La vida y nada más, una de las grandes películas de Bertrand Tavernier, narra las peripecias del comandante Delaplane (Philippe Noiret) para, después de la Primera Guerra Mundial, llevar a cabo una particular misión: encontrar un cadáver que pueda ocupar con todas las garantías el monumento al soldado desconocido bajo el arco del triunfo de los Campos Elíseos. Con todas las garantías quiere decir alguien sin identificar no reclamado por ninguna familia. Las pruebas de ADN tardarían en llegar.
Ni que decir tiene que el trabajo del comandante es tan difícil como el que cada año lleva a cabo la Academia Sueca para otorgar el Nobel de Literatura. ¿Por qué? Porque, a pesar de lo dicho estos días a propósito de Abdulrazak Gurnah, no existe escritor desconocido que pueda llevarse un premio así. ¿Podría serlo un autor que ha publicado 10 novelas en inglés y ha sido finalista del Booker, el galardón más importante de la lengua más hablada del mundo? ¿Alguien ya traducido a otra potencia lingüística como el español?
A razones de peso como que no figuraba en las apuestas de Twitter ni en las de Ladbrokes ―tan razonadas siempre―, se le sumó la satisfacción de confirmar el chascarrillo literario de todos los otoños: los suecos premian a un africano de nombre impronunciable. Dieciocho años después de que lo ganara J. M. Coetzee, aún no sabemos decir bien su apellido. Ser blanco le ha servido de poco. El día que por fin premien a un autor en euskera se van a reír en Estocolmo. La alusión a una lengua minoritaria no es baladí: todos los africanos premiados ―aparte del egipcio Naguib Mahfuz― escriben en inglés. El swahili y el yoruba esperan la oportunidad que tuvo el yídis de Isaac B. Singer. Como antes Soyinka, Gurnah optó por no escribir en su lengua materna.
Cuando recibieron el medallón más codiciado de las letras universales, Wislawa Szymborska solo era conocida en España por haber publicado un puñado de versos en una antología de poesía polaca, a Derek Walcott lo estaban traduciendo por vez primera, Herta Müller era una autora de culto ―o sea, de ventas mínimas― en el catálogo de Siruela y Patrick Modiano acababa de aterrizar en Anagrama después de peregrinar por sellos en los que no había durado porque no vendía. Ejemplos como esos bastarían para fiarse del olfato lector del Comité Nobel. O dicho de otro modo: además de ser tanzano, inmigrante y negro, Abdulrazak Gurnah corre el serio riesgo de escribir bien.
Desconocido es un calificativo que dice más de quien lo pronuncia que de la persona a quien se le atribuye. En 2016 ganó el Cervantes Eduardo Mendoza. El fallo coincidió con la Feria del Libro de Guadalajara (México), la más importante del mundo en lengua española, y en los hoteles vecinos, repletos de literatos, era difícil encontrar a alguien no nacido en España que supiera el título de alguna de sus novelas. Eso sí, los que habían coincidido con él en un bolo recordaban al instante “lo simpático” que es. Entre los 400.000 volúmenes a la venta solo podía conseguirse el planetario ―por el otro premio gordo― Riña de gatos. Al escuchar la noticia cervantina, la mayoría de los vendedores respondía con una pregunta: “¿Eduardo Men… qué?”.
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