Hay futbolistas que se crecen con los insultos de la grada. A Emmanuel Macron le ocurre algo parecido: se alimenta de la hostilidad. Hablamos de un hombre que traicionó a los suyos (fueran quienes fueran en cada momento), destruyó el mapa político francés y se erigió en única alternativa al caos que él mismo había creado. Ahora, por su curiosa necesidad de domar a sus compatriotas, se adentra en la que probablemente sea la peor crisis de su mandato, ya en el segundo y último quinquenio.
No hay nada como retrasar la edad de jubilación para encrespar a la población francesa, la única en Europa que puede presumir (y lo hace, a menudo, con violencia) de vivir en un país surgido de una revolución sangrienta que iluminó el mundo.
Vayamos atrás en el tiempo. En 1945, el Consejo Nacional de la Resistencia, órgano supremo de una Francia recién liberada por los Aliados (pero mágicamente vencedora de la guerra), fijó la edad de jubilación en los 65 años. La cosa tenía poco riesgo: en promedio, los hombres morían a los 63 y las mujeres, a los 69. Esa decisión, con múltiples retoques, duró hasta 1982, cuando François Mitterrand redujo por decreto hasta los 60 la edad de retiro. Mitterrand cumplía uno de los puntos del programa común de la izquierda, la alianza de socialistas y comunistas, pero podía apelar al sentido común.
Aunque la expectativa de vida de los hombres se había elevado hasta los 70, se daban dos factores: por un lado, la precariedad y el desempleo entre los más jóvenes y la dificultad del mercado de trabajo para integrar a los mayores de 60 (entonces eso era incipiente, hoy es estructural), por lo que parecía razonable que los más mayores se retiraran y dejaran su puesto a la juventud; por otro lado, existía un cierto consenso en que las nuevas tecnologías seguirían reduciendo de forma progresiva la jornada semanal y la vida laboral (en 1870, la jornada diaria podía durar hasta 18 horas).
Posteriores presidentes conservadores elevaron la edad de jubilación hasta los 62. Jacques Chirac, tras el formidable fracaso de su primera reforma en 1995 (las protestas de ahora no han llegado aún al nivel de las de entonces, que obligaron al primer ministro Alain Juppé a tragarse la ley, dimitir en 1997 y, tras una condena por corrupción, exilarse temporalmente en Canadá), lo hizo en 2002 para los trabajadores del sector privado. Nicolas Sarkozy, en 2007-2008, amplió la medida al sector público. Todo ello con innumerables detalles (años de cotización, unificación de regímenes especiales, etcétera) que no vienen al caso.
Emmanuel Macron ya anunció en su primer quinquenio que elevaría la edad de jubilación. La pandemia frenó su proyecto. Lo retomó hace unos meses, de la peor manera: limitó sistemáticamente los debates en la Asamblea Nacional y, llegado el momento de la verdad, sin mayoría parlamentaria, tiró por la vía del decreto.
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La reforma reavivó el malestar rural y provincial que en 2018 desembocó en la protesta de los chalecos amarillos (fuera de las ciudades están los trabajos más penosos y las pensiones más bajas) e incendió también las zonas más urbanas y ricas. El trasfondo es obvio: el año pasado, muchos electores tuvieron que votar a un tipo arrogante al que detestaban para que no venciera la ultraderecha; ahora le hacen pagar el mal trago.
Y luego están los datos. Francia es uno de los países europeos con menos problemas en lo tocante a pensiones. La media de edad de los franceses es de 40 años (en España, 44) y, gracias a los hijos de la inmigración, seguirá rejuveneciéndose. Se estima que en 2050 el sistema de pensiones será excedentario. No hay ninguna emergencia.
En cuanto a Macron, se mantenga o se retire la reforma (por decisión propia o del Tribunal Constitucional, que podría rechazar la forma de tramitarla), llegará al final de su mandato. La Quinta República, una restauración monárquica con formato republicano, está diseñada para que el presidente no caiga jamás.
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