Cuando se supo que el gobernador y legisladores de Tabasco empujaban una ley para criminalizar la protesta y los bloqueos en la vía pública, varias personas en redes sociales calcularon que, de haber existido esa ley hace 25 años, el presidente Andrés Manuel López Obrador hubiera pasado entre 10 y 20 años en la cárcel.
No pasó desapercibida la paradoja de que funcionarios surgidos del partido Morena, apoyados por el presidente, impulsaran esta ley cuando hace un cuarto de siglo el mismo López Obrador inició su carrera en la política nacional bloqueando carreteras e instalaciones de Petróleos Mexicanos para denunciar un fraude en la elección de gobernador en 1994 en ese mismo estado de Tabasco.
Paradoja o hipocresía, se le puede llamar de distintas maneras, pero no sorprende. El poder lleva a hacer cosas raras, incluso a darle la espalda a principios que se creían enraizados. Porque no ha sido sólo en el tema de la protesta callejera, sino en otros en los que López Obrador y Morena ahora abrazan lo que antes les afectaba y combaten lo que antes les ayudaba.
La izquierda mexicana se ha construido en la protesta callejera, por eso ahora a más de uno hizo levantar la ceja cuando la actual encarnación de esa izquierda impulsó una ley para prohibirla. Claro, la diferencia es que ya están en el gobierno.
En la historia de esta izquierda, la protesta se identificó en muchas ocasiones con el combate al fraude electoral. En la década de los 90, por ejemplo, el recién creado PRD (donde militaba de manera notable López Obrador) hizo de los bloqueos de avenidas y carreteras una de sus principales herramientas para denunciar el robo de elecciones por parte del PRI en varios estados. En algunos casos consiguieron que gobernadores que ganaban elecciones fraudulentas no llegaran a tomar posesión.
Ese era el combate que la izquierda hacía del fraude que ocurría antes o durante las elecciones. Ahora en Baja California han llegado a perpetrar un fraude equivalente pero después de las elecciones, al avalar una extensión de mandato de 2 a 5 años para el gobernador Jaime Bonilla, postulado por Morena, que ganó una elección claramente convocada para elegir titular del Poder Ejecutivo hasta 2021, no 2024.
Otro ejemplo se dio recientemente con los reclamos de López Obrador a ciertos medios de comunicación que han sido críticos con su gobierno, notablemente el semanario Proceso, al que acusó de “no portarse bien”.
Es válido que al presidente no le guste la cobertura que hacen algunos medios de su gobierno, y aunque hasta ahora ese disgusto se ha quedado en la retórica, la advertencia de que el periodismo no contribuye a la transformación que quiere, lleva al menos a temer que de la palabra pase a la acción.
Más allá de la obviedad de que portarse bien con el gobierno no forma parte de la descripción de una prensa libre, llama la atención que el señalamiento venga de quien durante años vio su proyecto político impulsado por el periodismo independiente.
Desde que Proceso destapara los negocios de Raúl Salinas al amparo de la presidencia de su hermano Carlos, hasta que Animal Político y Mexicanos contra la Corrupción exhibiera la “Estafa Maestra” de contratos de gobierno irregulares, estas revelaciones ayudaron a construir el clima de hartazgo con la corrupción, que López Obrador canalizó con gran éxito en su campaña presidencial. El periodismo independiente le benefició cuando criticaba a los gobiernos de los que era opositor. Ya no le beneficia tanto cuando ese mismo periodismo empieza a examinar su propio gobierno.
Otro caso relevante, también de las últimas semanas, muestra cómo el actual gobierno desecha lo que antes usó de apoyo. Durante años, López Obrador construyó su discurso sobre el tema de la pobreza, del pueblo empobrecido por la corrupción. Ese argumento se sustentaba con datos del Coneval, el Consejo de Evaluación de la Política Social, que no dudaba en mostrar el aumento de pobreza en los gobiernos de Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto. Pero como ahora el gobierno lo encabeza López Obrador, esos datos podrían resultarle incómodos, de modo que busca incapacitar a ese organismo autónomo.
En la lógica de López Obrador, si la protesta, las reglas electorales, la prensa independiente o los organismos autónomos son un contrapeso del poder existente, al obtener el poder es fuerte la tentación de debilitarlos.
Al hacerlo, el presidente mexicano también pone en un predicamento a subordinados y seguidores. Muchos de los que ahora ocupan cargos en el gobierno, en el Congreso o en Morena fueron políticos o activistas que hace años promovían sus causas mediante la protesta y las marchas, a la que hace no mucho tiempo medios independientes les abrían espacios que no encontraban en la prensa oficialista. Ahora deben defender acciones que desmantelan lo que antes fue su caja de herramientas de oposición.
Esto no es un fenómeno exclusivo de México, ocurre también en otros países. En Estados Unidos, por ejemplo, Donald Trump lo está haciendo con el partido Republicano. Ha convertido a promotores del libre comercio, de alianzas internacionales, de derechos humanos y de valores morales en defensores de aranceles, aislamiento, dictadores y un presidente adúltero y mentiroso.
Pero el problema va más allá de la hipocresía: advierte un intento por cambiar las reglas del juego una vez que se es dueño del balón.
En el best-seller “Cómo Mueren las Democracias”, los académicos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt escriben que, para consolidar su poder, gobernantes deben a veces cambiar las reglas “de forma que debilitan o ponen en desventaja a la oposición, inclinando el terreno de juego contra sus rivales”.
Muchas reglas de la democracia mexicana son imperfectas y sin duda necesitadas de un cambio. Pero otras, el derecho a disentir, la prensa libre, el respeto a las normas constitucionales, la autonomía de órganos reguladores, han costado trabajo construir. Han costado también la salud, la libertad o la vida de personas, muchas de ellas militantes de la izquierda, sin quienes el actual gobierno no existiría.
Javier Garza Ramos es periodista en Torreón, Coahuila.
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