El triste cierre de la cumbre de Glasgow, con sus buenas intenciones y sus vagos compromisos, deja en una especie de tierra de nadie a las políticas contra la emergencia climática. El ambiente dista mucho del que se produjo tras el Acuerdo de París, ese sí un pacto considerado como histórico, aunque buena parte de su letra sigue sin aplicarse. Precisamente, la distancia entre París y Glasgow es la que va del enunciado a su implementación. En solo cinco años, las políticas contra la emergencia climática han transitado de la mera declaración a su aplicación, lo que ha puesto en evidencia las dificultades contra las que deben luchar.
El escenario ha cambiado significativamente, no tanto a nivel mundial como dentro de cada sociedad. En Glasgow, los estados más reticentes a adoptar las políticas necesarias para reducir la escalada global de temperaturas han sido los mismos que ya se habían mostrado más remolones en París. Pero si bien entonces estos estados se enfrentaban a un consenso general sobre la necesidad de actuar, ahora sus posiciones reticentes no encuentran tanta oposición en las opiniones públicas. Algo ha cambiado.
En parte se debe a la propia dinámica del proceso. No es difícil dar apoyo a grandes principios generales sobre la supervivencia del planeta y la necesidad de hacer algo, lo que sea, para garantizar el futuro de las próximas generaciones. Sólo los grupúsculos que niegan las consecuencias funestas de la industrialización basada en los combustibles fósiles sobre el medio ambiente pueden negarse a emprender acciones para frenar el calentamiento global. Ahora bien, cuando bajamos a las políticas concretas, cuando hay que “mojarse” y decidir qué parte del presupuesto público estamos dispuestos a gastarnos o qué actividades económicas verán comprometido su futuro, entonces es más difícil mantener el consenso inicial sobre los principios generales, y la oposición a las políticas concretas ya no viene sólo de un grupo de iluminados negacionistas sino de todos aquellos sectores que ven peligrar su modo de vida.
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Es en esta situación en la que nos encontramos ahora cuando las políticas contra la emergencia climática afrontan su mayor peligro: integrarse en las dinámicas de la lucha política dominante, la que enfrenta a los sistemas abiertos con la tentación autoritaria, esa pulsión de repliegue identitario y falsamente asegurador que recorre todas las democracias. Quedar enredadas en la telaraña de la confrontación polarizada sería letal para las políticas en pro de la sostenibilidad ambiental porque socavaría su propia base, que no es otra que la de estar por encima de adscripciones partidistas e ideológicas.
Y es precisamente en los estados que lideran el proceso de implementación de las políticas contra la emergencia climática donde se observa una mayor debilitación de ese consenso primigenio tan necesario. En parte, porque hasta ahora las medidas han incidido en segmentos de la sociedad que ya venían golpeados por efectos de otras dinámicas, principalmente los dependientes del sector primario y secundario y las clases populares periurbanas. Del descontento de los primeros tenemos noticia desde la revuelta de los chalecos amarillos franceses, en origen contra la subida del precio del diésel. También conocemos las negativas en diferentes partes del territorio a la instalación de molinos de viento o plantas solares. En lo tocante a la industria empieza a haber varios ejemplos de cierres de instalaciones, como la planta de aluminio de Alcoa en Lugo o la central térmica de Andorra, Teruel. Mientras que también se empiezan a notar los efectos entre la población más vulnerable, ya sea en el precio de la electricidad y el gas, como en las limitaciones al parque móvil de más antigüedad.
Todo ello es utilizado políticamente por las fuerzas reaccionarias, que intentan convencernos de que el precio de las medidas contra la emergencia climática lo van a acabar pagando los de siempre, caricaturizándolas como una iniciativa de las élites pudientes contra los sectores más alejados de los centros de poder, el mundo rural y las clases populares.
Así, se intenta integrar a este ecologismo “bobo” (bohemio-burgués) en la pugna entre un supuesto pack urbanita, multicultural y globalista y unas fuerzas nacionales, unificadoras y protectoras. Esta pugna es la que ha sustituido en muchos países a la tradicional, y ya casi olvidada, entre izquierda y derecha, rompiendo las alianzas entre segmentos sociales y fuerzas políticas que habían prevalecido en los últimos ochenta años en Europa occidental.
La lucha contra la emergencia climática entra en un terreno peligroso. Su implementación no es neutra ni el consenso alrededor de su necesidad es unánime y será eterno. Su saldo empieza a contar con algunos damnificados, que deben ser tomados en consideración. Si la derecha reaccionaria se sale con la suya y consigue volver a amplios sectores sociales contra las políticas medioambientales, va a ser prácticamente imposible frenar el calentamiento global y cada vez serán más frecuentes las cumbres de tristes finales y compromisos vagos.
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