A partir del decreto de la “nueva normalidad”, los mexicanos tendrán que advertir por dónde transitar según los colores del semáforo. Las áreas en emergencia presentarán una etiqueta roja mientras que las que permiten desarrollar cualquier actividad sin mayor riesgo llevarán una señal de color verde.De sus 32 estados, México tiene 31 en rojo.
Especial de Salud con lupa para Aristegui Noticias
Introducción por Fabiola Torres
A cinco meses de la aparición del nuevo coronavirus, América Latina se ha convertido en el epicentro de la pandemia que angustia al mundo entero. Después del primer caso detectado en Brasil a fines de febrero, la plaga tardó menos de un mes en extenderse por toda la región. Hasta ahora no hemos podido controlar la ascendente curva de contagios y muertes por varios problemas de fondo: la desigualdad social, nuestros sistemas de salud precarios, la pobreza y la informalidad laboral. La cuarentena —la principal regla sanitaria de los gobiernos para ganar tiempo y adecuar los hospitales a la emergencia— se hace cada vez más difícil de cumplir cuando el hambre amenaza la vida de poblaciones enteras.
Una de las consecuencias más notorias de esta crisis es la evidencia de que los hospitales latinoamericanos no estuvieron (ni lo están aún, pese a la compra urgente de equipos) preparados para atender a un número tan alto de enfermos que necesitan hospitalización y cuidados intensivos en tan corto tiempo. La mayoría sigue al límite. El coronavirus evidenció el estado de calamidad en que los servicios públicos de salud han subsistido durante décadas, relegados al extremo por modelos económicos y autoridades que nunca pusieron como prioridad el bienestar de sus habitantes. “No podemos enfrentar un virus del siglo XXI con sistemas de salud del siglo pasado”, dice Elmer Huerta, reconocido experto en salud pública.
La pandemia nos está dejando escenas imborrables: féretros de cartón en las calles de Guayaquil, presos desnudos y amontonados en una cárcel de El Salvador y hasta el presidente del país latinoamericano con más contagios, Jair Bolsonaro, paseando por sus calles sin mascarilla. Pero si hay una escena que se repite sin importar las fronteras es la del personal de salud reclamando por sus vidas. La muerte de cada doctor, enfermera y técnico asistente en los hospitales de nuestro continente es prueba irrefutable de que nuestros gobiernos no han podido proteger siquiera a los que están en la primera línea.
América Latina ha empezado a salir a las calles porque quedarse en casa ya no es una opción segura. La aparición de banderas improvisadas en los techos de distintos barrios de nuestra región —blancas en El Salvador, Guatemala y Perú, rojas en Colombia— advierte que la pobreza de nuestras familias no aguanta cuarentenas. El Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas calcula que solo este año alrededor de 14 millones de latinoamericanos no tendrán garantizada una comida al día por la pandemia.
Además, este 2020 unas 17 millones de personas en el continente habrán perdido su empleo, según la Organización Internacional del Trabajo. La entrega de bonos de asistencia social ha sido insuficiente. Toda estrategia para contener este nuevo virus ha tenido que enfrentarse a nuestra enemiga de siempre: la desigualdad social. En la región hay quienes pueden abarrotar sus alacenas con alimentos mientras que otros no tienen un refrigerador para preservar su comida.
En medio de la emergencia, la corrupción se volvió aún más escandalosa: se supo de compras de equipos e insumos médicos con sobreprecios en varios países. En Perú, la Fiscalía investiga adquisiciones de mascarillas y artículos de limpieza fallados destinados a los policías que resguardan las calles en el toque de queda. Mientras que en Bolivia el ministro de Salud, Marcelo Navajas, fue detenido por la compra de respiradores con un sobreprecio millonario. En Colombia, la Fiscalía solicitó la detención de 10 alcaldes por presuntos delitos en la suscripción de contratos de productos relacionados a la atención de la pandemia.
Los países de América Latina compartimos fortalezas y debilidades, pero cada realidad sigue siendo única. Por eso, Salud con Lupa ha convocado a periodistas de diez países de la región para comprender mejor este cambio en nuestras vidas e investigar los impactos de la pandemia de la COVID-19. Este equipo trabajará de manera colaborativa por los próximos seis meses a través del Programa Lupa, un proyecto que creamos con el apoyo del Centro Internacional para Periodistas.
Nuestros gobiernos han colocado distintas etiquetas para el inminente regreso a las calles: nueva normalidad, cuarentena dinámica, aislamiento preventivo, nueva convivencia social, aislamiento inteligente, entre otros. Más allá de los decretos, los latinoamericanos estamos por retomar nuestras actividades cotidianas aun cuando sabemos que una mascarilla no basta para evitar el peligro. Todavía estamos en la fase aguda de la pandemia. Sin embargo, salimos con la convicción de que la ciencia pronto encontrará más respuestas y que nosotros, como lo hemos hecho antes, nos adaptaremos para seguir en pie.
Reportaje México: El peligro de la pandemia según los colores del semáforo
Por: Carmen García Bermejo
Han pasado 90 días desde que la vida se convirtió en un simulacro. A las seis de la mañana del viernes 28 de febrero la noticia se esparcía como una plaga: aparecía en México el primer caso de una persona contagiada con el coronavirus. Lo trajo de Italia un hombre de 35 años que había estado recientemente allá.
Desde entonces, y como en casi todo el mundo, se aplicó en seco un freno a la esencia de la humanidad: desde entonces hemos probado a qué sabe la ausencia de las personas y los efectos del miedo cuando se infiltra en la vida.
La memoria de esta pandemia está ya compuesta de imágenes: los rostros exhaustos de médicas, enfermeras, paramédicos y personal de apoyo, chocando en la primera línea con la muerte, con la conciencia de que en cualquier momento pueden sucumbir al contagio, como las y los directores de clínicas en ciudades tan distintas y distantes como Mexicali, Monclova o Nezahualcóyotl; como el director de la clínica Wuchang, en Wuhan.
La idiosincrasia mexicana es tan particular que también provee imágenes impensables en una circunstancia como esta. Qué decir de esa pequeña horda que al grito de “los están inyectando para matarlos, el covid no existe”, irrumpió el 2 de mayo en un hospital local y se dedicó, con sus pequeñas Atilas liderando la violencia, a abrir las bolsas de las personas fallecidas y agredir al personal de salud.
La memoria colectiva aún conserva la huella de la epidemia que en 2009 exportamos al mundo, la del AH1N1. Los encierros, los cubrebocas, la soledad de las calles, el aislamiento. Por eso quizá en México estamos un poco, sólo un poco, más acostumbrados a toda la parafernalia epidémica.
Quizá por eso la estrategia de combate a la enfermedad ha sido polémica, por eso tenemos un Modelo Centinela que casi nadie aplica en América Latina, por eso se han hecho muy pocas pruebas, por eso desde adentro y desde afuera se critica severamente al Gobierno; por eso tenemos una heroína diseñada ex profeso: “Susana Distancia”, que materializa y difunde con un éxito insospechado las recomendaciones sanitarias, aunque a estas alturas ya se ha degastado.
Estos días de pandemia han estado marcados también por las angustias de muchos de los 125 millones de mexicanos por sobrevivir, gente que debe salir a las calles porque vive al día y no puede darse el lujo de no ganar algún dinero, aunque los clientes escaseen. El dilema, ya se sabe, es morir por contagio o de hambre.
Los cubrebocas se han incorporado a la vestimenta, al paisaje urbano; la sana distancia es una etiqueta social y el uso de alcohol y desinfectante ya es habitual, por más que un sector pequeño de la población siga sin creer en la existencia del virus y durante semanas ha abarrotado los mercados ambulantes y las plazas comerciales informales.
México es uno de los pocos países de América Latina en que la cuarentena no es forzosa y las autoridades apelan al cumplimiento voluntario, a la responsabilidad de la sociedad. La mayoría se ha quedado en casa. Bueno, casi todos.
Casi todos porque los autores de asesinatos y matanzas vinculados al crimen organizado no se han intimidado ante el virus. Acostumbrados a morir y matar, lo de la COVID-19 debe ser un cuento de lobos para ellos.
La máquina de violencia no ha parado ni siquiera en estos días. Los reportes no cesan. Un día sí y otro también. El país ha alcanzado en estas fechas cifras récord de asesinatos. No tienen nada qué ver con el virus. Esos muertos también cuentan.
La angustia, el estrés, el encierro ya son en sí mismos, una carga para todos, pero el 11 de mayo el gobierno federal tenía preparada una sorpresa adicional, ahora en forma de decreto presidencial: el ejército saldrá a las calles a cumplir funciones de policía. No sólo en tiempos de pandemia. Desde ahora y hasta diciembre de 2024.
Ya se conocen en América Latina los efectos de eso en materia de derechos humanos: detenciones, desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones.
La gente está desgastada, agotada y en buena medida sin los recursos para seguir aguantando. Otras más están a media paga o de plano sin trabajo. En abril-mayo, según los reportes oficiales, un millón de mexicanos se quedaron sin empleos formales.
Todo muta. El lenguaje oficial también. El miércoles 13 de mayo palabras como “volver” o “regresar” han aparecido, junto con un concepto llamado la “nueva normalidad”.
La “nueva normalidad” es quizá la mejor manera de decir que las formas de vida que siguen no se parecerán en nada o muy poco a los que eran antes.
Con esa frase el gobierno mexicano ha anunciado lo que será un largo proceso de regreso a la vida en las calles, universidades, trabajos, espacios públicos. Y le ha puesto fecha de arranque: 1 de junio.
Y lo hará “a la mexicana”. Aprenderemos a vivir como si fuéramos automóviles. Un semáforo regional que, a partir de indicadores de salud, concentración poblacional o infraestructura hospitalaria, etiquetará zonas en rojo (emergencia sanitaria), naranja (riesgo alto, con paro de algunas actividades no esenciales), amarillo (nivel intermedio) o verde (desarrollo de cualquier actividad).
Dependiendo dónde viva uno, habrá restricciones mayores o menores. Algunas zonas del país podrán ir al cine, los comercios estarán abiertos, y en otros no. En unas se podrá tener acceso a las librerías, y en otras no, por ejemplo.
Por lo pronto, el rojo de la Ciudad de México es el más intenso. Aquí es el epicentro de la epidemia. Aporta la mayor parte de los contagios y los muertos. Y, en castigo, tendremos que estar encerrados por lo menos hasta el 15 de junio.
Hoy sabemos que nuestra salud y nuestra vida dependen de un descuido en el aseo, del roce de unas manos, del abrazo de un amigo o del beso de la pareja.
Un ente inerte ha venido a exhibir las profundas carencias del sistema de salud. Hizo evidente, además, que la pobreza económica y educativa es el caldo de cultivo perfecto para la enfermedad y la muerte.
Ya viene la “nueva normalidad”, con más de 84 mil 600 contagios confirmados y poco más de 9 mil 400 fallecimientos. Cifras imparables que crecen día con día. Aunque son números estruendosos, las autoridades juran que pudieron haber sido un horror.
El escenario en el que llega la nueva normalidad es escalofriante: 31 de 32 estados del país se encuentran en “riesgo máximo” y aun así saldremos a las calles. “Será un regreso gradual, ordenado y cuidadoso a las actividades de la vida pública”, argumentan las autoridades y saben que existe el peligro de los rebrotes. En ese caso, ya avisaron, se dará marcha atrás y se pondrá el semáforo en rojo en pleno.
En dos semanas los mexicanos nos asomaremos a las calles, titubeando a la hora de colocar el primer pie en la acera. Un virus adelantó el reloj de nuestras vidas. Sólo queda saber si fueron minutos, días, meses o años.