presidencial, el presidente viajando en vuelos comerciales, la cartilla moral, el reparto masivo de tarjetas del Banco Azteca entre jóvenes y adultos mayores, la liturgia mañanera y el inicio a trompicones del Tren Maya, el Aeropuerto de Santa Lucía y la Refinería de Dos Bocas.
La disminución del sueldo del presidente a 108 mil pesos y la colocación de éste como límite máximo para (casi) todos los servidores públicos; las políticas de austeridad, la disminución del gasto en publicidad oficial y la eliminación de las condonaciones fiscales se suman a la lista.
Acciones y decisiones vistas como “una catástrofe” por sus adversarios, y como el principio de la transformación por sus simpatizantes.
Sigue pendiente el desmantelamiento de la “mafia en el poder”, la separación entre el gobierno y el poder económico y, sobre todo, el país en el que los becarios sustituyan a los sicarios.
Los abrazos no han detenido los balazos y la realidad no corresponde, aún, con el país prometido por López Obrador.
Pero en su propio corte de caja, el presidente asegura que ya sentaron las bases de una transformación histórica. No sólo eso, advierte que los cimientos de la 4T son tan sólidos, que en caso de que sus adversarios regresen a gobernar, no podrán reconstruir el sistema anterior.
Propósitos propagandísticos aparte, el optimismo presidencial tiene bases reales si se mira el compendio de reformas y leyes aprobadas en la 64 Legislatura, donde la coalición Juntos Haremos Historia ha sacado adelante casi toda la agenda que ofreció en campaña.
En estricto sentido, la “cuarta transformación” no inició el 1 de diciembre de 2018, sino el 1 de septiembre, cuando Morena instaló sus mayorías en el Congreso y echó a andar los cambios legales prometidos por López Obrador.
En un año tres meses, el presidente y sus legisladores desmontaron la reforma educativa surgida del Pacto por México; sustituyeron el Seguro Popular por el Instituto de Salud para el Bienestar; crearon la Guardia Nacional, y empujaron una serie de reformas constitucionales en materia de extinción de dominio, prisión preventiva oficiosa, remuneraciones de los servidores públicos, paridad entre géneros, consulta popular, revocación de mandato y la eliminación del fuero del presidente, que aún será revisado por el Senado.
Los legisladores de Morena, PT, PES –y sus nuevos aliados del PVEM– reformaron la Ley de la Administración Pública Federal para crear la Secretaría del Bienestar en sustitución de la Sedesol, revivir la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana y ajustar la Oficina de la Presidencia al estilo del nuevo mandatario, incluida una polémica estructura de “súper delegados” encabezada por un coordinador presidencial de Programas para el Desarrollo.
Los legisladores de la 4T reformaron la Ley Orgánica del Ejército y las Fuerzas Armadas para desaparecer el Estado Mayor Presidencial; aprobaron la Ley Orgánica de la nueva Fiscalía General de la República, la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos (para que nadie gane más que el presidente), la Ley de Austeridad Republicana, una nueva Ley General de Educación, la Ley Nacional de Extinción de Dominio, la Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza, la Ley Nacional de Registro de Detenciones, la Ley de la Guardia Nacional y la ley del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.
Además, modificaron una veintena de leyes en materia laboral, penal, educativa, salud, seguridad social, vivienda, desarrollo rural, agricultura, pesca, cultura, deporte, infancia…
Según datos de la Cámara de Diputados, entre septiembre de 2018 y noviembre de 2019, se aprobaron 58 decretos de reformas constitucionales y legales, entre las que destacan ajustes a 30 artículos de la Constitución.
“En sentido estricto, práctico, real, ya hay una nueva constitución que combate la corrupción, que promueve la justicia y que impulsa la democracia”, celebró el presidente en un mensaje difundido en Twitter el pasado 26 de noviembre.
En ese nuevo andamiaje legal, más que en los cambios de discurso y estilo, están los cimientos reales del país de AMLO. Los cambios que a la larga transformarán a México, para bien o para mal.
En tanto, el país de AMLO sigue siendo un espejismo construido a partir de los propios datos del presidente, una ilusión que se recrea todos los días, con la retórica mañanera que busca mantener viva la esperanza.
Un destino que, según las encuestas, sigue ilusionando a millones de mexicanos.
El México de AMLO es, todavía, el lema de sus campañas, la nación del “por el bien de todos, primero los pobres”; la patria sin corrupción ni desigualdad por la que votaron 30 millones de ciudadanos.
El país de AMLO es, en efecto, la antítesis del pasado, pero también es un futuro incierto, un país sin injusticias que no sabemos si algún día llegará a existir.